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Un alma bella

Federico Reyes Heroles | 01.08.2015
Un alma bella
En la ceremonia de entrega de los doctorados honoris causa a don Eraclio Zepeda, Reyes Heroles habló de la importancia de un “alma bella” y del bien que esas almas han traído a la humanidad entera.

Cómo calibrar la valía de un ser humano, esa imagen obligada de la calidad de la madera de la que está hecha su entraña. Esa estatura interna que no cabe en los centímetros ni en los metros, esa riqueza de los grandes en verdad que, con frecuencia, se expresa en silencios, en sonrisas, en una mirada. La huella de esos seres humanos por momentos pareciera intangible pero, al final de nuestra jornada de vida, es tan sólida como una roca.

El trabajo se ha convertido en un referente obligado, ha escrito tantos libros, para un escritor; ha dado clases tantas décadas, para un maestro; ha ocupado tales o cuales responsabilidades, para la carrera pública. Pero todos sabemos que esos registros son solo señales, ramas quebradas que indican por dónde caminó una biografía. Sabemos que esos listados pueden ser abrumadores, pero también pueden, en ocasiones, ocultar a un desalmado. Alguien sin alma no merece distinciones, homenajes, no es guía ni para los jóvenes ni para nadie.

Pareciera entonces que andamos a la caza de grandes almas o, mejor, almas grandes. Pero para muchos el alma es un territorio resbaladizo que, en ocasiones, provoca desconcierto y quizá un poco de vergüenza o ironía. Cómo hablar del alma en pleno siglo xxi cuando el mandato de lo material se impone en todas partes. Le tenemos resquemor a lo inmaterial y sin embargo todos sabemos que nos rodea. Se les olvida que el alma tiene una vieja historia.

Ya está presente, merodeando, desde los clásicos. Platón por ejemplo, la consideraba la dimensión más importante de eso que encarnamos llamándolo ser humano. Y, por supuesto, en la tradición judeocristiana el alma es arropada con contenidos teleológicos, tendientes a un fin. Tomás de Aquino busca desentrañar el misterio, crea así una bifurcación. El ser humano está condicionado por el mundo externo, el espacio y el tiempo. Pero es justamente la dimensión anímica, el alma, la que le abre las puertas de otra dimensión. Ella lo distingue de las bestias. Dimensión, esa es la palabra central en esta cacería, otra dimensión.

Pero no teman, no voy lanzar una pretenciosa disquisición sobre la historia del alma. Por cierto hay libros recientes al respecto. Tan solo quisiera dar algunas pistas que a este aprendiz de brujo le han ayudado a tener una brújula sobre el tema. Las indagaciones del alma han acompañado a la humanidad desde siempre, desde la antigüedad hasta finales del siglo xix. Víctor Hugo, autor por el que tengo desvelos deliciosos, el gran romántico francés, recurre a la herramienta del alma para mostrarnos la tesitura interna de sus personajes. Antes de darnos su descripción física nos habla del alma de los mismos. Su alma estaba gozosa ese día, o triste o melancólica. Leer el alma era la piedra de toque para presentarnos a sus personajes.

“Al balcón de los ojos, se asoma el alma...” apunta Hugo, el autor de El jorobado de Notre Dame. “El alma a tientas busca el alma y la encuentra” es otro de sus acertijos. O sea que se debe encontrar el alma propia para poder leer almas.

“Las realidades del alma no dejan de ser realidades porque sean invisibles e impalpables”, dice Víctor Hugo. Es otra dimensión de lo humano o, mejor dicho, es esa dimensión la que nos hace humanos.

El alma le apasionaba a Víctor Hugo, utilizó la expresión trescientas cincuenta y cinco ocasiones solo en Los miserables, cada dos páginas en promedio. Pero después, durante casi todo el siglo xx, una nube se interpuso entre el alma y nosotros. Algunos explican esa sombra por la publicación de La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. No creo en su culpabilidad. Otros la dieron por muerta, así de sencillo, pero no, fue un falso sepelio. La sorpresa la dio Francis Crick, el brillante físico inglés estudioso de la neurociencia, premio Nobel, uno de los descubridores del genoma humano quien, en 1995, sorprendió al mundo con la publicación de un texto desconcertante: El descubrimiento científico del alma. Allí Crick mostró que el estado del alma condiciona la supervivencia de los seres humanos. Pero no solo la supervivencia sino la calidad de la existencia, que es algo muy diferente. Los que viajan por la vida siendo conscientes del alma, de la propia y de las ajenas, tienen otras coordenadas de viaje, llegan a un mejor destino.

Así, mientras generaciones enteras naufragan en la depresión que será la segunda causa de inhabilitación laboral en el 2025, Crick puso sobre la mesa el olvidado tema del alma. Hoy nos reúne un alma.

Por supuesto que se rinde homenaje al poeta, al fantástico cuentero y cuentista, al novelista, al historiador, al incansable maestro extracurricular, al antropólogo incontenible, al actor, al servidor público, al apasionado chiapaneco, al hombre de compromisos. Un mexicano fuera de serie de nombre Eraclio Zepeda. Pero, ¿cómo armar el rompecabezas de una biografía así, cómo describir ese enorme hogar que él habita, abierto a todos los puntos cardinales a la vez? Quizá lo primero que viene a la mente sea la capacidad que tuvo Eraclio para escapar de una de las grandes trampas del siglo xx. Lo advirtió Herbert Marcuse, el hombre unidimensional acecha.

Eraclio Zepeda ha navegado por las siempre azarosas aguas de la vida desplegando todo su potencial, pésele a quien le pese. Con él se puede hablar de literatura, por supuesto, pero no nada más de esa pasión. Porque la literatura es para él la escultura final que el conocimiento holístico de la vida labró. Eraclio, por ejemplo, es un gran viajero que aprende desde la tierra caminando, observando pastos, árboles, plantas, animales, casas, ríos. Pero también desde cuarenta mil pies de altura. Su mente ha estado abierta a todas las expresiones del vasto mundo que él fue a buscar. Por eso puede describir un platillo de forma tan gozosa que termina provocando la salivación de los escuchas.

Pero también sabe de armas, de ganado, de geografía, de religiones, de etnias y un largo etcétera. Las palabras han sido una de sus grandes pasiones, pero nunca una obsesión. La frontera es delicada, cuando las palabras sojuzgan al alma, algo muy perverso está ocurriendo. Cuando las palabras no están ya al servicio del alma se deja de ser libre, se es esclavo. Pero las palabras, así lo muestra su rica obra, merecen todo el respeto de quien acude a ellas para dar espacio, rostro, cabida a la complejidad del alma que tanto aterra a muchos. Eraclio Zepeda es un hombre complejo en el más rico y ambicioso sentido de la acepción.

Escapó de la trampa de, como dijera un viejo querido y sabio, saber cada vez más de cada vez menos hasta saber todo de nada. Eraclio Zepeda sabe mucho de muchos asuntos de la vida, precisamente porque corrió el riesgo de permitir que su alma fuera inquieta, curiosa, audaz, y la dejó galopar con libertad. No se impuso limitaciones artificiales y se convirtió en la viviente encarnación de un hombre renacentista. Los humanos mostramos una debilidad terrible: el gusto por las etiquetas, fulano es médico y zutano arquitecto. La etiqueta es la carta de presentación y de la fácil interpretación de las personas y de sus vidas. No se olvide que persona, en sus orígenes etimológicos, se refiere a la máscara. Es la máscara que nosotros creamos, que construimos para nosotros mismos.

Y me pregunto, cuál es la persona de Eraclio y no se me viene a la mente el hombre de izquierda auténtica o el militante o el mexicano apasionado por su país. Tampoco le queda la pobre etiqueta de literato, es demasiado estrecha. Todo lo anterior es real, está en él. Pero hay mucho más. Lo que me asalta es un profundo amor por la vida, por ese flujo de energía y de emociones que cobra distintas facetas. La vida no acepta etiquetas, menos aún la de Eraclio Zepeda.

Amor por la vida es luchar por la justicia, es querer a los otros como actitud inicial en el trato humano. Amor por la vida es saber imitar a los saraguatos o percibir el sonido de los pasos sobre la hojarasca, o admirar las maderas de una marimba, o echar un buen trago, o conversar largo afilando las palabras para dar así en la diana. Amor por la vida es abrir los ojos tanto como sea posible para admirar los hielos de Groenlandia o recordar los colores de una portada de algún libro, o repetir de memoria pasajes enteros de distintos autores.

Eraclio es un alma tan enamorada de la vida que, incansable, va buscándola en todas sus expresiones. Conozco sus convicciones sobre la religión pero, por eso mismo, me recuerda la definición de Víctor Hugo sobre Dios: es lo evidente invisible. Así puede mirar al cielo viendo algo más que las constelaciones, o contemplar un río caudaloso y admirar su fuerza indómita. O quedar perplejo ante el indescriptible encadenamiento de vida que su gran compañera Elva Macías ha sido capaz de darle con una hija amorosa, Masha, y una nieta, Milena. Y por eso viaja por la vida cargado de recuerdos que son, en parte, el alimento mismo del trayecto.

Por supuesto que no todo ha sido miel sobre hojuelas, incomprensión, ostracismo y otras sombras se han atravesado en su camino. Pero el gran Eraclio arroja muy lejos todo lo que no le sirve, lo que es peso muerto, porque sabe que la gran fuerza vital de la que goza es producto de una aguda inteligencia emocional, como le llaman ahora, de un instinto selectivo de aquello que lo nutre para seguir el rumbo que él mismo se inventa a diario en plena libertad. Eraclio no hizo de sus afanes obsesiones. Ser escritor, sí, por supuesto, como un espléndido mirador para contemplar la vida. Los ojos de su alma buscan los colores del amanecer que siempre llevan un toque de esperanza.

A Eraclio Zepeda nadie le puede negar un compromiso profundo con la justicia, con su estado y con su país, con su gente. Pero ese compromiso no invade los amplios territorios de su obra literaria. La literatura de Eraclio tiene sus propios rumbos, lingüísticos y estéticos. No ha sido capturado por las modas o las influencias de otros grandes de las letras. Su camino es único e irrepetible desde su pertenencia a La espiga amotinada o Benzulul. ¡Qué sonido, qué música! Donde explota su capacidad para leer su tierra, leer a los habitantes de la misma, leer así sus historias que conforman la gran historia que cuenta en la tetralogía. De nuevo irreverente, con fino oído poético, cuida cada línea para lograr una portentosa nitidez de lo que solo hasta el momento de quedar plasmado en el negro sobre el blanco, cobra existencia cabal. Sabe que la literatura da vida, pues, como mostraron los conceptistas, la realidad sin concepto no existe con plenitud. Así, en su mecánica holística, los individuos se entrelazan en familias, que conforman pueblos, que son parte de un estado, que está en una región, que pertenece a un país que, inevitablemente, se inscribe en algún continente.

Está pendiente, por lo menos para mí, la descripción de la ruta crítica de su producción, de su forma de leer al mundo, de la epistemología de su obra. Porque Eraclio Zepeda conoce para escribir y escribe para conocer aún más. El divertimento literario, incluso el chispeante humor que está en sus relatos y sus novelas, debe ser tomado muy en serio. Porque Eraclio es un escritor amable con sus lectores, no busca regodeos perfumados que alejan; busca, en contraste, la profundidad de la esencia. La llaneza de su prosa es propósito narrativo y no casualidad.

Pero esa prosa, sin proponérselo, se convierte en una severa radiografía de los excesos verbales que poco aportan. La crítica literaria de Eraclio Zepeda vive silente en su propia narrativa. Parafraseando a Elias Canetti, no se embriaga con los errores de los otros, no es un dipsómano del estilo. Las historias se pueden contar, él lo demuestra, de manera muy eficaz y precisa, con mil sabores y colores, pero sin desperdicio, porque para el gran cuentista, lo que algunos llaman “economía del lenguaje”, es simplemente tener respeto por el peso de cada palabra.

Pero la construcción de una ruta propia incomoda a muchos. Actuar en pandilla es más cómodo, menos riesgoso. Los que velan en solitario, como Eraclio, provocan desconfianza. O estás conmigo o eres un potencial enemigo. Pero para Eraclio, que es muy amigo de sus verdaderos amigos, hay espacio para todos. En él esa es una convicción profunda, la vida lo ha troquelado con una cualidad que es poco común, sobre todo en el medio de los escritores. No me refiero a tolerar la diferencia, que no deja de ser una expresión intolerante, sino a querer saber del otro. Si las nubes le provocan curiosidad, ¡qué decir de los otros! Tener esa disposición para conocerlos encierra otra sorpresa emocional. Saber que la diferencia no necesariamente divide, que es cuestión de entenderla e incorporarla a la vida. Si todos los mexicanos tuvieran esa actitud no necesitaríamos instituciones para combatir la discriminación. Por eso Eraclio no es solo un chiapaneco enorme, es un mexicano enorme.

Así, en la tetralogía, se pasea un portentoso —que no ostentoso— conocimiento de las diferencias, de esas diferencias que pueden conducir al odio o al encuentro. El entorno y sus imposiciones, los alimentos, las casas, los rituales, los muebles, la vegetación —planta por planta—, las culturas e interpretaciones de la vida, las clases sociales en lo objetivo y lo subjetivo. Eraclio es capaz de transitar por todas las esferas sociales, sin ofender, más aún enseñando y aprehendiendo con honestidad.

“A galope tendido, reventando el caballo a punta de chicote y espuelas, el jinete entró a la plaza de la casa con la noticia”. Menos de treinta palabras que dibujan con precisión los usos de la cabalgata, la relación con el corcel, e introducen una tensión narrativa con ese perfecto uso del gerundio siempre presente en su obra (Andando el tiempo es uno de los títulos más bellos con los que me he encontrado en mi vida). Esa es la primera oración de Tocar el fuego, primera oración que no deja alternativa. No es una amable invitación a quedarse, es una excelente trampa narrativa. Toda buena narración incluye una dosis de trampa. Imposible no seguir adelante.

Allí aparece el discreto pero profundo dominio del oficio. De la poesía al cuento oral, al cuento escrito, al relato, a la novela. Eraclio se forjó en el más exigente de los géneros, ese en el cual un verso, una palabra, puede destruir todo. El novelista se puede equivocar en el ritmo de un párrafo, en una cuartilla o un par y de todas formas libra la batalla. Ni la poesía ni el cuento permiten un margen tan amplio. Esa precisión de poeta la ha trasladado, para fortuna nuestra, para fortuna del lector, a los otros géneros.

Pero, ¿qué demonios es la tetralogía? Historia de familia, sí. Historia estatal, sí. Historia regional, sí. Historia nacional, sí. ¡Ah!, entonces es un libro de historia, no. Es una novela, sí. Pero es ficción, depende. Depende de cada página, de cada párrafo, de cada línea. La verdad histórica —si algo así existe— está allí, pero hay mucho más. Santiago Genovés, el aventurado y aventurero antropólogo, afirmó que la objetividad es un invento de la subjetividad humana. Eraclio Zepeda aplica la receta. Vivamos las subjetividades como si fueran objetividades. ¿Quién puede desmentir los recuerdos? ¿Tiene acaso algún sentido hacerlo?

La vida es como la vivimos y como la recordamos, fue la consigna del Gabo. En alguna ocasión, hace muchos años, García Márquez me contó cómo se arrepentía de haber eliminado el mango de las escenas donde Bolívar, después de una cruenta batalla, los devoraba, manchándose con el jugo incontrolable. Un historiador lo “corrigió” —los mangos no habían llegado a América, maestro— y Gabo cambió mangos por naranjas antes de aprobar el tiro de El general en su laberinto. Pero no era lo mismo, Bolívar debió haber comido mangos, no naranjas, como si estuviera en Sevilla. El libro se publicó con naranjas. Viene después la llamada del historiador, perdón, don Gabriel, sí había mangos en América. Enojo del Gabo, Bolívar sí comió mangos. En la tetralogía Eraclio camina por el mismo sendero, los recuerdos añaden a la realidad. La historia se enriquece precisamente porque es capaz de cruzar los artificiales linderos entre la antropología, la historia, los recuerdos y la potente imaginación.

Hombre de carácter, Eraclio Zepeda sabe distinguir lo que es tener valor de ser violento. La violencia se justifica si no hay libertades, lo ha dicho con toda claridad. Muchas de las grandes revoluciones que buscaban esparcir libertad y que recurrieron a la violencia se embriagaron con ella. Perdieron su objetivo y se volvieron esclavas de la herramienta. Pero debo ser congruente. He dicho, de inicio, que los recuentos de obras y acciones con frecuencia esconden lo más importante: el alma. Para mí este es un homenaje a lo que Schiller denominó un “alma bella”. Se trata de esa extraña conjunción en la cual la sensibilidad, la lectura estética, coincide con la racionalidad que debe guiar las acciones, la ética.

La estética de Eraclio Zepeda coincide con los pasos de su andar vital, con su ética. Consciente del valor del alma ha actuado en consecuencia, anteponiendo esa dimensión humana a cualquier otro cálculo de brillo, de éxito vano, de petulancia. Una expresión central en la conducta de Eraclio, de ese punto de encuentro entre la estética y la ética, es la sencillez. Por supuesto que es un valor asumido, pero hay más: es una forma de vida. Ser sencillo es ético y es estético. Es la sencillez del que sabe que lo único que permanece entre nosotros es la capacidad para sentir lo propio y sentir por los otros. Y con la sencillez, casi de la mano, aparece otro valor guía en la vida de Eraclio, la generosidad, una generosidad que se pierde en el amplio horizonte.

La vida me dio el privilegio de toparme, hace ya muchos años, con el gran Eraclio. En mi estudio guardo una fotografía de Laco reposando en una hamaca, sonriendo. ¿Podría ser de otra forma? Sonriendo para la cámara, inevitable. Sonriendo para el curioso que lo observe, sonriendo para sí mismo, sonriéndole a la vida. Es él en toda la extensión de su personalidad, con sus enormes cachetes, con sus ojos de picardía madura, rodeado de sí mismo, aceptando sin reparos que la vida corre por él, por nosotros, y que ese fluir incontenible del tiempo, una de las grandes avenidas emocionales de Laco, obliga a valorar el instante.

En cada ocasión que mis ojos se pasean por esa imagen, cuando no lo he visto y lo extraño, pienso en el privilegio de conocer y poder mirar a los ojos a la mayor “alma bella” que, con toda sencillez, camina los territorios que frecuento. Yo no cambio nada por un abrazo de Laco. Un abrazo delicioso que recuerda por qué la existencia tiene sentido y además puede ser gozosa. Mi querido Laco, vine a eso, a darte (a darnos) un abrazo cargado de admiración y cariño.

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FEDERICO REYES HEROLES es director fundador de la revista Este País y fue presidente del Consejo Rector de Transparencia Mexicana. Su más reciente libro es Orfandad (2015). Es columnista del periódico Excélsior.

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