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Travesías: Un Egipto eterno

Andrés de Luna | 14.11.2016
Travesías: Un Egipto eterno

El ánimo europeo por redescubrir el Imperio egipcio se debió a circunstancias en su origen militares. Fue Pierre-François Bouchard, en julio de 1799, quien encargó la edificación del Fuerte de St. Julien. Éste sería un punto estratégico para realizar la defensa francesa de la ciudad de Rashid. En esos momentos, de las excavaciones al levantamiento de muros, se encontró una piedra de basalto llena de inscripciones en jeroglíficos egipcios, escritura demótica y griego antiguo. Las circunstancias hicieron que el general Menou la investigara junto con los miembros de la comisión científica que acompañaba a las fuerzas de combate. De esta forma se hicieron copias y se calcaron las escrituras que estaban en la piedra, que desde entonces se llamó la Piedra de Rosetta, nombre más común de la ciudad de Rashid.

El hecho sería definitivo en la arqueología moderna, pues de ahí tuvo una participación obsesiva el muy joven Jean-François Champollion, quien era un muchacho con sabiduría de las lenguas antiguas. Se cuenta que años antes del descubrimiento de Bouchard y su gente, él podía entender lenguajes orientalistas. En el libro Viajeros y exploradores: El descubrimiento del Antiguo Egipto, de Alberto Siliotti, se lee que:

 

Nombrado jovencísimo, a los dieciocho años, profesor de la Universidad de Grenoble, Champollion se dedicó durante catorce años al estudio de la escritura jeroglífica, fundando su propio método de descifrado basándose en tres intuiciones geniales. La primera era que la lengua copta, bien conocida, representaba el estadio último de la lengua egipcia antigua; la segunda consistía en haber comprendido que los jeroglíficos tenían un valor mixto, tanto ideográfico como fonético, y finalmente, la tercera, el haber pensado que los jeroglíficos encerrados en los cartuchos transcribían fonéticamente los nombres de los faraones (Ediciones Folio, Barcelona, 2005, p. 9).

 

El trabajo de Champollion fue determinante para comprender un poco mejor las costumbres y la vida de un pueblo como el del Antiguo Egipto. De hecho, fue tan importante esta expedición militar y científica, que varios de los responsables del viaje fueron sepultados en el cementerio parisiense de Père-Lachaise con un pequeño obelisco en sus lápidas, que sustituía a la famosa cruz que tienen la mayoría de las tumbas del panteón.

La historia de la lucha entre franceses e ingleses tuvo consecuencias trágicas, sobre todo porque una buena cantidad de ladrones locales e internacionales se dieron cita en las arenas y en las ruinas de un sitio donde floreció una cultura extraordinaria. Algunas de las partes de Guiza y de otras ciudades del viejo imperio que aún conservan cierto aire virginal muestran cómo las tropas francesas rayaban, con una suerte de grafitis, todos los lugares por donde se les asignaba pasar. Por un lado estaban los investigadores, quienes eran la menor parte de todos los enviados a aquellas tierras, mientras que la gran población estaba compuesta por soldados que se encontraban al margen de los descubrimientos.

Otro de los científicos que se interesaron por las piezas antiguas de Egipto fue Vivant Denon, designado en 1802 primer director del Musée central des arts de la République, futuro Museo del Louvre. Tiempo después tuvo el importante cargo de ser director general de museos. Denon llevó a París un sinnúmero de obras de aquel pueblo que se redescubría y que era una delicia para los coleccionistas. En el volumen Redescubrimiento del Antiguo Egipto: Artistas y viajeros del siglo XIX, de Peter A. Clayton, se cuenta que:

 

Denon era cariñoso tanto con los soldados con quienes viajaba (que parece trataban a todos los científicos con benigna tolerancia) como con el populacho local que, en general era simple y sentía respeto hacia las tropas europeas. Napoleón estaba personalmente interesado en las antigüedades egipcias y fundó el Institut d’Égypte, cuyos miembros debían investigar todas las cuestiones relacionadas con Egipto. A menudo, Denon interrumpía sus estudios arqueológicos para examinar la fauna, sintiéndose particularmente atraído por los cocodrilos que tomaban el sol en los bancos de arena (Ediciones del Serbal, Barcelona, 1985, p. 21).

 

Uno de los viajeros que llevaron piezas a Europa o que, mejor dicho, saquearon Egipto, fue el italiano Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), conocido sobre todo por las técnicas rudimentarias con las que obtenía el tesoro. Él era un hombre dedicado al teatro, medía casi dos metros y realizaba proezas como la de la “pirámide humana”, cargando sobre sus hombros a una docena de personajes, lo que le permitía pasear y demostrar su gran fuerza. Su sobrenombre fue el “Sansón de la Patagonia”. A él le fue encargado quitar de Tebas el enorme busto de Memnón, hecho que le causaría problemas con la población local que quería para sí dicho mérito. Al retirarse de Egipto, Belzoni fue a Italia y pasó por Padua, donde recibiría una medalla de oro por sus “hazañas” en Egipto.

Era común que aquellos que viajaban por los sitios de las pirámides y los templos egipcios llevaran sus anotaciones con dibujos y textos. Hombres que dibujaban y hasta los que apenas sabían trazar una línea querían tomar posesión de las obras antiguas. Uno de los que escribió un libro y fue hasta ese país africano fue E. V. Gonzenbach, de cuya obra se hizo una edición facsimilar en Viaje por el Nilo, donde cuenta su experiencia en un trayecto que resultaba difícil y, a veces, peligroso. Este personaje tuvo un recorrido más o menos tranquilo. En una de las páginas de su trabajo comenta que:

 

Tan numerosos y conocidos son los relatos y las reproducciones gráficas de estos antiguos monumentos, que no intentaremos en modo alguno hacer aquí su descripción. Las tres inmensas construcciones, con la mística esfinge a sus pies que a pesar de su mutilación aparece como meditabunda y con la mirada fija en lontananza, producen una impresión de indescriptible majestad. Aun cuando la investigación y el estudio no hubiesen iluminado ya sus más recónditos espacios y descifrado sus secretos; aun cuando permaneciesen todavía masas de piedras no explicadas ni comprendidas, bastarían los recuerdos históricos para darles un carácter único e inolvidable (Laertes, Barcelona, 1982, p. 23).

 

Ya en el siglo XX, Howard Carter descubrió una tumba plagada de misterios reales e inventados. Al cruzar el Nilo en el Valle de los Reyes, este arqueólogo británico que pasó a la historia como un personaje fuera de serie se encontró con una pequeña vivienda, la cual ocuparía. En su libro La tumba de Tutankhamón, Carter describe lo que ocurrió en noviembre de 1922:

 

Habíamos excavado allí durante seis campañas completas y cada una de ellas había terminado en nada y sólo un excavador sabe lo desesperado y deprimente que esto puede ser. Ya casi nos habíamos convencido de nuestra derrota y nos preparábamos para dejar el Valle y probar suerte en otro lugar. Y entonces, apenas habíamos dado el primer golpe de azada en un último esfuerzo desesperado, cuando hicimos un descubrimiento que excedía en mucho nuestros sueños más exagerados. Estoy seguro de que nunca en la historia de una excavación se ha condensado toda una campaña en el espacio de cinco días (Destino, Barcelona, 1976, p. 41).

 

Egipto, aún ahora, tiene un espacio abierto al hallazgo. Por esto es un país al que debe irse con cautela y con tiempo para disfrutar de lo que todavía han dejado los investigadores foráneos. Un espacio saqueado por muchos hombres a lo largo de los últimos dos siglos e incluso antes, pero que tiene la magia de un sitio que parece conservar sus ruinas para que el viajero las descubra.  ~

 

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ANDRÉS DE LUNA es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011) y Los rituales del deseo (2013). Su publicación más reciente es Cincuenta años de Shinzaburo Takeda en México (2015).

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