Visitas nevadas
En la actualidad, el personaje de Vlad Tepes (1431-1476), más allá de ser el ejemplo de vampiro transilvano, es un héroe que combatió al poderoso ejército otomano que llegó a invadir las actuales tierras rumanas. El mismo dictador Ceaușescu lo elevó a esta categoría por ser uno de los próceres en la defensa de su patria.
Mucho tiempo después de la existencia de Vlad y casi al amparo del siglo xx, el irlandés Bram Stoker publicó su novela Drácula (1897), donde tomó al personaje histórico y lo convirtió en un monstruo de colmillos afilados al que le aterrorizan los espejos y los ajos. Así fue como nació una de las muchas tipologías de esos muertos vivientes que son los vampiros, pobladores de la región de Transilvania, entre otras zonas.
De los tiempos de Vlad lo que se ha sostenido hasta nuestros días es el castillo de Bran, cerca de Brașov, sitio visitado por gran número de turistas que desean ver el lugar donde vivió el “vampiro”. Los rumanos han fomentado con un ánimo comercial desmedido la fascinación por esos seres delgados que supuestamente habitan la hermosa zona repleta de pinos que se cubre de abundante nieve durante el invierno. Es un lugar de visita obligada por la cuestión que entraña.
En un viaje que hice a Rumanía visité el castillo, que es pequeño, por lo que se recorre más o menos en una hora. Al final del recorrido uno se encuentra con una “sorpresa”: una especie de museo o, mejor dicho, un cuartucho, donde se muestran fotografías de distintos filmes; también hay ropa que pareciera haber sido cortada por niños de kínder y que evoca la época de Vlad Tepes “Drácula”. En este caso lo que hay es de auténtica vergüenza porque esos trajes los hizo alguien que carece de la más mínima idea de lo que era el atuendo tradicional, pues son enormes y están tan mal diseñados que resultan impropios de una sala de exhibición.
De regreso en el hotel de Brașov, luego de mi visita al castillo, todo tiene el sabor de lo grato. Lo único que llama la atención es que las muchachas que atienden el lugar son delgadas en extremo y tienen la palidez de los muertos. Ellas tratan de hablar en español, pero sólo consiguen decir algunas expresiones.
Después partí rumbo a Sighișoara, lugar de nacimiento de Vlad. Ahí hay un restaurante donde hacen payasadas con el juego del vampiro. Incluso aparece un personaje disfrazado como Tepes que trata de “comerse” a quien se deje, o al menos eso cuentan que hace el falso Drácula.
Luego de esos fuegos fatuos llego a Bulgaria. Al principio pierdo un poco de tiempo porque la muchacha del lugar donde se alquilan automóviles insiste en que debo contar con una licencia de manejo internacional. Finalmente, cuando estoy ya a punto de cancelar el contrato fijado, su jefe decide que todo está en orden y me entrega la llave del vehículo que tengo que buscar en el enorme estacionamiento del aeropuerto. El problema consiste en que todos los coches están cubiertos de nieve y hay que encontrar la placa del auto rentado. Luego de media hora de búsqueda logro encontrarlo y arranco con destino a la capital del país: Sofía.
A la mañana siguiente, en el hotel me indican que hay un paseo gratis para turistas que vale la pena. Así que ahí voy. El invierno en Bulgaria es inhóspito, con veinte grados bajo cero que se sienten todavía más fríos por la humedad. Dos horas y media dura el recorrido hecho a pie bajo una nevada espectacular. El guía se hace el valiente y nunca cede ante el mal tiempo, realizando el recorrido habitual. Se tiene que caminar despacio ante la posibilidad de caer, pues con la nieve el suelo es bastante resbaladizo.
Más adelante, luego de pasar por distintos pueblos, llego a la capital de las rosas: Kazanlak. El Museo de la Rosa parece estar cerrado, pero después de husmear un poco, de pronto, al fondo del recinto, aparece una señora que es la encargada de abrir. Así puedo visitar la sala de exposiciones, donde se cuenta que Kazanlak produce el ochenta por ciento de todo el aceite de rosa que se usa en el mundo entero. También ahí se fabrica una mermelada de rosas que bien podría competir, sin el menor esfuerzo, con las marcas francesas más prestigiosas.
Más tarde visito las tumbas tracias, que son una reproducción de las originales, cerradas al público con fines de preservación arqueológica.
Otro momento importante en el recorrido por Bulgaria es el paso por Plovdiv, que tiene un hermoso teatro romano, y por donde camino sin descanso para conocer esa bella y pequeña ciudad.
El itinerario continúa en Veliko Tarnovo, donde la Ciudadela de Tsarevets es visita obligada, un sitio que durante la Edad Media fue zona de poder de los gobernantes húngaros que dominaban esa parte del país. Ir al lugar me resulta complicado debido a las fuertes nevadas. Visito la Iglesia del Patriarcado, que ha sido reconstruida y tiene varias pinturas modernas en sus muros. Subir al cerro donde se encuentra es más o menos difícil, sobre todo por los resbalones que están al por mayor en esas empinadas cuestas.
El penúltimo día lo paso en el Monasterio de Rila, un espacio fabuloso que se encuentra cerca de Sofía. Su museo y todo lo que es el lugar merecen mención aparte. Después de todo esto lo único que queda es llegar a Bucarest para viajar a París y de ahí volar a México. Un viaje memorable a pesar de haber padecido la nieve. EP
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Andrés de Luna es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor- investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El rumor del fuego: anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011) y Los rituales del deseo (2013). Su publicación más reciente es Cincuenta años de Shinzaburo Takeda en México (2015).