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19 IX 2017: lecciones sabidas, lo que nos faltó aprender

Gerardo Ochoa Sandy | 01.10.2017
19 IX 2017: lecciones sabidas, lo que nos faltó aprender

19 de septiembre de 1985 y 19 de septiembre del 2017. Hoy, en México, los escasos amagos de alegrías colectivas, que ocurren si acaso en las industrias del deporte y del espectáculo, pero no en la realidad social y política, no bastan para apaciguar el mal humor social. En tanto las desgracias, que se apilan a montones, se ensañan tanto en el plano de lo real como de lo simbólico. Dos horas después del simulacro realizado a las 11 de la mañana del 19 de septiembre del 2017, en conmemoración del terremoto de hace 32 años, y 12 días después del temblor del 7 de septiembre que abatió decenas de municipios de Oaxaca y Chiapas, una sacudida más azotó esta vez a la capital del país y a Morelos, entre otros estados, y repitió la tragedia no como farsa, a lo  que ya estamos acostumbrados, sino como fatalidad.

Hoy, mientras vivamos los que estamos vivos, los mexicanos nos dividiremos en dos: los que vivimos ambos sismos para contarlos y los que han vivido sólo uno, sea porque fallecieron en el de 1985, porque no llegaron al del 2017 o porque no habían nacido todavía. Lo cierto es que esa división justo cierra, a través del desastre, brechas generacionales, alienta complicidades en las escuelas y las casas entre maestros y alumnos y padres e hijos al menos durante lo que dure la emergencia, y refrenda dos facetas del ánimo social, más allá de los malos humores: la instantánea respuesta de solidaridad de la sociedad civil, que ya se asume como parte del “ser nacional”, y el rechazo a los partidos políticos, que es más o menos reciente —y no sería difícil que se volviera también idiosincrático.

Los contrapuntos y contrastes entre 1985 y 2017 son múltiples. Las diferencias generacionales —generación X o milenials— se resolvieron en apoyos mutuos. Los legendarios topos nacidos hace 32 años confirmaron su condición de leyenda urbana que recibe respeto unánime por parte de los ciudadanos. Las crónicas proverbiales publicadas en los diarios fueron complementadas en esta ocasión, aunque no superadas, por los blogs, las fotografías y los videos de edificios desmoronándose o de personas y mascotas rescatadas. Las convocatorias a la organización y la solicitud de víveres y equipo en torno a puntos concretos fue de una velocidad descomunal debido a la tecnología en comparación con hace poco más de tres décadas, pero también ese aceleramiento propició noticias deliberadamente falsas, manejo de coyunturas con tintes de guerras políticas, e información inexacta, redundante o caduca. Falta una valoración estadística puntual acerca de las aportaciones y los tropezones de las redes en este momento aciago, con el afán de poder utilizarlas de manera más eficaz.

Esta vez, la autoridad federal reaccionó de inmediato y coordinó esfuerzos con sus contrapartes a nivel de la capital y a nivel estatal. La Marina y el Ejército apostaron personal de alto rango y tropa en los lugares más afectados. Lo que no cambió fue la desconfianza —tanto en 1985 como en el 2017— por parte de la sociedad civil, y el énfasis injusto
—por parte de la sociedad civil y los medios— que destacó más el impulso ciudadano, que nadie demerita. No afloró tampoco, en el 2017, el humor negro nacional ante la tragedia, como sucedió en 1985, aunque entonces en menor medida ante otros desastres como las explosiones de San Juan de Ixhuatepec de 1984, y cuando sucedió fue instantáneamente aplastado en redes sociales. Hay que estar alertas ante el crecimiento del fundamentalismo de lo políticamente correcto en México, que cada vez se vuelve más arbitrario y excluyente. Estos dos casos, por otra parte —regateo a las fuerzas armadas, bomberos, Cruz Roja, policías, médicos y enfermeros de instituciones de salud públicas y privadas; irrupción de tribunales digitales de los bien pensantes—, comprueban que, en efecto, estamos encabronados.

El que escribe, todavía más antiguo que la generación X, se encuentra entre quienes han vivido ambos temblores. El 19 de septiembre de 1985 vivía a dos cuadras de los edificios de las costureras, ubicados en Lorenzo Boturini, a un costado de la calzada de Tlalpan, en las cercanías de la estación del metro San Antonio Abad. Desperté momentos antes del inicio del movimiento oscilatorio que creció en intensidad y columpiaba la habitación, ubicada en la planta baja de una construcción de tres pisos. El evento, de pronto, derivó en trepidatorio. Las esquinas donde convergían los muros de la recámara zizagueaban en distintas direcciones, acercándose hacia el centro del aposento y desplazándose a los costados, lo que abanicaba los muros con una agitación a jaloneos a punto de quebrantarlos. Por un momento me limité a observar la plasticidad inaudita de los muros de concreto. Volví a mis cabales y me coloqué debajo del dintel, pasó la emergencia y, finalmente, me dirigí hacia el patio. No sé por qué no tuve miedo.

Al salir a la calle encaré la visión de una andanada de espectros humanos. Del paso a desnivel para los automóviles emergían transeúntes silenciosos, con los rostros desolados y pálidos, la mirada dirigida hacia el frente quién sabe a dónde, o alejándose quién sabe de qué, y que no decían nada y solicitaban todo. El silencio emanaba de ellos y también de la atmósfera, nublada y empantanada, y tenía la vibración de una súbita desesperación y duelo que aún estaban por asumirse. En varias partes había trozos de banquetas desprendidos por la sacudida, grietas, honduras, desniveles. Y allá adelante, del otro lado de la calzada de Tlalpan, a la mano de la mirada incrédula, los edificios de las costureras, que parecía que algún gigante impío los hubiera aplastado de un pisotón.

El resto fue el desplazamiento instintivo hacia el centro, la creciente verificación del desastre en Fray Servando Teresa de Mier y las avenidas aledañas al Centro Histórico, la suspensión repentina del ajetreo habitual del primer cuadro de la ciudad a esas horas del arranque de la vida laboral, su reemplazo por el desamparo y la fragilidad, por el polvo y las ruinas. El silencio, conforme se andaba por aquellas calles, se apaciguaba, y comenzaba a sustituirlo el estupor de quienes dejaban para después la conciencia de sus pérdidas materiales y comenzaban a saberse y reconocerse sobrevivientes, los primeros gritos en voz alta en busca del pariente hundido bajo los escombros, la instintiva postergación del duelo para otro momento, y el titubeante y en cuestión de minutos decidido inicio de la autoorganización, de lo que desde entonces llamamos, llamó Carlos Monsiváis, sociedad civil.

El 19 de septiembre del 2017 estaba en Cuernavaca. Resido en la “parte alta”, como le dicen los lugareños, una zona de fraccionamientos entre Tres Marías y la entrada a la ciudad por la carretera federal, boscosa y lluviosa, de temperaturas frescas y aire despejado y todavía sin mácula. Antes del simulacro, bajé a la zona urbana, donde el centro no está en el centro sino hasta abajo, desahogué diligencias, advertí a una muchedumbre a las afueras de un centro comercial recién abierto a un costado del Walmart ubicado en la avenida Domingo Díez, caí en la cuenta de que se cumplía un aniversario más. Me alegró saber que algo habíamos aprendido en cuestiones de prevención y que sin reparos los empleados y los consumidores seguían las indicaciones.

El temblor nos encontró de vuelta en casa e inició de golpe, sin los prolegómenos de los vaivenes, con sus sacudidas machaconas y vigorosas, malhumoradas y ansiosas y decididas a quitarse de un sopetón lo que tenían encima, a nosotros, agitándose al ritmo de una maraca sin cadencia o compás. En la planta alta, la sacudida rebotaba muebles, cuadros, objetos decorativos, sin ton ni son. Nuevamente, a pesar de la experiencia, la decisión equívoca. Dada la involuntaria familiaridad con los sismos, no advertí su excepcionalidad, ocupado en calcular su probable evolución para entonces tomar providencias. Por la ventana veía al árbol de eucaliptos sacudirse como una honda elástica. En el momento de su cúspide, apenas llegué al dintel, y alcancé a detener la caída de unas torres de discos compactos, escuché el azotón de un librero en la planta baja y concluí que no lograría bajar para refugiarme en el jardín. Las vigas de madera del techo se desplazaban de izquierda a derecha, y los muros padecían de calambres y convulsiones, por lo que me quedé a la espera de que la construcción se viniera abajo. Me limité a suponer que, en esa eventualidad, sólo aspiraría a tener un techo y no dos encima, y a que tronara justo arriba de mí, para encontrar una salida. La sacudida amainó, bajé y fui en busca de Merlín, quien maullaba furioso, como si fuera mi culpa.

La ciudad, por el contrario, había tomado otro rostro. Le di una vuelta, la bajada demoró una hora, trayecto que suele tomar 15 minutos. No había asomos de devastación, al menos en las avenidas que conducen al centro, ni en las zonas residenciales, pero conforme avanzaba, empezaban a percibirse los daños y que más allá, en los municipios aledaños a la capital estatal, había ocurrido una catástrofe. En la capital de la entidad, el alcalde Cuauhtémoc Blanco no decía esta boca es mía, ni el partido que lo promovió. Era cada vez más difícil seguir adelante, así que dimos media vuelta y volvimos. A lo largo de los dos trayectos, en enlace, dos radios locales empezaban a realizar el recuento: daños en la cúpula de la Catedral, Palacio de Cortés y, en menor medida, el Jardín Borda. La Torre Latinoamericana de Cuernavaca, desplomada. Los reportes de los municipios eran preocupantes. Jojutla y Jiutepec, zonas de desastre, y los 30 que conforman al estado, zonas de emergencia. De vuelta a la paz de arriba, otra vez la sensación de que nos salvamos por Dios sabrá qué razón. La conexión telefónica y la de internet volvieron en una hora, la luz en dos horas. Le tuve que dar una pausa a mi escepticismo crónico ante las autoridades y mi mal humor social.

1985-2017. Hay contrastes abismales y hay cosas que no han cambiado, y varias interrogantes. El terremoto de 1985 liberó una energía 30 veces mayor que
el de 2017, reportan expertos. Los muertos de entonces —los dichos oscilaron entre los 3 mil y 10 mil— no son los de hoy —andábamos, hasta el momento que finalizo este apunte, en más de 300, lo que no minimizo: uno solo es una desgracia, pero ante dos embates, sobrevivimos de menos mala manera.

La cuestión es que, ante la diferencia de magnitud: ¿hubo realmente un avance en las regulaciones para las constructoras, y los simulacros y las medidas preventivas ante los sismos han ahondando en la conciencia de los ciudadanos? Varios inmuebles derrumbados están bajo investigación y las denuncias penales contra algunas empresas en la cdmx apuntan hacia indicios de corrupción, que involucrarían a autoridades capitalinas del pasado y eventualmente de hoy.

La solidaridad, por supuesto, es la constante, sólo que la incredulidad ciudadana ante la autoridad es causa de reservas, ocasiona conflictos en la coordinación, y ni siquiera la Marina ni el Ejército, las dos instituciones más confiables para los mexicanos —lo menos confiable es la clase política— se salvan de las suspicacias ciudadanas. Llevados por los recelos y la emoción, los milenials se organizan por su cuenta, muchos de ellos están ante su primera experiencia desinteresada de participación social, y la cumplen con entusiasmo y dedicación, aunque no falta quienes lo experimentan como un acto de rebeldía o, incluso, de turismo sísmico. Mientras, los anarquistas, protagónicos en distintas coyunturas políticas, no aparecen, o si aparecen no lo hacen como tales.

También en el 2017, como en 1985, aparece el otro México. Un vival utiliza la tarjeta de crédito de una estudiante fallecida, Alejandra Vicente Cristóbal, para hacer compras por 24 mil pesos, en Best Buy y Zara. En el centro de acopio de la unam, un grupo sin identidad acusa a la máxima casa de estudios de falta de transparencia en los envíos y toma el control de las donaciones. Dos muchachos son golpeados y una joven violada, señala la Iglesia, luego de haber entregado víveres en Oaxaca, pero luego da marcha atrás en sus declaraciones. El otro México, el que no queremos, sale también a flote en las tragedias y nos exige tomar una decisión rotunda: de qué lado se está. No sólo es la desconfianza ante las instituciones, sino, tal vez más grave, la desconfianza entre nosotros mismos.

No hay Estado que pueda enfrentar dos temblores y de paso un aluvión de huracanes en un lapso tan breve. Los errores, que ocurrieron, son consecuencia natural de una situación de emergencia, del clima social y del divorcio entre la sociedad y las autoridades. Subrayo por tanto, alejándome de la mezquindad de quienes buscan sacarle beneficio político y mediático para sus causas a la tragedia, la labor institucional: 90 mil funcionarios públicos federales de distintos órdenes dedicados a la atención de mil municipios o delegaciones afectadas, mexicanos con nombre y apellido y con familias, algunas de ellas afectadas también. La eventualidad de que se ganen el pan en un puesto público no los minimiza, su conducta restituye y dignifica, su función los confirma también como parte de la sociedad, sea o no civil: de la sociedad pública.

De la misma manera, junto a la solidaridad, la pregunta políticamente incorrecta en estas circunstancias: ¿por qué somos espontáneamente solidarios ante la desgracia ajena y somos capaces de improvisar soluciones de emergencia y, en circunstancias de normalidad, no ponemos la basura en su lugar, nos pasamos los altos y le aventamos la lámina al conductor de al lado, hablamos por el celular mientras conducimos, nos dirigimos con rudeza y excesiva proximidad física al prójimo, seguimos mirándole el trasero a las mujeres y acosándolas a la primera oportunidad, soltamos el billete para brincarnos las reglas, miramos con desprecio a los que son distintos y nos ponemos a catalogarlos, le hacemos el feo a los indígenas y envidiamos y obstaculizamos el logro ajeno?

La autocrítica no es una característica de nuestro ser nacional. No salimos de ese entuerto, ni parece interesarnos hacerlo. No seamos hipócritas, sólo porque un temblor vino a ponernos en nuestro lugar por un momento y reaccionamos con el ánimo de apoyar al otro, no nos hace mejores. Al margen: ¿es que, en otros países, no hay solidaridad ciudadana ante eventos así? En Tokio, en Estambul, en Santiago de Chile, en varias partes más, ¿los ciudadanos no salen a las calles a ayudar a los afectados? No nos sobrevaloremos, el potencial está ahí, pero necesitamos, para capitalizarlo, autocrítica, volver la solidaridad un hábito cotidiano, trasladarla y convertirla en respeto al otro, disposición a respetar las reglas en la esfera pública de nuestra convivencia diaria. Estamos enojados con la autoridad, pero justo por ello no hay razón para desahogarlo entre nosotros.

El desastre es oportunidad para los montajes mediáticos y los ajustes de cuentas políticos. En Cuernavaca, tanto el 19 como el 20 escucho en la radio local los reportes de los daños, las llamadas de emergencia, las entrevistas con las autoridades. Una y otra vez, a lo largo de ambos días, el secretario de gobierno de Morelos subraya cuatro cuestiones básicas. Una, que el gobernador Graco Ramírez —que no es santo de mi devoción— está ocupado en los recorridos por los municipios mientras el de la voz, en su condición de segundo de a bordo, está en el C5, dedicado a la coordinación de las acciones de apoyo. Dos, que ya para esos días —el 19 y el 20— la entrega de donaciones directas en las zonas afectadas ocasionaba que unas recibieran aportes de más y otras que necesitaban con apremio de lo más elemental no fueran socorridas, por lo que era necesario entregarlas a los centros de acopio. Tres, que los brigadistas y voluntarios también llegaban por aquí de más y por allá de menos, lo que propiciaba un problema semejante, con el riesgo adicional de su eventual impericia ante tales eventos. El secretario de gobierno subrayaba: lleguen a los centros de coordinación, ahí les daremos una explicación básica de la lógica de los recates, les aportaremos lo esencial —cascos, guantes, tapabocas— y los orientaremos a los lugares a los cuales hace más falta. Le preocupaba, adicionalmente, que los brigadistas y voluntarios pudieran exponerse a la eventualidad de un derrumbe, y no se supiera que estaban ahí ni su identidad. El cuarto punto, quizás el más grave: hay gente que abusa. Lo constaté.

Aun así, el 21, un tráiler que llega de Michoacán es orientado por la autoridad hacia un centro de acopio del dif, para ajustarse a la logística, y los rivales de Graco en la entidad, y tiene muchos, le montan un conflicto mediático. El conductor, del cual no sabemos su identidad, se inconforma, filma un video y acusa que se realiza un secuestro de las aportaciones, que se llevan a “las bodegas de la esposa del gobernador”. La afirmación es calumniosa. No son las bodegas de la esposa —que no sé si las tenga—, sino las del dif, que preside la esposa del gobernador, responsabilidad que desempeñan las esposas de los gobernadores en cualquier entidad. Lo mismo se insiste en que a las donaciones se les están colocando etiquetas del gobierno estatal con la intención de, al entregarlas, hacerlas aparecer como su contribución. Este redactor no encontró una sola foto que documentara que hubiera sucedido de tal manera. El artículo de Octavio Rodríguez Araujo en La Jornada —periódico del cual es colaborador—, donde realiza una crítica documentada a la corresponsal de ese diario en Morelos, ratifica mi convicción. Los medios, en tanto, que siguieron el tema, eliminaron, o acotaron, o caricaturizaron, las repuestas del gobierno estatal. En esta lógica, la sociedad civil considera que los canales institucionales son ineficaces, y se asume como la única opción viable, como si fuera incapaz de cometer errores y generar conflictos de interés, y ahí es donde los buitres hacen su agosto, o en este caso, su septiembre.

He monitoreado también a Alberto Capella, actual coordinador de seguridad de Morelos. Me parece un individuo estructurado y sólido, con miras claras y que habla de frente. Igual critica a su corporación que al entorno político en el cual desarrolla su tarea. Dio resultados en Tijuana, de donde es oriundo, empresario que padeció al crimen y le dio un golpe de timón a su vida para involucrarse en temas de seguridad. Irritó, a los que desconocen lo que pasa por acá, que hablase del “turismo sísmico”, refiriéndose a aquellos bien intencionados de la capital que llegaban a la entidad a dar sus aportaciones, sin seguir los protocolos de acopio y distribución e, incluso, gozosos de brincárselos. La expresión que utilizó es sin duda hiriente, pero revela modos de conducta que, aunque bien intencionados, ocasionan disputas innecesarias, roces entre la autoridad y la sociedad, que repercuten en contra de los necesitados.

Para los activistas se presentó una coyuntura más: la fábrica ubicada en Chimalpopoca y Bolívar, en la colonia Obrera. Lo que cuestionaban es que había todavía personas vivas o cuerpos, por lo que no podía ingresar la maquinaria pesada. Les permiten el acceso a los quejosos, se comprueba que no hay indicios de vida ni de restos, y entonces denuncian que no han aportado la lista oficial de las personas que se encontraban en el sitio, cuando los propios dueños de los inmuebles habían señalado que no contaban con esa información —lo cual, si a los activistas les interesase, abrirían una nueva línea de investigación contra las empresas, asunto que naturalmente no les importa—. Para colmo, alegaron que había un sótano, que se comprobó que no existía, y entonces pidieron que se les mostrasen los planos de construcción.

 

Es la coyuntura del desastre, y ante la falta de referentes que nos guíen y el divorcio entre la sociedad y la autoridad, nos rendimos ante los falsos simbolismos. El Colegio Enrique Rébsamen, derrumbado en la capital, que lleva el nombre de un honorable educador suizo avecindado en México durante la etapa final del porfiriato y que animó las escuelas rurales de la época, se volvió el epicentro de nuestra emoción nacional. No está claro cómo surgió la versión de que había una niña con vida debajo de los escombros y cuyo intento de rescate concentró la emoción nacional. No se ha precisado cuándo fue la primera vez que se habló de ella, ni quién exactamente dijo que se llamaba Frida, un nombre tan emblemático como el de la virgen de Guadalupe.

El Universal señaló que un rescatista había tenido comunicación con la menor y que la había llamado Frida para tener un punto de referencia. La hija de la dueña de la escuela aseguró que estaba también en diálogo con ella. Televisa obtuvo la exclusiva, lo que marginó a los otros medios, y transmitió la versión de la Marina, que estaba basada en el testimonio de ese rescatista anónimo, y que no verificó. El secretario de Educación, Aurelio Nuño, más prudente, se ocupó de buscar a los padres, a los que no encontró, y de verificar cuántas Fridas y Sofías había inscritas en el plantel educativo. Ni una Frida Sofía, y las Sofías se encontraban en sus casas.

Al mismo tiempo, Denise Maerker se empeñaba en volver a Danielle Dithurbide, durante la transmisión del rescate, en la paladina de la exclusiva, y destacaba sus capacidades como cronista del evento, aunque era palpable que no cuenta, todavía, con más allá del nivel promedio de algunos de sus colegas reporteros de otros medios televisivos. Televisa, luego de haber cesado a Adela Micha, está claro que busca hacer de Dithurbide su nuevo ariete. Ya que la Marina confirmó que no había una niña atrapada, que Frida no era “una realidad”, Carlos Loret de Mola y Denise Maerker arremetieron contra su fuente informativa. La Marina asumió la responsabilidad, habría cuidado al brigadista que circuló la versión, y al medio de comunicación con el que pactó, y así pagó un costo mediático innecesario. La persona, que se encontró sin vida, empleada de intendencia, a nadie le importó: pasamos de la solidaridad hacia una niña irreal al clasismo ante una trabajadora que murió entre los escombros. Nos falta mucho todavía para ser una sociedad, civil o no civil, a la altura de nuestros retos.

No olvidemos su nombre: Reyna Dávila, madre de dos niños.

En el sexenio de Enrique Peña Nieto se resquebraja el poderío de los simbolismos nacionales.

En su edición de mayo del 2013, la revista ¡Hola! comparte su reportaje “Primera entrevista con la esposa del presidente de México. Angélica Rivera, la primera dama, en la intimidad. Nos recibe en su residencia familiar”, ocasión en que se hace pública la existencia de la desde entonces llamada Casa Blanca. Al margen de los conflictos de interés, el asunto del inmueble destruye la imagen institucional de primera dama que por tradición se ocupa del desarrollo integral de la familia en un país con más de 50 millones de pobres, muchos de los cuales eran sus admiradores por su participación en telenovelas. La explicación que ofreció a través de un video acabó por hundirla —se dijo que su propuesta de respuesta era distinta, y que la que se difundió se la impusieron en Los Pinos—. Desde entonces, sus apariciones son meramente cosméticas. No había sucedido un desprestigio así desde el sexenio de López Portillo.

Al año siguiente, el 20 de julio del 2014, en el Zócalo, el presidente es quemado in efigie e incendiada la puerta del Palacio Nacional durante una protesta por los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, ante la incredulidad colectiva acerca de la llamada “verdad histórica” de los hechos planteada por la pgr. Dos años después, el 24 de febrero del 2016, en el 196 aniversario del Día de la Bandera, el lábaro patrio se desgarra delante del presidente mientras es izado en el Campo Marte, debido a que los fuertes vientos ocasionaron que se enganchara en una estructura que sostenía unas bocinas. Luego, durante el temblor del 19 de septiembre del 2017, se desmoronan el Monumento a la Madre de Luis Ortiz Monasterio y la escultura Esperanza, de Manuel Tolsá, en la Catedral Metropolitana.

Es así que el simbolismo de Frida Sofía se construye, por una parte, a partir de informaciones institucionales no verificadas, coberturas periodísticas deficientes y de la lógica de las coyunturas mediáticas que aspiran a concentrar la atención de los ciudadanos y, por la otra, de la apremiante necesidad social de esperanzarnos. Nos engañamos a nosotros mismos.

Pero la necesidad social va más allá y construye un reclamo que aglutina en menos de tres días cuantiosas adhesiones: que los partidos políticos entreguen sus partidas presupuestales para la reconstrucción. El ine sugiere que hay una vía legal para que eso suceda y los partidos ceden ante el reclamo social. El pri, el pvem y Alianza se suben al tren, al igual que el pan,  el prd y Movimiento Ciudadano. El patético López Obrador, fiel a su estilo y en concordancia con su decaída edad, dice que le copiaron la idea. Lo cierto es que la sociedad civil, aunque sea por un momento, acorrala a los partidos. Veremos cómo se orientan los recursos de manera institucional y los riesgos que implicaría una decisión así: ¿quedarían los partidos expuestos al mejor postor?

Igual irrumpe un reclamo a través de change.org: que los capitalinos sepamos del Atlas de riesgos, que el gobierno de la cdmx tiene y no ha querido difundir por cuestiones de “seguridad nacional”, y sólo está dispuesto a ponerlo a disposición de aquellos que se lo soliciten y tengan una “razón jurídica”. Lo cierto es que, en versiones extraoficiales, se sabe que el gobierno de Miguel Ángel Mancera apuesta por una legislación de uso de suelos “mixta”, lo cual implicaría que se puede construir lo que sea en cualquier área de la capital. De acuerdo con otras fuentes, se sabe que la reserva para difundir la información del Atlas de riesgos está asociada a las inmobiliarias, que entrarían en colapso.

Surgen, también, a través de las redes sociales, alternativas de apoyo y de reclamos. El sitio <verificados19s.org>, nacido a partir de diversas iniciativas ciudadanas, se ocupa de validar la información que circula en las redes acerca de las necesidades en diferentes áreas de la capital, y nos pone al tanto del estatus de lo que necesitamos ante la contingencia, función que también realiza Mexicanos Contra la Corrupción, quien lleva un registro de personas desaparecidas y comparte información acerca de los apoyos que se necesitan ante la emergencia, entre otras iniciativas de la sociedad civil. El sismo y la sociedad civil, además, le dan un golpe de timón a la agenda pública. Los precandidatos de los distintos partidos se ajustan al reclamo social, posponen sus expectativas políticas para otro momento.

Ya que pase la emergencia, la autoridad federal tendrá que estructurar un verosímil plan de trabajo para modificar su presupuesto del 2018. En tanto, la sociedad civil, si quiere seguir siéndolo, deberá imaginar otras vías para la etapa siguiente, los medios tendrían que replantear sus criterios de cobertura informativa y las redes sociales de realizar una mejor función.

No lo creo, pero sí lo pienso y lo deseo. EstePaís

 

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Gerardo Ochoa Sandy fue agregado cultural en Praga, Lima y Toronto. Es autor de Política cultural: ¿Qué hacer? y 80 años: Las batallas culturales del Fondo, entre otros libros.

 

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