Taberna: Primeros auxilios
Entre los remedios más socorridos ante la intranquilidad se encuentran ansiolíticos, una copa de vino y, más barato y al alcance de la mano, la terapia ocupacional. Los ataques de ansiedad son una respuesta natural al miedo e incertidumbre asociados a catástrofes o estrés acumulado, y se manifiestan como aceleración cardíaca, sudoración y nerviosismo. Algo parecido al efecto de una sobredosis de cafeína. Una labor sencilla de las que hay tantas en el hogar, como barrer o lavar los platos, conlleva un ritmo y sentido de propósito tan claros que en muchas ocasiones logra enfocar la energía o adrenalina hacia algo productivo al tiempo que, sobre todo, calma los nervios.
En los días que siguieron al temblor del martes 19 de septiembre, varios factores me llevaron a utilizar este artilugio doméstico. El primero, que mi padre y su esposa perdieron su apartamento en la colonia Roma, lo que me dio la oportunidad de darles asilo y tener a mi viejo en casa. Además, que nuestra oficina en Ámsterdam quedó inservible —el interior está completamente patas arriba, sin energía eléctrica ni agua, y que el edificio perdure está todavía por verse—. Acudir a buscar mis papeles sólo crearía más tráfico humano y, como bien se dice, mucho ayuda el que no estorba. Luego, que los colegios cerraron, primero por precaución estructural y luego por consideración logística, por lo que mi hijo pequeño hubo de quedarse también en casa. Por último, que la tristeza y desolación me empujaban a ocupar las manos en algo que acallara la mente.
Algo que apaciguara al corazón, también, que no puede estar de otra manera más que roto luego de escuchar y sentir el estruendo del derrumbe en la esquina de Laredo, seguido de la nube de polvo que venía acompañada de gritos y gente corriendo, y al mismo tiempo darme cuenta de que en ese edificio seguramente había personas. Familias tal vez, adultos mayores, mexicanos, vecinos.
Lo primero fue hacer un buen caldo, porque pocas cosas calientan paladar y adentros como un fondo de res convertido en sopa de poro y papa, o en uno de los pesados cocidos bolivianos que tanto nos recuerdan a los orígenes familiares: quínoa, papa, habas, col y carne; comida de altiplano, ideal para el frío y la lluvia de esta semana espeluznante. Perfecta para restablecer la energía gastada en subir y bajar escaleras a toda velocidad, en caminar corriendo a la casa o a la escuela, en cargar todo lo posible,
en poner buena cara. Filete rebanado en mariposa y sellado con mantequilla en el sartén de acero, que da el mejor color, acompañado de arroz basmati. Luego, el confort hecho pasta. Las puntas sobrantes, junto con un trozo de lomo de cerdo y dos rebanadas de jamón serrano que originalmente estaban pensadas para el goûter de mi hijo, molidas y cocidas con apio y poro —porque no había cebolla ni zanahoria— para convertirlas en una bolognesa. La receta a la que me he acostumbrado requiere añadir leche una vez que las verduras y carne están cocidas, y dejarla evaporar completamente para luego repetir el procedimiento, pero con vino blanco. Después el tomate, un poco de caldo, y a esperar dos largas horas escuchando un disco de Sharon Van Etten, haciendo el esfuerzo por revisar el celular lo menos posible, evadir la información de peritos, ajustadores, militares.
Es inútil evitarlo, la ola de la vida nos envuelve como lo hizo la nube de polvo en ese momento terrible. El presente se abre filtrado en llamadas de amigos y familiares que crean historias, luchas. El pasado llega también, por medio de documentos rescatados, los libros viejos que se cayeron del estante. Y el futuro, que vive en la esperanza que cada quien lleva adentro, aflora cuando se salva una vida, cuando se da o recibe ayuda.
Mi familia llega a casa a cuentagotas, como si volviera de un largo viaje. Para mí, estar juntos merece abrir una buena botella de vino, saborear que estamos vivos. Dentro de todo, tal vez con esta conjunción familiar involuntaria, mi hijo y su abuelo formen un lazo que supere a este evento. Comemos un poco en silencio, con el hambre que da esperar al borde de un cordón de seguridad, viendo escombros, pasando víveres. Con el hueco de la ausencia estruendosa de los que no pudieron estar con nosotros, o siquiera en sus casas, disfrutando con los suyos. Porque como aclara el poema de John Donne, ningún hombre es una isla, la muerte de cualquiera me afecta porque estoy unido a la humanidad. Como las placas tectónicas que se desprenden, cada trozo del continente de la humanidad que se pierde nos hace menos a los que quedamos.
Conforme comemos y pasamos el vino, la conversación empieza a fluir. Y veo cómo las etapas del duelo pasan del shock a la negación, a la negociación y, finalmente, a la rabia. Las manos de mi padre, que tiemblan de indignación al ir aceptando que no fue el temblor lo que le quitó su patrimonio, sino la corrupción que permitió construcciones destinadas al desastre, me hacen apurar la copa que tengo en la mano.
Es un doble duelo, pasar de la sensación de desgracia a caer en cuenta de que a uno le vendieron un apartamento en un edificio con más pisos, más peso y menos cimientos de lo regulado. Que a uno lo transaron entre constructoras y autoridades. Siento cómo el pulso se me acelera, me viene un sudor frío a la frente, y sé que mejor recojo la mesa, me repliego al fregadero, mejor me pongo a lavar los platos, lentamente. EstePaís
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FERNANDO CLAVIJO M. es consultor independiente y autor del libro cinegético Marismas de Sinaloa.