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PARATEXTOS: Ana Karenina: ¿Una novela de amor?

Claudia Cabrera Espinosa | 01.02.2018
PARATEXTOS: Ana Karenina: ¿Una novela de amor?

En 1877, cuando Ana Karenina vio la luz como libro impreso, León Tolstói tenía cuarenta y nueve años. Había publicado, entre otras obras, Los cosacos y Guerra y paz, además de una decena de cuentos. En aquellos años, Rusia era gobernada por Alejandro II, sucesor de Nicolás I, y, a diferencia de las potencias europeas que habían sido influidas y transformadas por la Revolución industrial, su economía seguía basándose en la agricultura y la ganadería, actividades que resultaban cardinales en la vida cotidiana de los habitantes en el siglo xix, y, como consecuencia, en la de los personajes de la literatura rusa realista, que constituye su Siglo de Oro. Obras como Almas muertas, de Nikolái Gógol, Oblomov, de Iván Goncharov, o los cuentos de Antón Chéjov son representativas del profundo vínculo entre el campo y la sociedad, incluso cuando se trata de cuadros costumbristas de la aristocracia.

En la literatura rusa decimonónica, aunque la mayor parte de la acción suele ocurrir entre San Petersburgo y Moscú, como es el caso de Ana Karenina, abundan las digresiones sobre la vida rural en las que se denota una nostalgia por la apacibilidad de las faenas campestres. Uno de los protagonistas de la obra que nos ocupa, Constantino Dmitrievich Levin, a cuya vida y reflexiones Tolstói dedica un par de cientos de páginas, incluso se cuestiona y entabla varias conversaciones sobre lo que es necesario para reactivar la economía rusa —siempre con base en la actividad agropecuaria—, digresiones que incluyen los pensamientos de autores como Spencer, Dubois y Michelet, y las reformas llevadas a cabo por Pedro, Catalina y Alejandro. De todo ello, y de la reciente supresión de la servidumbre en Rusia, Levin concluye que es necesario hacer a un lado las modernas teorías económicas, que sólo funcionan en los países europeos desarrollados, y trabajar codo a codo con los campesinos para motivarlos a ser más productivos —mediante una serie de incentivos— y alejarlos de las botellas de vodka. Y éste es sólo uno de los temas satelitales que Tolstói aborda —con profundidad y seriedad— en Ana Karenina.

El flujo continuo de los personajes, de una ciudad a otra y de los núcleos urbanos a las haciendas, además de las salidas para ir de caza, provoca que la acción transcurra también en buena medida en los medios de transporte: en trenes, en coches tirados por caballos o directamente sobre los lomos de éstos. Cuántas intrigas urdidas en los compartimentos de los ferrocarriles, cuántas presentaciones de personajes ilustres y cuántas dramáticas despedidas en los andenes. Tolstói no lo sabía entonces, pero él mismo moriría, años después, en 1910, en una estación ferroviaria de la provincia de Lípetsk, víctima de una neumonía. Y en una estación precisamente se encuentran por primera vez Ana Karenina y Vronsky. Este último, “uno de los más bellos representantes de la juventud dorada de San Petersburgo”. Se dice de él, además, que es apuesto, inmensamente rico, muy bueno y muy simpático”. ¿Qué oportunidad tendría Alexey Alejandrovich Karenin, un conde ya entrado en años, de retener a su lado a su joven esposa, a pesar de que ya habían tenido un hijo, el pequeño y desgraciado Sergio?

Durante este primer encuentro tendrá lugar un suceso aparentemente trivial, pero que dará pie a uno de los pasajes finales y más dramáticos de la novela: el guardagujas de la estación, a causa de su ebriedad o por ir demasiado arropado debido al frío, no había oído retroceder unos vagones y éstos le habían pasado por encima. Su cuerpo queda destrozado. Esta escena permite que Vronsky haga gala de su generosidad, al ofrecer doscientos rublos para la viuda, pero permanecerá en la mente de Ana durante años, a lo largo de los cuales ella deja a su marido, tiene una hija con su amante y es víctima de la ignominia por parte de la sociedad petersburguesa. Vronsky, por otro lado, siempre es bien recibido en los mejores salones de San Petersburgo, participa en la vida política, asiste a la ópera y entabla animadas conversaciones vestido con su uniforme de caballerizo del emperador.

Los problemas del mundo rural, la doble moral de la aristocracia, la situación de la Rusia zarista ante una Europa mucho más desarrollada, las minucias legales en torno al divorcio en la época, el nepotismo para conseguir puestos de trabajo excesivamente bien remunerados, la crítica de la nobleza —una institución caduca dentro de una sociedad cambiante— y la guerra de Oriente —que buscaba liberar del dominio otomano a los pueblos eslavos—, además de la crisis existencial de Levin, quien a pesar de encontrar el amor en los brazos de la encantadora Kitty, tras una serie de amargas vicisitudes sólo logra hallar la paz en los preceptos del cristianismo. Todo esto es Ana Karenina. Pero retrocedamos un poco para hallar el tema que ha despertado pasiones en un sinnúmero de lectores y espectadores que se han conmovido gracias a las actuaciones de Greta Garbo, Vivien Leigh, Sophie Marceau y, más recientemente, Keira Knightley: el amor.

“Todas las familias felices se parecen mutuamente; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así”, escribe Tolstói en la primera página de Ana Karenina. Al comienzo de la novela, se plantea un conflicto entre Esteban Arkadievich Oblonsky, hermano de Ana, y Daria Alejandrovna Scherbazky, “Dolly”, su esposa, quien acaba de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa de los niños. Y para conseguir su perdón y evitar el escándalo, el adúltero manda llamar a su hermana, quien felizmente logra la reconciliación entre los esposos. Pero en este viaje a Moscú, Ana conoce a Vronsky. Ella, aunque prendida de sus atractivos, hace un intento por frenar sus hasta ahora castas relaciones con él tras un par de encuentros en la ciudad y vuelve a San Petersburgo, en donde vive con Karenin y su hijo; pero Vronsky, enamorado de la bella y enigmática Ana, la sigue y no cesa en sus intentos por conquistarla hasta que logra su objetivo.

El escándalo no tarda en llegar a oídos de los más influyentes aristócratas, y en poco tiempo Karenin se entera también de los encuentros de su mujer con el joven y atrevido Vronsky. Pero él, sintiéndose ajeno a los sentimientos y a lo concerniente al alma de su esposa, considera que su único deber es advertirle del peligro que corre. Se limita a hablarle sobre la importancia de la opinión ajena y las conveniencias sociales, de la significación religiosa del matrimonio y de la desgracia que puede atraer sobre su hijo. Los celos son para él un sentimiento ofensivo y humillante y afirma que jamás se dejará llevar por ellos.

Ante la aparente indiferencia de Karenin, Ana continúa encontrándose con Vronsky y su amor se fortalece cada día alimentándose de lo furtivo de sus encuentros, del temor a ser descubiertos, del poco tiempo en que pueden pasar juntos. La situación cambia, sin embargo, cuando ella descubre que está embarazada. Se habla entonces de la posibilidad de abandonar a su marido y entregarse a Vronsky por completo, de pedir el divorcio e irse lejos. Lo único que la hace dudar es la imposibilidad de llevarse al pequeño Sergio, pero su amor es tan grande que lo deja en manos de su marido y se va, finalmente, a Italia. Ana es indeciblemente feliz. La pareja vive en un esplendoroso palazzo, entabla relación con un pintor de moda y recibe a visitantes esporádicos. No les importa ya no haber obtenido el divorcio, y Ana no sabe que Karenin le ha dicho a su hijo que ella ha muerto. Pero aun en esta aparente inconsciencia y en este paraíso ajeno a las habladurías y las obligaciones, Vronsky comienza a inquietarse, el tiempo le sobra y siente añoranza de su vida social en San Petersburgo. El amor de Ana deja de ser suficiente. Vuelven a Rusia, eventualmente. Y este regreso significará el comienzo del fin.

A Ana le está prohibido ver a su hijo y admite no sentir mayor afecto por la recién nacida, debe permanecer sola largas horas e incluso días en los que Vronsky atiende asuntos sociales y políticos, y en estos momentos de soledad comienza a temer los encuentros que Alexey pudiera tener con otras mujeres. Le reprocha el tiempo que pasa fuera, le cuestiona sus relaciones en la ciudad, y su vida conjunta se convierte en una serie de reclamos y acusaciones, aunados al hecho de que ella es rechazada en los círculos de la alta sociedad, a excepción de su familia inmediata, que no deja de mostrar cierta reserva en su trato con ella. Ana teme haber dejado de ser atractiva para Alexey y no está del todo equivocada, pues si bien sigue resultándole hermosa, sus reclamos y su constante mal humor provocan en él cierto rechazo. Y ella empieza a odiarlo. Lo culpa de su soledad, de su aburrimiento y de los desaires que ha sufrido en Moscú. Y se convence, además, de que él ya no la ama. Los celos la corroen y es víctima de la paranoia y el delirio. En este lamentable estado sale un día de su casa rumbo a la estación de trenes para buscar a Vronsky, y es entonces cuando recuerda al hombre que murió en las vías el día de su primer encuentro con su amado.

Ana Karenina es mucho más que una novela de amor. La protagonista sucumbe a una pasión desbordante que la lleva a renunciar a sus deberes como madre y esposa, y que termina convirtiéndose en locura, celos y odio. Porque Vronsky no debe ni quiere quedarse en casa, porque él sigue siendo querido y aceptado en una sociedad que a ella la rechaza. Porque a sus ojos él es el causante de haber abandonado al pequeño Sergio. Pero Ana Karenina también es una obra sobre la búsqueda del sentido de la vida. Tolstói, famoso detractor de la violencia y de la inmoralidad, no perdona a quienes sucumben a las pasiones humanas, y de alguna manera pretende mostrar el verdadero camino a la felicidad. En las últimas páginas, el narrador omnisciente incluso se olvida de Ana y de Vronsky y vuelve a Levin —alter ego del autor—, aquel personaje aparentemente secundario que sí encuentra el amor, pero no en su esposa Kitty, a quien no deja de mostrar afecto y devoción, sino en Dios. Como si la trama de los amantes fuera el telón de fondo de la historia de un hombre que ha seguido el camino correcto. Tras sus múltiples lecturas filosóficas, tras su incursión en el mundo rural y tras haber formado una familia, Levin concluye que la presencia de la divinidad en su alma otorga sentido a su vida y tranquilidad a su espíritu. Por ello, una vez que se ha resuelto el destino de los desgraciados protagonistas de la novela, las leyes del bien y sus propias reflexiones le permiten, finalmente, encontrar la paz.  EP

 

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Claudia Cabrera Espinosa ha trabajado como editora en McGraw-Hill Interamericana de España (Madrid) y Condé Nast de México, entre otros. Es autora de libros para niños como El cuaderno de Ana y Una historia de aventis. Actualmente estudia el doctorado en Letras Españolas en la UNAM.

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