Prohibido asomarse: Epidemia
Origen
¿Cuándo comenzaron a añorar lo que estaban convencidos de haber perdido? No sucedió súbitamente pero lo único que se recuerda es una mañana cuando despertaron sobresaltados, seguros de que algo funesto había ocurrido.
Surgió primero el susto que cedió con rapidez a la desconfianza impidiéndoles hacer cuanto antes realizaban sin apenas pensarlo. Prefirieron encerrarse en sus casas con la ilusa esperanza de que allí estarían seguros. Así se vaciaron las calles. Durante un tiempo la reclusión voluntaria los apaciguó pero luego la ira redobló sus fuerzas franqueando los umbrales y se adueñó de todos los rincones como una marea incontenible.
Antes y después
Antes es un lindero. Señala la inercia que lo arrolla todo llevándoselo en su caudal de destrozos. Es la historia. Después marca la conciencia de haber perdido algo esencial sin saber de qué se trata. Es lo que nos aguarda. En cambio, creemos poder aferrarnos al presente aunque, apenas lo nombramos, alimenta la inercia milenaria que nos arrastra. Algunos lo celebran como si mediante el encomio del instante fueran capaces de conjurar su transitoriedad.
El verano retorna pero bajo su luz hay un panorama de ruinas dilapidadas que hará imposible cualquier refugio.
Umbral
–Esto no puede seguir así.
Eso afirman ante cada nueva atrocidad que los medios se apresuran a difundir y que, según la gravedad de la noticia, repiten como si se tratase de un mantra.
–Esto no puede seguir así.
Pero los cadáveres continúan apareciendo decapitados o vaciados.
Muchos están aterrados mientras otros rabian exigiendo justicia pero, sin excepción, todos se congregan ante el televisor a la espera de los noticieros como quien aguarda el último capítulo de una serie apasionante. La renovada contemplación del horror hace familiar lo siniestro. La voluptuosidad de la violencia es inconfesable pero compartida.
La estabilidad perdida
Dieron por echar de menos la estabilidad. Pero lo cierto es que durante ese tiempo ahora añorado la mayoría padeció la inestabilidad. La única diferencia es que después las excepciones fueron haciéndose menos significativas.
Tomar precauciones
En todas las oficinas públicas proliferaron los guardias y el acceso se añadió a los trámites con los que diariamente lastraban a los ciudadanos. Era el precio por vivir en un mundo que, soñándose moderno, se había negado a cambiar. Su presencia no resolvió la inseguridad pero permitió dar empleo a quienes poco antes se dedicaban a asaltar transeúntes.
Pronto la clase social fue definida por los niveles de una seguridad ficticia. Algunos se congregaron en islas rodeadas de murallas electrificadas y patrulladas por guardias armados, que por la noche soltaban perros entrenados para matar. Otros con menos recursos, pero no inferiores en iniciativa, procedieron a cerrar las calles y a colocar casetas de vigilancia en los extremos donde los policías exigían identificaciones a quienes pretendían entrar a un espacio que antes del miedo era público. Cada hogar suspiraba por el ladrón anónimo como los viejos que, a pesar de su decrepitud, los consume la lascivia.
A esto llamaron tomar precauciones.
La guerra
En nombre de la salud pública, del bienestar de la nación y de los principios morales un hombrecillo se disfrazó de soldado. El uniforme le quedaba grande así que apenas se le veían las gafas cuando con gesto torero anunció la guerra contra el crimen organizado.
–No claudicaremos —dijo encaramado en un banco para alcanzar el micrófono— hasta ganar la batalla.
Al clarín de las trompetas se pertrechó al ejército pero los criminales no se cruzaron de brazos, adquiriendo lo mejor que la industria de la muerte ofrece. Por su lado, las comunidades desempolvaron los rifles de caza y, organizándose, reunieron fondos para pertrecharse. Incluso los ciudadanos de a pie que solo habían sido capaces de disparar pistolas con cartuchos de pólvora en las fiestas de disfraces calcularon ahorrar para adquirir armas con la inútil esperanza de que garantizaran su seguridad.
Ese fue el origen de la peste.
Miseria desnuda
–¡Esto es una pocilga! —bramaron los apasionados.
Ninguno quiso reconocer que sus reivindicaciones justicieras ocultaban intereses tan egoístas como las de los opresores, a quienes ansiaban tirar de sus atalayas para ocuparlas.
–¡Un maldito chiquero! —aullaron revolviéndolo todo pero cuidándose de dejar intacta la raíz de la esclavitud.
Así exhibieron su miseria desnuda.
Contagio
Se contagiaron haciendo competencias patrióticas para examinar quién odiaba con mayor intensidad. Se propusieron encontrar al culpable, apresarlo, pasearlo entre la multitud y destrozarlo de la misma forma que destruyeran los monumentos.
Cuando alguien sugirió establecer una línea de investigación que identificara a los responsables fue linchado. Sus despojos solo atizaron el apetito de la masa que olvidaba sus diferencias tribales para exigir otra cabeza y no les importaba que al cercenarla alimentaran cuanto afirmaban rechazar. Todos esos cráneos erigirían una muralla de terror.
El odio es una epidemia.
Aparición del Caimán Dorado
Convencidos de que habían alcanzado el límite de su resistencia buscaron formas de organizarse. Solo un milagro podría salvarlos, y entonces apareció el profeta. Los más airados volvieron la mirada hacia quien los redimiría y, como hace siglos, exhortaron a sus seguidores a acatarlo.
–Más allá del límite está la aniquilación —dijo jacarandoso el Caimán Dorado.
Y hacia ella se precipitaron los acarreados.
La ciudad
Invadida, las calles destripadas, los adoquines levantados, abandonados los jardines, derribadas las estatuas que mutilaron para usarlas como proyectiles, la ciudad se volvió un vasto campamento de tribus enemigas. En lugar de garantizar la paz imperó la confusión acechante, reconocible y ajena a la vez como sucede en las pesadillas. Cualquier automóvil estacionado podía ocultar un peligro y todo era posible al dar la vuelta en la esquina. Abierta a toda forma de inclemencia, la ciudad devastada se volvió una letrina.
Diálogo
–No hay mal que por bien no venga —dijo, conciliador.
–Ni pendejo que no se merezca el castigo cuando lo único que hace es alzarse de hombros.
Ni uno ni otro ayudan a esclarecer las fuerzas oscuras que nos controlan y se abaten cuando menos se las espera. Cuanto es importante en la vida de cada ser humano sucede independientemente de su voluntad.
Estampida
Se abalanzan incapaces de prever las consecuencias de su infamia que se ha apoderado del centro mismo de sus corazones vaciándolos de cuanto hubiera en ellos de humano. Todo lo han sacrificado y sobre todo la confianza y ni siquiera el peligro más grave los hará retroceder. Nada podrá devolvernos la calma.
Docilidad
La vida de los primitivos es controlada por la tribu que somete a los individuos impidiéndoles pensar por sí mismos. El problema surgió cuando, mirándose unos a otros, rechazaron cuanto antes hacía posible la convivencia. Con docilidad de jauría el clan no reconoce más que la presa. Quien aspire a despertarlos de la prisión de su lealtad canina pagará con su vida. La masa crece mediante el odio frenético contra la reflexión.
Perseverancia
Agotada momentáneamente la marea del odio, lo que permanece es un rechazo perseverante a la espera de su momento. La vacuidad de los rostros encierra ensoñaciones sangrientas.
Cada uno goza el caos en el que encuentra la ilusión de igualdad.
El verbo profético
El Caimán Dorado habla interminablemente. Ha consumado el arte de decirlo todo sin expresar nada. Pero en el laberinto de sus palabras sabe perder a los hombres. El profeta es sirena que llama a la renovación y promete el espejismo de otro paraíso. Su retórica es vetusta pero no vana. Los conjurados no requieren razones.
Ensueño del profeta
La destrucción del mundo no le basta. Sueña con la del universo entero, con una conflagración cósmica que lo eriza de placer. Súbitamente sale de su trance enternecido al contemplar las piruetas de la araña esforzándose por escapar del agua que inunda el lavabo.
Veneno
Hay cosas que quisiéramos innombrables. Pero cada una prolifera y esparce su veneno. Así anida la vida en este país.
Resentimiento
Nunca se sabe cuánta violencia será necesaria para saciarse y liberarse de lo que hasta hace un momento dormitaba en el pantano y, despierto, se revuelve en el fango y exige destruirlo todo en nombre de la justicia. El resentimiento es una pasión fúnebre.
Teatro
Espectáculo y espectadores terminaron por confundirse. Quienes observaban se encontraron actuando. Abiertos los diques entre escenario y realidad la representación no difirió de la acción. Abolida la razón, el Caimán Dorado reemplaza a los héroes de antaño precipitándolos de sus pedestales. Habiéndose apropiado de sus hazañas no permite ninguna duda acerca de su mensaje: la suma de los cuerpos es la ruina de la inteligencia. ~
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).