youtube pinterest twitter facebook

PARATEXTOS: Palimpsestos, la huella de lo invisible

Claudia Cabrera Espinosa | 01.04.2018
PARATEXTOS: Palimpsestos, la huella de lo invisible

La invisibilidad ha despertado la curiosidad del ser humano desde hace milenios. Es recurrente la fantasía de lo que haríamos si se nos concediera esta posibilidad tan sólo por unos días, o incluso, unas cuantas horas. Algo malicioso, en la mayoría de los casos: obtener algún provecho inmediato, robar, desquiciar a alguien. Pero la transparencia no resulta tan atractiva si estamos atrapados en ella, sin quererlo, convertidos en fenómenos y condenados a la eterna marginalidad.

Sin duda, este tópico encontró su máximo exponente literario en H. G. Wells (Bromley, Kent, 1866-Londres, 1946), quien publicó El hombre invisible en 1897. En esta célebre novela, de la que se han hecho múltiples adaptaciones y referencias fílmicas y televisivas —todos recordamos el dibujo animado de un abrigo andante con sombrero, bufanda y lentes oscuros sobre una madeja de vendas en donde debería haber una cabeza—, efectivamente, Griffin, el resentido y furioso protagonista, anhela la invisibilidad para someter al país entero a sus órdenes. Uno de los elementos más interesantes de la novela del escritor inglés, a mi parecer, es el procedimiento mediante el cual el personaje desaparece. Griffin es un científico que, en la pobreza, inventa una fórmula mediante la cual los  objetos dejan de refractar la luz y se vuelven imperceptibles para el ojo humano. Aunque la validez de su descubrimiento es obviamente cuestionable —algunos científicos han refutado con seriedad dicha transformación—, resulta plausible que un escritor —con estudios de biología y zoología— se atreviera a esbozar en una obra literaria un procedimiento que volvería invisibles a los hombres.

Una década después, en 1910, salió a la luz la novela El secreto de Wilhelm Storitz, de Julio Verne (Nantes, 1828-Amiens, 1905), publicada póstumamente por entregas en Le Journal. La novela fue modificada por su hijo, Michel Verne, y no se sabe a ciencia cierta qué tanto se respetó del original, pues años después de la muerte del famoso literato siguieron publicándose obras supuestamente de su autoría. Si bien la novela no posee la calidad de Veinte mil leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la Tierra, la maldad del protagonista y las vicisitudes por las que atraviesan el resto de los personajes no dejan de tener cierto interés. Una vez más, la invisibilidad es empleada como medio para acabar con los enemigos y conseguir un fin, en este caso, a la mujer amada, Myra Roderich. Storitz logra perturbar la felicidad de una familia mediante una serie de trucos y artimañas que lleva a cabo sin ser visto, gracias a su condición; sin embargo, al igual que en la obra de Wells, los demás personajes impiden la culminación de sus fechorías y le dan muerte. La obra de Verne, además de mostrar el poder que otorga la invisibilidad,  exhibe el sufrimiento que puede causar cuando ésta es involuntaria. En las últimas páginas, Wilhelm da a beber a Myra la pócima y ella también se vuelve invisible durante un tiempo, lo cual representa una tragedia para toda su familia, que finalmente encuentra el medio para devolverle la corporeidad.

Estas novelas significaron un hito dentro de lo fantástico moderno, pero el tema puede rastrearse desde la mitología clásica. Se dice que el casco de Hades —o yelmo de Plutón— volvía invisible a quien lo usara, según cuenta Apolodoro en la Biblioteca mitológica. En el Libro II de La República, Platón alude a Giges, un pastor al servicio del rey de Lidia, quien encuentra en el fondo de una abertura en la tierra un anillo de oro que lo vuelve invisible al girarlo, gracias a lo cual logra seducir a la reina y apoderarse del trono. Esta referencia nos recuerda a la trilogía de El señor de los anillos, de Tolkien, en donde la joya tiene la misma virtud, además de poseer y dominar a su portador. Y no olvidemos la capa de Harry Potter, con poderes similares sin más explicación que la magia, siempre empleados en nombre del bien.

En la literatura hispánica contemporánea también encontramos obras que abordan esta temática. En 2010, Homero Aridjis (Contepec, Michoacán, 1940) escribió Los invisibles, inspirada en un grupo de anarquistas parisienses del siglo xvii pertenecientes a la orden de los Rosacruces. De acuerdo con el autor mexicano, la novela surgió a partir de una crónica del historiador francés Gabriel Naudé y de la obra anónima Pactos espantosos hechos entre el diablo y los pretendidos Invisibles. El relato narra la historia de Nicolás, un fotógrafo que se vuelve transparente cuando un 14 de julio una nave desconocida destruye el puente de Alejandro iii y un extraño fulgor deslumbra a los habitantes de la Ciudad de la Luz. Para el protagonista, su condición es más una maldición que una ventaja —debe esconderse de la gente y le resulta difícil conseguir alimento—, aunque la aprovecha para defenderse al ser atacado por sus enemigos.

La obra de Aridjis mezcla esoterismo, romance, suspenso y acción en una odisea parisiense que no escatima en descripciones de la urbe —fue escrita cuando el autor era embajador de México ante la UNESCO en París—. Resulta de especial interés el punto de partida de la narración, el cual se resume en el prólogo y cuyo comienzo es el siguiente: “Entre las tumbas de los muertos del cementerio de los Santos Inocentes caminaron los invisibles sobre cenizas. Por las calles lodosas fueron dejando sus huellas. De las paredes brumosas se desprendieron como siluetas amarillentas sólo perceptibles al ojo por el vaho que exhalaban a lo largo de calles estrechas y sombrías”. Más adelante se describe el terror que la presencia de estos seres produjo en los ciudadanos, y cómo “más de un hombre celoso acuchilló al vacío creyendo que un amante invisible yacía en la cama con su mujer o la espiaba en el retrete mientras hacía sus necesidades”.

Estos extraños seres también sacaron ventaja de su particular cualidad, pues, como menciona Aridjis, visitaban los albergues y restaurantes de Rue Saint-Denis para comer carnes ahumadas, pichones, perdices, codornices, y para beber vinos finos, desapareciendo a la luz de las candelas cuando el propietario llegaba con la cuenta. Se dice que el barullo duró un año y que los elusivos Rosacruces abandonaron Francia tan invisiblemente como habían llegado. Después de este prolegómeno inicia la historia de Nicolás, en la época contemporánea, la cual se desarrolla entre motocicletas, hampones y armas de fuego.

Curiosamente, esta década ha sido testigo de otra novela publicada bajo el mismo título, pero de un autor español, José María Merino (La Coruña, 1941), editada en la colección Letras Populares de Cátedra en 2012. En esta obra, la transformación del protagonista ocurre durante la Noche de San Juan, festividad “de larga tradición en España para celebrar el solsticio de verano, una noche en que las gentes bailan alrededor de la hoguera y se cuentan historias y leyendas fantásticas”, como apunta Santos Alonso. En este contexto, relacionado con los rituales y leyendas del noroeste español y tan propicio para la magia, Adrián, el personaje principal, encuentra una flor azul que le produce la invisibilidad debido a un encantamiento. Merino retoma las historias oídas en la región leonesa durante su infancia y construye una obra metaficcional cuyo protagonista comprende su transformación de la siguiente manera: “‘¡La flor de San Juan!’[…] ‘¡la flor que nos hace invisibles! Donde yo me crié se hablaba de la flor de San Juan, como se hablaba de janas de cabellos de oro que hilaban en las fuentes, o de un duende que era un ojo y que vivía dentro del erizo de una castaña, o de las mujeres que se volvían gatos por la noche […]’”.

Al igual que en la novela de Aridjis, la metamorfosis que ocurre en Los invisibles, de Merino, es involuntaria. Esto provoca al personaje profundos temores y una situación conflictiva que lo lleva a huir de la ciudad y refugiarse en un centro comercial, en donde vive durante un tiempo y conoce a una mujer invisible que se encuentra en su misma situación. Poco después descubren que no son los únicos, y que existe, además, un cazador que gusta de perseguir invisibles para darles muerte a tiros, como deporte. Esta historia tampoco carece de acción y romance, e incluye, además, una vuelta de tuerca en el segundo capítulo, titulado “Ni novela ni nivola” —género este último inaugurado por Miguel de Unamuno en Niebla—. En esta segunda parte, Adrián acude a un escritor para que le ayude a resolver su situación mediante la redacción de una novela —con el fin de enviar un mensaje a  los demás invisibles—: la que el lector tiene en sus manos. Este juego literario permite al autor introducir reflexiones sobre la invisibilidad y recetas de conjuros para alcanzarla. Los invisibles, además de ser una obra muy amena, tiene la virtud de recuperar historias antiguas y alusiones sobre el tema, como la del papa Ugolino, quien, de acuerdo con la novela, concedió una serie de privilegios a quienes lucharon contra las fuerzas del mal, entre ellos a los cazadores de invisibles, por creer que estos últimos estaban relacionados con potencias diabólicas: “Los íncubos y súcubos que por las noches asaltaban lujuriosamente a mujeres y hombres, serían gente invisible”.

La posibilidad de perder la corporeidad ha inspirado a numerosos autores, cineastas y creadores en general, debido a la atracción que el tema ejerce en el ser humano. La búsqueda de la invisibilidad ha sido objeto de múltiples hechizos y encantamientos, pero hasta ahora no hay noticias de alguien que la haya conseguido. La ausencia de imagen puede ser, no obstante, una maldición, y casi siempre una señal de algo maligno. Los vampiros no tienen reflejo; los espectros son transparentes. Lo cierto es que, si algo nos han enseñado estas obras literarias, nada bueno ocurre al obtenerla. Si, por el contrario, la invisibilidad nos encuentra sin buscarla, hay que tener mucho cuidado, existen hampones y cazadores de invisibles desde, al menos, el siglo XIII. EP

Más de este autor