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CORNUCOPIASOda a los ajos

Antonio Calera-Grobet | 01.03.2018
CORNUCOPIAS: Oda a los ajos

Antes que nada pediré amablemente al lector que si observa en el ajo a un mero causante de su mal aliento, al abominable culpable de una regurgitación ardorosa e incómoda, haga el favor de pasar la página o salga de esta sala si me está escuchando. Basta ya de maldecir sobre la efigie de estos sacrificados héroes no sólo de un país o una civilización, sino de la humanidad entera.

Y es que habría que comenzar esta oda si no de pie, sí sentidamente, laureando su discreción. Porque sabemos que nosotros mismos los hemos enviado una y otra vez a sendas misiones, crudos, fritos o cocidos, en territorios tan complejos y distintos como guisos, carnes o mariscos, y nuestros compañeros los ajos no sólo fueron serviciales y cumplidores, sino, además, absolutamente discretos. En cambio, ¿nosotros? Muy poco agradecidos, por cierto. Porque, ¿cuántas veces no los notamos ahí, detrás o debajo o por encima del sabor y no fuimos siquiera capaces de levantar la mano y agradecerles, otorgar la medalla al valor a esos ajos, a todos los hermanos ajos que dieron su vida para deleitarnos? ¿Cuántas veces?, preguntémonos luego de tanto halago.

Por ahí es que debe comenzarse a hablar de los ajos. Y no de una manera discreta, sino por todo lo alto. Agradecidos siempre por su elegante presencia, su elevado interés por brindar placer, lograr el bienestar social por medio del paladar, la estética gastronómica de nuestro ser. “Queridos ajos: —deberíamos decir con las manos atrás y quizás hasta levantándonos de la silla, y brindar con el corazón saliéndonos del pecho— gracias a todos ustedes, señores y señoras ajos del presente y del pasado por su trabajo no sólo bien logrado sino incluso perfecto. Gracias pepitas ebúrneas de la mina original, dientes de sable de los tigres blancos, a sus familias completas de ajos, religadas, imbricadas por el amor de Dios. A ustedes, gracias, cabecitas blancas, matatenas del creador, por todo y por tanto”.

A todos los ajos, a los blancos al natural o a los picados y conservados, a los ajos pulverizados o a los transustanciados en pasta de ajos, mojo de ajos, aliolis infinitos con base en bellos y oblicuos ajos: nos hemos congregado en su nombre para sabernos ungidos por sus jugos, alivianados por su savia, su carne color del alba. Desde que los vemos ahí, abrazados, con su abrigo de visón, entre blanco, café y gris, hasta que se los quitamos. Cosa nada fácil, por cierto, al verlos ahí en la tabla de picar, encuerados, ahí como muégano en el patio del colegio tomados de las manos. “Que le cueste al cabrón —parecieran decir—, que le cueste arrebatarnos la vida al maldito infeliz”. O bien al verlos saltar felices a la alberca de aceite, llenos de alegría por dar la vida, brindarnos placer, regalarse a la gente entre risas. Miradlos ahí, firmes, turgentes, inmaculados, como las piernas de una joven rusa, al mirar sus perlas aglutinadas, multiplicadas como matrioshkas, antes de pasar a otra vida, la del gozar y el buen vivir, la de alta alcurnia.

 

 

Adoremos al ajo como hechizo, al ajo contra los vampiros. Adoremos al ajo milagro, al ajo contra la impotencia sexual, al ajo para no quedarnos calvos. Porque idea millonaria es el ajo. Adoremos al ajo porque convierte cualquier cosa en milagro, cualquier cocina en el templo de lo sagrado. Ajo, pues, como sea. Para saborear la vida entera: ajos picantes, soberbios, recalcitrantes, ajos ebrios de vino blanco, ajos derritiéndose por la longitud de las pastas, las vértebras de guachinangos y róbalos, como medias de seda sobre cortes americanos. Ajos como magia negra, seducción perpetua, ajos entre paladar y lengua, ajos casi como miel de abejas, la pura y mera gozadera, ajos derramados en caldos y calderos para el perdón de nuestros pecados.

Porque los ajos son mucho más que lo que sudamos, mucho más de lo que olemos luego de atragantarnos, y merecen más respeto del que le otorgan los espíritus medrosos, los apetitos enanos. Así es, señoras y señores, sobre todo niñas y niños entregados al mundo del agasajo: los ajos serán lo que queramos, pero nunca perlas del demonio u ojos de brujas, nunca bulbos raquídeos y mucho menos bubas de monstruosas criaturas. No. En todo caso son canicas de luz, torundas iluminadas para sanar el alma, nudos simbólicos como las uvas en Bidart o las gardenias en Perote. Ajos como piedras blancas de río, como el amor residual en los restos humanos, como hostias gordas para la comunión obligatoria.

Enteros, picados, tronchados o semiaplastados, en vitroleros con legumbres y chiles en vinagre, en botellas con hierbas para fuentes y cocteles, en hojuelas fritas sobre fiambres y arroces, los ajos son los amos. Esparcidos apenas por una muñeca, repartidos con brío para remarcar un estilo, son los ajos peldaños o escaleras, firmamentos o estrellas en la búsqueda del sazón exacto: lo saben cocineros y mayoras, todo el que se haya metido a comer y a cocinar, que para el ajo siempre hay hora, y con todo se lleva un ajo sabiéndolo acompañar: el ajo como atajo, el ajo en desparpajo, el ajo como badajo de la música del guisar. ¡Que vivan los majos a como dé lugar!

Y es que habemus Allium sativum para todos, y estamos felices de usarlos a la primera oportunidad: ajos para destaponar las cloacas de enfermedades cardíacas; contra la arteriosclerosis y el reumatismo, el nihilismo gastronómico-artístico; contra la tos y la mala sazón, y para la reversión del estrés y la depresión, evitar la fatiga y la comida indigna.

Veamos, señores del gran jurado, lo que en verdad significa un ajo. Metafóricamente, si no sabes a nada: échate ajo; si no resaltas, si no figuras: échate ajo; si no te mimas, no te quieres, no te estimas: ajo. En fin, contra la mediocridad y la nimiedad, para darnos brillo, para subrayarnos: el ajo. Nada más malo que un humano insípido y ordinario. Porque si bien se ha dicho que a la vida hay que salpimentarla, bien podría decirse que para subir nuestra fuerza, para elevar nuestro rostro, para quitarnos lo petardo, habría también que propinarnos una buena refriega de ajo.

Porque hay de todo en esta viña del señor y sabemos que cada quien habla según le haya ido en la feria, pregunto a usted, querido lector: ¿quién quiere pasar la vida sin chiste, como mera fécula de papa, apenas con sabor a harina, a pasto, a casi nada? Exacto, nadie. En cambio, querido amigo, ¿no nos motivan en la vida los sabores fuertes, los momentos estremecedores, salir avante y sonrientes de los ríos acaudalados? Exacto. Unas tristes verduras al vapor, unas simples lechugas orejonas y marchitas, ¿a quién le habrán de gustar? ¿Quién en su sano juicio pediría de esto un tanto más? Y por otro lado, ¿qué lucha habrían de dar contra una carne untada en ajos, jugosa y calientita, recién dorada en la parrilla? Bien pensado.

Es por ello, por todo y por tanto que nos hemos congregado en su nombre. Para ponernos de pie y agradecerles por todo lo alto el habernos untado con sus jugos, alivianado con su savia, por su carne color del alba. Gracias, hermanos ajos. Va por ustedes, bien amados. Por recordarnos que venimos a la tierra no sólo a nacer y morir, sino también a dejar algo. A imprimir nuestro sello, la huella de nuestro halo, y cuál mejor que el que proviene, puro y libre, del cuerpo de un ajo: vaho de furor presente, sí, pero también aliento sabio, lejano, de acontecimiento histórico, abolengo rancio, decano.

Salud por y para los ajos. Salud por su asombroso legado. Que de ahora en adelante no se nos corone con laurel sino con ajos. Aviven nuestro reino las vides y los ajos, las carnes y los pescados untados de ajos, los vinos y los quesos y los panes con ajo, los aceites y las mantequillas con perejil y ajo. Eso y poco más. Amor tan nítido y traslúcido como un ajo fileteado. Y venga todo esto ya. Al mismo tiempo todo esto en un plato. Que no hay tiempo que perder. Basta ya de maldecir sobre la efigie de estos héroes sacrificados no sólo por un país o una civilización, sino por la humanidad entera. Para abrochar así, en oro y aceite, el círculo de nuestra naturaleza señorial, acostumbremos a nuestro cuerpo caliente a siempre pedir más. Convirtamos, pues, hermanos, el agua en vino y las piedras en sal, carretas de oro en ajos, y nada nos pasará. ¡Ajos! ¡Soberbios poemas los ajos! ¡Brindamos bendecidos por su magia, lloramos de júbilo por su gracia! Por los festines infinitos, por toda la cornucopia y la francachela, sus exquisitos paraísos. ¡Gracias, hermanos ajos! ¡Con su sazón de nuestro lado, nada nos faltará!  EP

 

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Antonio Calera-Grobet es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

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