Cornucopias:Â La cuesta de enero
No sufras por cosas imaginarias
Julio Torri
I
La cuesta de enero. Basta de culpas. Habría que comenzar por embadurnarse los pantalones y tomar agua. Sí, simple: lo más inodora, incolora e insípida que se pueda. Pero no tomarla para limpiar alguna culpa porque es justo lo que no debe existir, no hay. Visto de cerca, haga el ejercicio, eso es en realidad lo mejor que le ha podido pasar. ¿Culpa por comer y beber con los amigos? ¡Habrase visto semejante disparate! Me refiero, pues, a beber agua por el gusto de asumir el río de la renovación: agua como ablución, sanación. Agua como cuando escuchamos, por primera vez, que nuestro planeta, como nuestro cuerpo, está constituido por tres cuartas partes de agua. Es más: desconfiad de quien no coma a sus anchas, de quien no se enchile de vez en cuando y de quien no tome agua. No tomar agua es como odiarse a uno mismo, encolerizar, acartonar por puro capricho a la misma existencia.
Luego habría que salir a tomar aire, eso que sus antepasados llamaban el fresco. ¿Recuerda? Camine. Deje un día el auto. No es tan difícil recordar cómo hacerlo. Vea de nuevo las casas de su colonia, salga a saludar a los vecinos y si no le caen bien, salga a ver a los perros, a los árboles. No se quede dormido. Por si lo recuerda, el ser humano también pasa un tercio de su vida en la cama. ¿Usted quiere pasar la mitad? No haga eso, no le conviene. En todo caso pase tal tiempo en la cama pero acompañado, lo que podría pasar por un ejercicio de resurrección similar. Bese a la gente que realmente lo quiere y hágalo antes de que sea demasiado tarde. Y esto del paseo porque debe aprender a darse aire, un respiro, ver las cosas con buenos ojos, y para eso es necesario que se los limpie. Véase en el espejo. ¿Vio? Ya casi ni se reconocía. Ése es, efectivamente, usted, visitado por usted mismo, y ése es su cuerpo, le guste o no. Recuerde lo que escribiera Héctor Viel Temperley: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. Es triste.
Y bueno, como tercer paso para sentirse bien, déjeme decirle algo: la comida no tiene la culpa. Métase lo que quiera por la boca pero no meta lo que sea a su cerebro. ¡Eso, a usted, de verdad créame, le cae muy mal! Y además, por donde lo vea, es un acto de masoquismo ése de tirarse todo el tiempo, de lo más ridículo, una de las grandes mentiras de este mundo, y usted se la cuenta casi todos los días. ¡Déjese en paz! Porque además así bien que se olvida de todas sus responsabilidades, que por cierto son bastantes. Por ejemplo, una de ellas: vivir como se le hinche la gana, tal como usted ha querido, rodeado de placer. Y la comida y la bebida son un gran placer, más si se comparten con quien vive igual que usted. ¿No se ha jodido bien y bonito para ello? Le propongo, entonces, algo así como que se despida y se contrate de nuevo pero sin tonterías. Que se regale un mar de agua, y un paseo largo por el bosque, y una cabeza sin rebabas. Y bueno, ya entrados en la cuesta de enero (¡qué ridícula frase!), una gran cena como bienvenida al nuevo año, y una persona que lo quiera en verdad para compartirla, entre risas, abrazos tiernos y botellas de vino. ¡Salud por usted!
II
Porque recuerde bien. Es habitual que para finales de año se hable de comer con la familia, pasar tiempo con ella. Y otro cliché es que en los primeros meses del año, se “ahonde” en revistas gastronómicas sobre lo que significa compartir los alimentos en pareja, se recomienden los lugares más recomendables para confirmar la alternativa del amor. Habría que dar la vuelta a esa tortilla un tanto sobrecocida y escribir sobre el amor y la amistad, pero a uno mismo, el consentimiento egoísta. Porque, ¿no es quizá la casa a la que llamamos cuerpo nuestro templo más importante? Y si es así: ¿por qué los cocineros y amantes de la comida, embebidos en el ejercicio obsesivo de sus pasiones, se desviven por todos menos por sí mismos? No haga caso en este inicio del año de ningún consejo. Cada quien se abre paso como puede en estos primeros meses. Habrá que comenzar por ejercer, a toda costa, en el día a día, en la casa o en la oficina, nuestro derecho al placer solitario, al abrazo culinario como caricia a uno mismo. Que regrese el esmero a nuestra cocina individual, dado que no sólo merecemos ese trato sino que, a decir verdad, por el semblante de nuestro espíritu, nos viene haciendo falta. Y además porque ese estigma social de que comer solo es sinónimo de una vida en picada es absolutamente falso. Uno puede comer a solas y muy bien, simplemente porque se es feliz, porque le gusta comer. Y listo: porque nos gusta darnos placer, somos hedonistas.
Y claro que no es ésta una invitación a preparar alta cocina todos los días. No. Salvo que uno lo quiera y estará perfecto: hacer comidas gourmet de rigor es un placer sólo de emperadores, y si usted se considera uno, hágalo. Se pretende más con esta idea que concibamos a nuestras comidas de nuevo como un ritual y no como un mero proceso de alimentación. Así, el hecho de comer algo rico frente al televisor o la computadora, picar algo sabroso mientras se lee un buen libro, plantarse en el parque a degustar lo que nos preparamos por la mañana, significará, en verdad, la animación de nuestra existencia, el rejuvenecimiento del alma, la recarga de nuestra energía poética. Y tampoco tiene que tratarse de un gasto elevado. Comer en una fonda una buena sopa caliente, un arroz bien hecho, un huevo frito, un buen guisado, un platón de fruta fresca, no debe resultar complicado ni caro. ¿Qué es lo que pasará en esos momentos en que de nuevo nuestro corazón le cuente un secreto a nuestra lengua o viceversa? Pues lo que pasará es que nos sentiremos vivos. Porque los que amamos la comida sabemos que basta un buen bocadillo, un taco cabal de algo, un simple pedazo de queso y un agua fresca para ponernos a reflexionar sobre lo que significa vivir y cómo disfrutarlo.
La crítica general suele fustigar a los que publican fotografías de su comida en las redes sociales. Habrá que verlas con ternura. Si bien no se trata de las imágenes mejor logradas, comparten el hecho de que muchos llevamos un cocinero dentro, y que sabemos que propinarnos amor por la vía del paladar constituye uno de los más altos paraísos a los que aspira el hombre sobre la Tierra.
III
Podría comenzar también por el verde. ¿Qué le parece? Comer mucho más verde. ¿Lo intentaría? Mire usted, según lo refiere Salvador Novo en su estupenda Cocina mexicana: Historia gastronómica de la Ciudad de México, en el mundo prehispánico el verbo cua significaba ‘comer’, y el adjetivo cualli algo así como ‘lo bello, lo bueno’. Cualli, ahonda el cronista, como lo que hace bien, lo que deleita y aprovecha no sólo a la vista sino al corazón, habla lo mismo a la carne que al espíritu. Ése es, mínimamente, el universo en que debemos clasificar a las hierbas en el México antiguo, al universo de lo verde en el sentido amplio, es decir, un tanto a la manera en que se valoró al quelite en la época prehispánica. En aquellos tiempos, según lo registra Fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España, los quelites (palabra que viene de quilitl, interpretada como ‘hierba, planta o follaje comestible’, cercano a quiltic, que es ‘verdura’, o bien a quilyollotli, que agrupa a los brotes o retoños de plantas silvestres) eran igualmente importantes para nuestra cosmovisión que el árbol, la planta medicinal, las flores.
¿No es aquella una interpretación diametralmente opuesta a la que tenemos ahora como pueblo con respecto al mundo de las verduras, lo verde, lo vegetal? Porque habría que decir que en nuestro país, hoy por hoy, las verduras son percibidas como una amenaza simbólica del sinsabor, un atentado contra el “buen diente”. ¿Por qué de pronto nos dividimos de lo vegetal? Tal vez todo se deba al desconocimiento. Según el rastreo más conservador, existen más de doscientos tipos de quelites clasificados, provenientes de diferentes especies. Luego, habría que apuntar a un hecho categórico: a pesar de que intuye sus atributos saludables, nuestra gente prefiere comer carbohidratos y proteínas, meterse la felicidad inmediata al cerebro. Es una lástima. Hay quien piensa incluso que comer vegetales es casi no comer, una comida de segunda clase. Porque tal idea nos aleja de una realidad: que desde nuestra hermosa América se irradió al viejo continente una hermosa dote de frescura vegetal. ¡Y de qué manera! Convidamos con gusto semillas (maíz, frijol, amaranto, cacao, cacahuate), frutos (jitomate, chile, calabaza, piña, papaya, guayaba, mamey, zapote, aguacates, chayotes). ¿No sería este gusto por lo verde una buena manera de comenzar el año? Tal vez comiendo verde viajaríamos por el tiempo, al México histórico y, de paso, reconoceríamos en nuestra cultura sabia nuestro placer de comer vegetales. Lo verde como el bien, lo bueno: lo que se adecúa inmediatamente a nuestra naturaleza. ¡Quizá la clorofila nos constituya profundamente y nos abra a una nueva espiritualidad! Quizá no seamos un pueblo de sangre azul o de pura carne roja, sino uno que destella, con todo aplomo y gallardía, su gran tesoro de ricas ideas, de gran sabiduría siempre reverdeciente. ~
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ANTONIO CALERA-GROBET es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.