Mutaciones ideológicas
España acaba de superar el Ecuador de un año políticamente intenso. Han transcurrido tres meses desde que se celebraron unas elecciones municipales y autonómicas que arrojaron resultados previsibles y una configuración de gobiernos que no lo han sido tanto. El desencanto con las formaciones políticas tradicionales, unido a los casos de corrupción (más llamativos que generalizados) y las consecuencias de la crisis (que, tradicionalmente, golpea al Gobierno que determina los recortes y las políticas de austeridad), han provocado una notable fragmentación política. Los nuevos partidos han bebido del mismo caldero de votos que surtía al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y al Partido Popular (PP). En algunos casos, han dejado a estos sin agua. Agrupaciones de ciudadanos, movimientos nacionalistas, Podemos —la formación de izquierda radical que en algunos casos concurrió a las elecciones con otro nombre— y Ciudadanos —de centro derecha y con pretensiones solo de centro—, recibieron el apoyo de millones de ciudadanos que decidieron dar la espalda a los dos grandes con la esperanza de que entrara aire fresco, de que se cambiaran las formas de hacer política, y con la certeza de que los resultados supondrían un contundente correctivo a esas dos opciones dominantes.
El resultado ha sido la entrada en los gobiernos municipales y autonómicos de nuevos actores con distintas prioridades y de muy diferentes tendencias políticas. Pero también, alcaldías y parlamentos ingobernables. Ante la imposibilidad de obtener mayorías suficientes para formar Gobierno tal y como exige la ley electoral, los partidos que en la campaña se centraron en lo que les diferenciaba de los rivales han tenido que centrarse en lo que los une: o propuestas programáticas o el deseo de expulsar a quien estaba en el poder, principalmente si era del PP.
Esta “cultura del pacto” se presenta como un valor necesario para garantizar la estabilidad de los diferentes gobiernos. Resulta muy llamativo que los partidos se hayan esforzado en hacer estable lo que los ciudadanos habían decidido que no lo fuera. En cualquier caso, las decisiones sobre si pactar o no y con quién han redefinido a algunos actores. El PSOE pactó con Podemos en no pocos lugares —algunos muy significativos, como la alcaldía de Madrid—, a pesar de que se había desmarcado de esa formación, acusándola de populista, demagoga y con propuestas irrealizables. El responsable socialista, Pedro Sánchez, no tenía otra opción si pretendía confirmar su autoridad dentro del partido, afianzar su liderazgo y ganar parcelas de poder de cara a su candidatura a las elecciones generales de diciembre. La necesidad de cambio, de expulsar al PP de las instituciones y de garantizar la estabilidad fueron los argumentos para explicar lo que para muchos resulta inexplicable; prácticamente los mismos argumentos que utilizó Podemos para pactar con el PSOE, al que había tachado de casta, de corrupto, de hacer vieja política.
El PP, que había obtenido una mayoría absoluta hace cuatro años, se esfuerza por recuperar la confianza de los suyos (que o bien migraron a Ciudadanos o se abstuvieron en las elecciones de mayo); en enmarcar al PSOE en la izquierda radical; en intentar construir un relato convincente de su gestión de la crisis (cuyos resultados macroeconómicos son buenos, pero que ha dejado paro y empobrecimiento); en hacer creíble su lucha contra la corrupción (sobre todo en sus propias filas), y en comunicar de manera más próxima y sin la soberbia de los últimos años. Y el PSOE se empeña en marcar distancia de la formación radical que le sirvió para llegar al poder en algunas regiones y sin la cual no habría conseguido la presencia necesaria para postularse como una opción de Gobierno; en subrayar su carácter socialdemócrata, a pesar de haber tenido que explicar pactos con un partido que está muy lejos de esos postulados, y en convencer a sus votantes de que vuelvan a confiar, aunque muchos de ellos han visto cómo su voto no ha servido para llevar al Gobierno al partido que creó Pablo Iglesias a finales del XIX sino al que creó Pablo Iglesias a comienzos del XXI. Salvo el nombre, pocas coincidencias. O eso parecía.
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Julio César Herrero es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente y de investigación con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.