El espejo de las ideas: Teología del mal
Es difícil para alguien como yo aceptar que haya temas en los que la teología pueda ser más cercana al hombre que la filosofía, incluso más útil que la misma; admitir que el discurso sobre Dios pueda ser capaz de ofrecer, incluso al ateo, mapas más finos que los filosóficos para definir una ubicación existencial y precisar una postura.
Uno de esos temas es el mal. Especialmente el mal innecesario e infringido, aquel que, habiéndose podido evitar, alcanza a los inocentes. A diferencia del mal-desgracia, que es el de los terremotos y los virus, la crueldad —aún en el supuesto de ser banal—1 constituye una afrenta para cualquier construcción discursiva, una piedra de tropiezo para la racionalidad misma, una frontera del lenguaje, de algo irracional, humanamente imposible de metabolizar.
La propuesta de Adolph Gesché al respecto es digna de nuestra consideración: “Que la cuestión (del mal) pase por Dios no es simplemente algo que esté permitido o que sea interesante. Sino algo que resulta necesario, que pertenece a la naturaleza y la exigencia misma de la cuestión”.2 Lo propio de la teología, sea cual fuere la cuestión, es tomarla y ponerla en Dios, hacer que atraviese la palabra Dios como una resistencia y observar qué ocurre entonces.3
Aunque también insuficiente, el discurso teológico se nos presenta frente al mal ineludible. La contundencia del mal obliga al hombre a mirar al cielo ya sea para rebelarse o para consolarse, ya para afirmar apologéticamente la existencia de Dios o para negarla; ya sea para blasfemar o para enlistarse en las filas del Eterno.
La serie de ensayos que el propio Gesché construye en torno al mal desde el supuesto metodológico de “un Dios para pensar”4 atiende profunda y genialmente las preguntas existenciales con las que, desde niños, el mal nos ha atormentado. Nos permite volver a encontrarlas con el mismo asombro infantil pero con mayor maestría.
Este texto se limita a recordar de la mano de Gesché las cinco posturas básicas que, frente al mal, la humanidad ha vertido en torno a Dios.
Con ellas aspiramos también a mirar la modernidad desde un nuevo ángulo; esta, tantas veces explicada por su epistemología, puede también explicarse como reacción frente al mal.
Pro Deum
Durante la llamada primera modernidad, que arranca con Descartes, pasa por Kant y llega a Hegel, la filosofía —fundamentalmente en manos de Spinoza— rechaza el fideísmo de las religiones tradicionales y se funda en el marco de una religión racional, una teodicea que fundamentalmente declara a Dios inocente del mal.
Para esta primera postura, pro Deum, el mal es fundamentalmente atribuido a la libertad humana que, a pesar de sus trágicas consecuencias, sigue siendo respetada por Dios.
La postura de quienes quedan saciados definiendo al mal como ausencia de un bien debido constituye, en la perspectiva del teólogo belga, una segunda cara de esta misma opción fundamental.
Este discurso tiene un impacto singular en el creyente de a pie que, aunque distante de la discusión académica, se tranquiliza frente a un Dios que no solo los curas sino también los letrados declaran inocente frente al mal, bueno y justo.
Contra Deum
Los siglos XIX y XX fueron protagonistas de una segunda modernidad en la que la ancestral idea del mal que cuestiona la existencia de Dios adquiere una dimensión distinta y de signo contrario en la argumentación filosófica.
Esta segunda modernidad presenta un reto tanto a la fe razonada como a la misma piedad popular. Cimentada en Marx, Nietzsche y Feuerbach (a los que pudiéramos sumar entre muchos a Sartre y Freud) se construye sobre el argumento simple y categórico: Hay mal, por lo tanto no hay Dios.5
Antes de aceptar un Dios cómplice o coexistente con el mal, el contra Deum de la segunda modernidad prefiere declararlo inexistente.
Su impacto en la cultura material es paradójico. Sueña con liberar a la humanidad de la emancipación de Dios. Prescribe, para salvar al hombre, la muerte del Padre. El supuesto liberado no solo queda inseguro sobre su salvación, sino que —peor aún— rompe gradualmente sus vínculos comunitarios. Se queda solo. Además, la expulsión de Dios no mitiga su dolor ni explica el sufrimiento.
La segunda modernidad proclama la muerte de Dios, pero no la del mal, que sigue escandalizando y problematizando nuestra existencia.
In Deo
Más que por el contenido o el tono de sus argumentaciones, las posturas in Deo se hermanan en la opción de tomar a Dios como interlocutor. Pelean, increpan, cuestionan u oran con violencia; espetan su repugnancia frente al mal: corren el riesgo de la resignación o la blasfemia. Pero no hablan de Dios sino con Dios.
En el espejo de su fuerza vital, los detractores y los defensores de Dios se miran débiles, incluso similares.
Quienes defienden a Dios como quienes lo atacan, frente a la fuerza de quienes los increpan, se descubren paradójicos hermanos. Hablan del dios de los filósofos, de Dios para-sí o en-sí, no del Dios-para-nosotros.
Defendiendo o eludiendo a Dios no eluden el problema humano del mal. No son capaces de responder al grito del hombre, no resuelven la aflicción de las víctimas, su indignación ni su grito, que no es tanto un grito contra Dios sino contra el mal.
Los defensores de Dios llegan incluso a parecer blasfemos, ya no por dirigirse violentamente a Dios sino porque, al entrar precipitadamente en su defensa, parecieran no creer en un Dios capaz de soportar la cuestión y hacer algo en consecuencia. El defensor ideológico de un Dios con el que no parece estar dispuesto a hablar parece en ocasiones distinto y distante de la fe en un Dios de salvación, que necesariamente asume el riesgo de la humillación.
Exageré. En el fondo, no se trata de posturas irreductibles, sino de temporalidades, de dar tiempo al tiempo. Parece que en la teología, como en la cocina, hay cosas que se estropean por querer ir demasiado aprisa. Desde la necesidad ansiosa de salvar a Dios, el pro Deum, mete al microondas al mal que reclama como pocos temas cocinarse a fuego lento. Hay que dar tiempo incluso al error para que eleve su voz, hay que hablar a Dios y descifrar sus gestos, hay que soportar incluso su silencio: de eso va el tercer tópico del mal: el in Deo.
Ad Deum
El ad Deum constituye una categoría del in Deo, difícilmente diferenciable de la misma. Constituye el ámbito de los hombres y mujeres de la Biblia. Refleja a quienes, mordidos por la serpiente del mal, unen la teología a la oración, a los que levantan su voz para hablar de tú a Dios.
El salmista protesta: “¿Por qué, Señor, te quedas lejos y te escondes en los momentos de peligro?”.6
Manifiesta su angustia:
¿Hasta cuándo, Señor, me olvidarás?
¿Eternamente?
¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?
¿Hasta cuándo estaré angustiado con el [corazón apenado todo el día?
¿Hasta cuándo triunfará mi enemigo?7
Se desespera: “No estés callado, no estés mudo e inactivo”.8
Job maldice:
Desaparezca el día en que nací y la noche en que se dijo han concebido un varón
Que ese día se vuelva tinieblas,
Que Dios desde lo alto se desentienda de él
Que sobre él no brille la luz
Que lo reclamen las tinieblas y la sombra...9
El mismo Jesús, clavado, levanta la voz: Eloi Eloi Lema Sabaktani (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?).10
La fuerza vital de sus expresiones asume a Dios como interlocutor y muestra con ello una fe que, a diferencia de la de los apresurados apologetas, no es de orden ideológico.
Cum Deo
Para comprender el cum Deo, la quinta y última postura referida por Gesché, habría que entrar a la teo-lógica cristiana, que acaso es una anti-lógica y una paradójica.
Un Dios ya no solo único (como el del Islam) y personal (como el de Abraham), sino encarnado, responde al clamor de los golpeados inesperada y radicalmente: haciéndose uno de ellos.
La encarnación es expresión de un Dios responsable y entendido que complementa las asignaturas pendientes de su creación que con la vida “salda sus cuentas”. El hijo de Dios nunca da una explicación acerca del mal: simplemente lo enfrenta. El mal, que vence a los filósofos, que se reconoce como una situación límite, un exceso, es enfrentado mediante y por otro exceso.
Las señales, opciones y circunstancias del nacimiento de Jesús de Nazaret representan para el cristiano el abrazo de Dios a los marginados, su solidaridad con los humildes, los hambrientos y los perseguidos de la historia. Pero significa también una oferta de reconciliación para sus victimarios. La encarnación cristiana, que es solidaridad divina con la víctima, significa también la mano de Dios tendida al transgresor, una invitación a la conversión. Dios apuesta por quien nadie apuesta. He aquí su transvaloración, su paradójica.
Victimas y victimarios, en extrañísima vocación etimológica, se reconocen llamados a trascender su rol transitorio, a saberse victoriosos.
Visto en el espejo de esta transvaloración, el mal afecta a Dios, complica sus planes y sus apuestas: lo escandaliza.11 Dicho de otro modo, el mal ya no es una objeción contra Dios, sino que Dios se transforma en una objeción contra el mal.
Pero hay algo más: Dios pone entre paréntesis su omnipotencia; es, más que intervencionista, solidario; se amputa las manos en busca de hombres y mujeres dispuestos a prestarle las suyas.
A Jesús, que hace del amor a Dios y al prójimo un solo mandamiento, ya no habrá que buscarlo en los templos, sino en el encuentro con los abatidos. Es así como las nociones de creación, encarnación, redención, vocación y apostolado, fundamentales en la cosmovisión cristiana, se siguen y se requieren.
En términos de lo que nos ocupa: invitan a combatir cum Deo, junto a Dios mismo, el escándalo del mal: a anunciar con él buenas noticias a los afligidos, a proclamar la libertad a los cautivos y la liberación a los oprimidos.12 Nos invitan, en suma, a anunciar a todos proféticamente la buena noticia del amor —personalísimo, absoluto, dignificante— de Dios.
Al grito de: Eloi Eloi Lema Sabaktani (¿Dios, por qué me has abandonado?), responde Dios mismo, conmovido: Efeta (escucha), Talita Kum (levántate y anda) y Abbá (hacia el padre).13
Una tercera modernidad posible
Nuestro tiempo, víctima del incumplimiento de las promesas de la modernidad racionalista, se define por la decepción. Desde la orfandad, la soledad y el desengaño nos pone frente a un dilema fundamental, probablemente definitivo.
Sin embargo, su desnudez supone también libertad para encarar las paradojas y contradicciones que le presenta la agotada modernidad, para soñar, para ensanchar su noción de racionalidad y para reconocer las fronteras de la misma, para engendrar nuevos lenguajes que le permitan atender su vocación histórica, para romper su soledad.
La posmodernidad es, pues, ciertamente desencanto, pero es también libertad y osadía inéditas. Así, este tiempo nos habilita para trascender la visión del dios triste y cosificado de los filósofos y ensayar una osadía cualitativamente distinta a la de teístas y ateos. Tal es, a los ojos de Gesché, el llamado de la tercera modernidad.
El creyente encuentra en Jacob, Job y Jesús modelos para dicha osadía que ya no consiste en discutir sobre Dios (y su relación con el mal) —lo cual no deja de ser cosificarlo—, sino en presentar a Dios nuestras aflicciones, en hablarle “de tú”, en gritarle. Los relatos bíblicos presentan un Dios igualmente escandalizado frente al mal que, antes y más allá de cualquier racionalización sobre el mismo, se solidariza con la víctima, un Dios-para-nosotros, responsable de su creación, capaz de completarla con la redención, que se convierte en la última de las víctimas y que invita a los hombres como colaboradores de su apuesta.
Pasar del contra o pro Dios moderno al a Dios, en Dios y con Dios bíblico es una vocación esperanzadora para un tiempo espiritual como el nuestro. Los que lo han abrazado parecen ser los mejores de entre nosotros. Son los Chinchachomas y los Solalindes, los Veras y los Pros, los Mandelas y los Gandhis, las muchas tía Lupita, las Patronas y las organizaciones defensoras de derechos humanos, los Ruiz, los Sicilias, Leñeros y Prietos que, con su testimonio, nos reflejan una mejor manera de ser personas que alimenta la esperanza frente al mal. ~
1 Pienso en la controversial tesis de Hannah Arendt expuesta en Eichmann en Jerusalén: Estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, cuarta edición, 2003.
2 Adolphe Gesché, El mal, Ediciones Sígueme, 2010, p. 31.
3 Ibíd., p. 29.
4 Íd.
5 Malum, ergo non est Deus.
6 Salmo 10.
7 Salmo 13.
8 Salmo 83.
9 Job 3.
10 Marcos 15.
11 Con base en su raíz etimológica podemos entender al escándalo como una piedra de tropiezo, como un obstáculo serio e inesperado, amenazante.
12 Isaías 61:1.
13 El padre Chinchachoma solía proponer esta relación (y esta secuencia) de las cuatro expresiones, dispersas en los Evangelios, que los traductores optan por dejar en Arameo: una genial intuición teológica.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como director general y consultor del despacho Síntesis.