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CornucopiasComerse el Centro Histórico

Antonio Calera-Grobet | 01.09.2017
Cornucopias: Comerse el Centro Histórico

Si no es con los zapatos recién lustrados y traje planchado, sí recién bañado. Así es como el paseante se sentirá mejor al caminar por el Centro Histórico: como envuelto para regalo, limpio y categórico, listo para el periplo tan complejo. Y por cierto que siempre se va tarde, hay que apretar el paso si es que se quiere conocer sus recovecos, sus más escondidos secretos. Por lo menos los que no han muerto. Porque apenas quince años atrás su mapa era otro. Los locales y visitantes abrían su día por las viejas cafeterías: “El Reloj”, en 5 de Febrero, ya cerca de Izazaga, o bien su alma gemela, la “5 de mayo”, donde está ahora el “Mercaderes”, sostenido por musculosos atlantes. Se les veía, pues, llegar al “Serras” o al “Jimmy’s”, ya ahora un tanto alicaídos, para por fin abrir el ojo, atreverse de una vez a pensar. Porque los que llegaban al Centro no por la Alameda o Madero (donde quizá se sientan ahora sus últimos románticos: el “Sanborns de los azulejos”, “La Pagoda”, “El Popular”, “La Blanca”), sino por Pino Suárez, que es la retaguardia, solían desayunar en esos cafés como Dios manda: huevos al gusto (a la mexicana, revueltos o estrellados, con frijolitos) y flanqueados por un café bien cargado, como para periodista, editor, columnista de cepa. Eso o servicio a la carta. Se veía ahí a los parroquianos dando bola a los zapatos, con el periódico recién abierto, aleteando el aire delgado de la vida matinal, el creciente olor a carburador de los autos frenéticos, llevados por sus conductores atribulados. Tal vez de aquellos cafés (al sur del llamado “primer cuadro”) sólo quede bien parado el café de los baños “Señorial”, para los madrugadores, a quienes se les ve atacar su desayuno con su Tehuacán preparado a un costado. Eran estos cafés verdaderos poemas al ciudadano contratado, esos que sienten que por mucho madrugar se disfruta más temprano: verdaderos viajes aquellos en el tiempo, por nuestra vieja historia desde este mundo dizque moderno. Mi querido paseante, levanta las alarmas, que quedan muy pocos cafés antiguos y hay que cuidarlos: en Donceles 86 el “Café Río” (1961), donde Roberto Bolaño fue visto escribiendo; en Bolívar 45 el “Do Brasil La Balsa” (1949); en Ayuntamiento 18 “El Cordobés” (1937), y en López 68 el “Villarías” (1942), este último todavía con señas de identidad no de viejo o arcaico, sino de maestro, de sabio.

Y bueno, mi paseante, si ya le suenan las tripas por hambre, hay que llevar el cuerpo a donde se puede echar un taco y algún buen fiambre. Le invito a comer fritanga, mi amigo caminante, que el placer se esconde en la cosa malsana. Unos tacos, por ejemplo, para comer parado, claro. Como los de “El Torito”, en Isabel, o “Los Cocuyos” y los “Arandas” en Bolívar. Esas taquerías pequeñas para el hombre (un cuartito para el taquero, repisas para algunos refrescos, nada más), pero grandes establecimientos para la humanidad, hablando de sus logros culinarios. Por ejemplo en materia de res. Ese perol, digamos, doble, clásico: la mitad para el taco sancochado de suadero, tripa y longaniza, y la otra, cubierta con su plástico correspondiente, para el taco de cabeza: sesos, trompa, cachete, lengua, molleja. Con su salsa verde cocida, muy buena con estos sabores, y una roja con bastante comino. ¿Ya vio, querido mío? Algunas cierran tarde, por ahí de las cinco o seis de la mañana. No hay que pasarlas de largo cuando uno anda hambreado y borracho. Y hay muchas. El pastor de “El Huequito”, las carnitas de “El Kiosquito”, en la punta de la Alameda, por el Real Cinema. Los “Ricos Tacos Toluca”. Van y vienen todos los días desde allá, entre López y Puente de Peredo: cecina de cerdo enchilada, salada, obispo y queso de puerco, de canastito, provinciano. O los “Tacos del Güero”, de puro chicharrón, a unos metros de ahí, en López 100, o bien los “Tacos del si no le gustan me voy”, a un costado. Y bueno, si queremos diversidad vaya que la hay. ¡Faltaba más! Con la tortería “La Texcocana”. Chiquitas con sabor a tiempo. Desde hace más de setenta años. Las tostadas “La Güera”: un lugar bueno, limpio y barato. Para comer de paso. Ya saben, tostadas de salpicón, pata y tinga (en 5 de Febrero 39, entre Mesones y El Salvador). El restaurante árabe “Helús”, comida en el viejo barrio sirio-libanés de comerciantes de telas. Pensará que anda en Marruecos, para perderse en el túnel del tiempo (El Salvador). ¿Comederos? ¡Cientos, amigo, y cada día nacen nuevos! ¡Unos muy malos y otros muy buenos!

Y bueno, para cantinas ni se diga. Hay para echar para arriba. Por ahí por la zona del Claustro de Sor Juana, maestra de versos y calderos, por esa Isabel que ya es más Isabela de cariño, por donde ahora vive la Gran Maqueta de la Ciudad de México (Jiménez 13), andaban “Las Américas” ya extintas, un bar grande y generoso, por donde se dejaban ver algunos periodistas de finales de los ochenta. También el “Montmartre”, declarado muerto antes del desfibrilador, de semblante pobre y por ello visitado hasta el tope, sin olvidarnos de “La Cotorra”, en la esquina de 5 de Febrero e Izazaga, que reclamaba ser realmente la primera de la comarca, antes, claro, que “La Cosmopolita” en San Jerónimo, que mal que bien aún palpita, y antes de la reina de Mesones, “La Vaquita”, que ahí la lleva con sus tortas para tapar la muela (debajo de la que fuera la primera oficina del señor Slim, por decir cualquier dato), y desde donde se ve, por cierto, la pulquería “La Risa”, para oriundos, extranjeros y extraños, y que regala a los visitantes la frugalidad de tortillas y salsa mexicana, como una resistencia del pasado en el presente, contra la voracidad del futuro avasallante. Deberían de proteger, ¿no lo cree así, amigo paseante?, estas pulquerías en vez de cerrarlas, por su bendito néctar de dioses, pero más por lo que representan: la vida del pueblo y su alegría. Y bueno, si alguno lo viera como aventura, es posible cruzarse a “Los amigos” o “El Recreo” y “La Mundial”, que hacen las veces de restaurante súbito para los oficinistas del lugar, aunque no merecen mucha pluma.

Muy bien, querido paseante, apretemos el paso. Nadie dijo que fuera fácil comerse un Centro tan vasto. ¡Bebederos y comederos hay tantos! ¡Lástima que haya pocos buenos y tantos malos! Hay que darle, pues, como vagabundo si uno quiere pasar de la superficie y meterse, como diría Bonfil Batalla, al “México profundo”. Veamos. Rumbo al Zócalo, en tema de cantinas, vaya que la cosa se ha ido desdibujando. Ya casi se olvidan, sobre Pino Suárez, “El Salón de los Palacios”, ya extinto y en aquellos tiempos hasta famoso; el “Nuevo León”, todavía vivo y bien erguido, el lugar del que Armando Jiménez amaba sus quesitos y chiles encurtidos. Y para no ir tan lejos, ya hasta se fue “El Nivel”, una pocilga aromatizada por los orines de sus baños, querida por tantos, de la que decían sus detractores era sólo para turistas, y que albergaba las antesalas y epílogos de las inauguraciones en los museos del derredor y era la casa de los dipsómanos del barrio.

No cabe duda, querido amigo, de que el tiempo corre y nos lleva entre las patas. Se lleva entre su cauce a todos los entornos, o mínimamente los transforma, los cambia. Por ejemplo, qué fue del anterior y majestuoso “Salón Corona”, hoy multiplicado hasta el hartazgo, diluido, con su percha de funerarias o plaza comercial chafa, en donde el respetable se la pasaba a todo dar, por horas, con sus sendas tortotas de lengua, de mole o moronga: todo cabía en la bocota sabiéndolo acomodar. Recuerdan muchos un lugar, de los más bellos que han existido en la ciudad: el “Mesón del Castellano”, en Bolívar, con su hermoso mural de Castilla, radiante, brutal, como un anfitrión verdaderamente espectacular. Le cabían doscientos comensales sentados en un mobiliario elegante, de prosapia y abolengo, señorial, y en donde comía mucho español, amigo y familiar, como los que están dando la vuelta, los que siguen dando la cara por el Centro a todo lo que da: el “Centro Castellano”, “El Danubio”, el “Casino Español”, que no hay que perder de vista, no hay que dejar de visitar porque su pérdida sería hasta cultural.

Sí, querido paseante, muchos de estos lugares mueren, lo que son las cosas, luego de brindarnos tanta poesía en el beber y el comer, por falta de lealtad. Su gente deja de ir, de pronto, por la llegada de comercios inanes, la chatarrización más vulgar, y porque pululan cientos de comercios hasta ilegales, sin identidad. Que pareciera son tolerados por la autoridad. ¿Sabe por qué? Porque no tienen los políticos un proyecto de ciudad. Dejan a su suerte a los comerciantes más viejos y pareciera que sólo apoyan a su mafia clientelar. ¿Qué hubiera sido —imagínese, amigo de caminatas— si antropólogos, arqueólogos, politiquillos en turno, los hubieran alentado, blindado, protegido? ¿Existiría todavía ese mundo entre nosotros? Puede ser. Y es que habría que hablar sobre su patrimonio mueble, inmueble, tangible e intangible, para darnos cuenta de que en muchos de ellos había de todo un poco. De veras cala ahora ver en esos lugares cientos de tiendas de música, piratería, tiendas de electrónicos, celulares, tantas ya y todas iguales. En este caso el tiempo pasado vaya que fue mejor. Se van los chicos y los grandes. Desde los palaciegos hasta las piqueras. Los de plástico y madera. Pero bueno, hay que pasearnos por las cantinas viejas que nos quedan. Se fue la cantina “Dos Naciones”, pero quedan ahí algunas gallardas, otras dando sus estertores. Ahí están algunas, pues, “desfaciendo” entuertos o “faciéndolos” en el arte de doblar la realidad, maquillarla con hielos, agua mineral, ahogarla en el inframundo de la vida cotidiana, las que siempre han hecho de confesionarios, de refugios para el perdón y salvación de todos, los que nos hemos entregado a los placeres pecaminosos y vamos pedaleando todos los días, a plazo vencido de cometer lo importante: “La Madrid”, “La Mascota”, “La Faena”, “El Mancera”, porque a decir verdad, “El Gallo de Oro” ya no es ni cantina. Amén, la última y no nos vamos.

Tal vez lo que nos queda es olfatear al México viejo en el nuevo. Descubrir las viejas cosas en las nuevas. O lo viejo vuelto algo nuevo. Porque no hay nada de malo en la llegada no de uno, sino de tres “El Cardenal”, en el arribo de la querida “La Habana” de Bucareli a Fray Servando, de la cafetería “Mayordomo” desde Oaxaca, cerca del “Café Emir”. Porque ahora eso no significa necesariamente una calamidad. Tampoco la llegada de dos “La Parroquia”, una en la calle de Chile y otra en Palma. No se trata de un corporativismo que invade, ¿o sí? ¿Por lo menos guardan un poco de eso que buscamos? Color y sabor local. Sí, eso es lo que buscamos. Sigamos. Por lo pronto vamos a darnos un descanso. Vamos por un cubilete a la pastelería “Ideal”. Un universo de azúcar y gente en estado de gracia (16 de septiembre 18), o por un dulcecito a “La Dulcería de Celaya”, antiquísima, desde 1874, en 5 de mayo. O bien por un mazapán a la “Toledo”. La matriz está aquí desde 1939. Turrones, peladillas y tortas imperiales de orgullo nacional. Grande por histórica y deliciosa, en 16 de septiembre. ¿Le parece? O le invito la última en la cantina “Tío Pepe”, en la esquina de Independencia y Dolores. Historia pura. Dicen que fue visitada por William Burroughs. Una fotografía de cantina arquetípica con la mejor barra de la ciudad. Y dando fuego desde 1902. Yo digo que vayamos por una o dos. Por lo menos para salir de las clásicas recomendaciones de las revistas de moda. ¿Vamos, paseante? ¿O ya se me cansó?  ~

 

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ANTONIO CALERA-GROBET es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

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