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#CuotaDeGénero: Hasta que pase el huracán

Abril Castillo | 24.09.2018
#CuotaDeGénero: Hasta que pase el huracán
#CuotaDeGénero es el blog de Abril Castillo en Este País y forma parte de los #BlogsEP

Yo pensaba que el desorden eran papeles por todos lados y libros sin acomodar, pero cuando me mudé me di cuenta de lo que era romper el orden de las cosas. Terminar un juego y recoger e irte. El orden, lo impoluto, es la muerte. La vida está en los papeles regados por la mesa y huracanes que acaban de pasar.

Pero cuando vemos a la muerte cerca, queremos reponerlo todo en su lugar de inmediato.

***

No quisiera tener que recordar cuando los candelabros del estudio me hicieron darme cuenta de que estaba temblando, ni de que cuando en el camellón esperaba a que todo parara sentí que era posible que nos muriéramos ahí juntos Hernán, Rosaura y yo, aunque estábamos abrazados y también el resto de gente a nuestro alrededor, como si no hubiera un lugar seguro ya en el mundo.

El resto de la tarde lo pasé en un parque esperando a que volviera Xivo, el perro de Andrea y Paco. Como en la película de Forrest Gump, no teníamos idea de lo cerca que Xivo estaba, más que al final de la historia. Sonó la alarma y Xivo salió corriendo a resguardarse y nadie lo pudo agarrar. Paco pasó horas recorriendo círculos cada vez más grandes: Narvarte, Doctores, Roma, Condesa, Álamos. Le presté mi bici y me quedé sentada junto a esa gran BJ en el Parque de las Américas, con mis dos gatos en una transportadora, con Santiago, con Dani, con Andrea. Con vecinos que pasaban y se iban. Escuchando las noticias en el radio del taxi de sitio que teníamos enfrente de nosotros. Patrullas y camiones de bomberos que no sabían hacia dónde ir. Una ambulancia que tejió un trébol perfecto en el cruce de Vértiz y Diagonal San Antonio dando vueltas en U, tratando de encontrar un destino que probablemente estaba en ese ojo de la flor que trazó con su sinsentido.

Xivo seguía sin aparecer y Paco estaba cada vez más alterado. Andrea no podía respirar y de pronto no sentía las manos. Cerramos los ojos y respiramos juntas hasta que recuperamos el cuerpo.

Las noticias del radio: edificios caídos. Mensajes de amigos y familia reportándose.

Todo el mundo en la calle. Ale y Carlos pasando por el parque. Cada uno me dio las llaves de su casa. Yo no quería volver a la mía. En mi edificio se había ido la luz y había una fuga de gas. Mis libreros tirados.

Se hizo de noche. Paco volvió triste, sin Xivo, y agotado. Nos sentamos todos los que ahí estábamos para convertirnos en ese elemento constante en las tomas donde todo se mueve menos uno. Las nubes, los coches, el suelo, la gente. Y ahí en el parque seguimos nosotros sentados. Santiago, Andrea, Paco y yo. El otro perro de Andrea, Pancho. Mis dos gatos: Parvana y Aparicio. No nos movimos mientras todo a nuestro alrededor no paraba.

Y en eso, el teléfono de Paco sonó. Alguien tenía a Xivo en el edificio de enfrente. Una pequeña victoria.

No poder seguir ya ahí. Caminar a casa de Santiago. No volver a la mía en dos semanas. Vivir un martes eterno durante no sé cuánto tiempo.

No quiero recordar nada de eso.

***

Hace dos meses tiraron todos los balcones de mi edificio sin pedir permiso a la delegación. Un par de trabajadores llegaban y tocaban a tu puerta sin previo aviso y los tenías que dejar entrar. No tenían protección de ningún tipo. Se paraban por dentro de mi balcón, puertas abiertas hacia mi recámara, y con un mazo tiraban sus paredes de concreto que se desperdigaban por el piso de mi casa, mi cama y, como era de esperarse, parte del cascajo caía a la calle. Mi cuarto quedó lleno de tierra y piedras, y de ahí también el sendero que lo conecta con la puerta de salida: la entrada de la cocina, los libreros, el comedor, el pasillo de afuera de mi casa.

Protección civil clausuró los trabajos por dos meses. Varios amigos cercanos que también son vecinos me mandaban una foto de la puerta cuando pasaban por mi edificio. Y les contaba la historia del balcón.

Semanas después, de una u otra forma consiguieron el permiso. Comenzaron a pintar por dentro, mal y con prisa. Nos mandaron una ambigua circular donde nos avisaban que se trabajaría en la remodelación. Le pedí a la portera del edificio que acordáramos bien las fechas para poner el balcón, porque no suelo estar aquí.

Tocaban a las ocho, a las nueve, a las diez de la mañana. ¿Puedo pasar a tu cuarto a pintar tu puerta? ¿Puedes venir mañana a las once? Tocaban a las ocho, a las ocho y media, a las nueve de la mañana. ¿No quedamos que a las once? Pero va a llover. Ok, pasa. Voy por las pinturas. Dos horas y media esperando. La trabajadora pintó mi cuarto. Dejó el vidrio manchado de rojo pero, me informó, no se notaba desde afuera, sólo desde dentro. Pero yo vivo adentro.

Manchas rojas en el piso de madera en mi recámara. En el pasillo. En la entrada de la cocina. Mi hijo está enfermo, me cuenta. Manchas rojas en el comedor y en todos los pasillos de afuera de todas las casas de adentro del edificio. Gracias, adiós.

Y luego un golpe incesante en las ventanas. Pintores afuera de mi sala. Cuidado, estás pegando en un vidrio con tu andén de madera. Vidrio roto en mi cara. Deja pasar a la chica a que barra. No fue mi culpa, está mal puesto tu silicón, lo tendrías que haber cambiado hace años. La administración lo debió haber cambiado, no yo, además le pegaste. No. Sí, le pegaste. No. Deja que pasen a barrer.

No. Ya nadie puede entrar a mi casa.

Reponer el vidrio sin esperar que me lo paguen. Aceptar que el día está perdido.

Mañana siguiente: golpe incesante en las ventanas. ¡Cuidado! ¡¡Cuidado!! ¡¡¡Cuidado!!! Vidrio roto. Reponer el segundo vidrio. Decirle al de los vidrios de broma: ahora sí, espero no volverte a ver pronto. Y que él me responda: sí, nos vemos pronto, mientras se va y no escucha que era un chiste ni lo entiende. No era un chiste. Ya no quiero que me rompan más vidrios.

Una semana después: una carta de la administración pidiéndome que desaloje el departamento porque no dejo a los trabajadores trabajar.

Llamada a la administración: dos paredes.

Llamada al supervisor: un acuerdo.

Ayer terminaron de poner el balcón. Mientras me bañaba escuché un golpe incesante en la ventana del baño. Salgo corriendo con apenas ropa y sin zapatos a la azotea: ¡Cuidado, están a punto de romper otra ventana! No es cierto, me dice el mismo pintor que ya rompió dos.

Terminar de bañarme. Sentirme como ese personaje de la Pantera Rosa que sólo quiere dormir. Soñar con recuperar mi lugar seguro para poder seguir trabajando, viviendo, estando. Para poder seguir.

***

Nunca volví al estudio después del temblor. Debería volver ahora que en mi casa diario hay trabajadores tocando la puerta y un pintor que hoy casi me rompe la tercera ventana.

Recojo los vidrios rotos y los envuelvo en periódico. Eso lo aprendí de Ana una vez que en su casa se rompió un vaso. Lo barrió y lo puso sobre periódico y bien envuelto lo tiró en una bolsa. Y a la bolsa le escribió grande: CRISTALES.

 

***

Hace un año Elizabeth vivió un mes en mi casa. Me pidió, mientras se fue a la playa, que le recomendara libros. Yo estaba leyendo todo Zambra y le recomendé Formas de volver a casa y Bonsái y Facsímil. Me invitó a ir con ella a la playa. Era mayo.

Nos fuimos a Tulum. El hostal nos incluía el préstamo de bicicletas. Nos fuimos andando a la playa más lejana que encontramos y pasamos todo el día ahí, hablando, bebiendo, comiendo, nadando. Cuando se puso el sol, nos fuimos de vuelta al hostal, borrachas y sin temerle al peligro. No había ninguna luz más que el cielo, y lo que nuestros celulares alcanzaba a alumbrar, acaso a un paso a la vez. Construir una vereda con luz intermitente, como en Alicia en el país de las maravillas. Sí, la de Disney. Cuando llegamos sanas al hostal, Eli se dio cuenta de que había dejado una parte de su traje de baño secándose en unas piedras. A oscuras anduvimos de vuelta en esa selva para recuperar la parte de arriba de su bikini. Después de eso fue que vivió un mes en mi casa.

Cuando regresó a Medellín, seguimos escribiéndonos. En la siguiente FIL de Guadalajara me mandó con una amiga editora suya un libro de Laguna, esa editorial cuya entera colección está compuesta de libros sobre la memoria: Hasta que pase un huracán. El libro venía acompañado de una nota que decía: "Porque tú me recomendaste otro libro".

Idalia me dio una cita que dice que las amistades siguen cuando estás en deuda; así se mantienen para siempre en equilibrio.

***

La semana pasada tembló con epicentro en la Narvarte. O en la Del Valle. O en la Benito Juárez. O sólo fue un rumor. Una fake news que ya jamás desmentí en mi mente.

Tembló también leve ayer. Y antier.

El otro día vi un artículo sobre por qué no sentimos el movimiento de rotación. Que es la misma razón por la que no sentimos el movimiento en un tren. El movimiento constante nos hace insensibles. Pensé que si me concentraba lo suficiente, podría sentirlo. Sentir el movimiento de rotación. Sentir mi magna casa.

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Hasta que pase un huracán es una novela de Margarita García Robayo. Su protagonista está atrapada en un pueblo chico con mar, cuidando de todos a su alrededor. Tiene un novio con el que en algún momento corta. Mientras él se va, lo mira por la ventana alejarse, ella fuma y quiere gritarle, pero no lo hace. Durante el tiempo que dura la opción de gritarle, imagina de golpe su vida con él: para siempre atrapada en ese pueblo chico, soñando juntos para siempre la posibilidad de algo más, con un hijo pequeño que escupe la papilla y ella en todo su agotamiento ya no quiere ni puede más. Su ahora esposo le promete felicidades futuras y ella sabe que nunca llegarán. Que en el fondo es imposible irse, que todo seguirá igual, hasta que pase un huracán. De pronto, vuelve del ensueño. El cigarro se ha terminado y su novio ya no está bajo su ventana.

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La vida está en el cambio. La muerte se cuela cuando algo está demasiado tiempo en un lugar. La vida son los papeles desordenados cuando tienen lógica. Cuando sabemos leerlos. La muerte llega cuando olvidamos qué querían decir, cuando no recordamos dónde nos quedamos, cuando el separador de la novela deja de ser nada y empieza a marcar el papel que nadie volverá a abrir, una historia que no volverá a hablar.

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Vidrios rotos envueltos en periódico. Una leyenda grande que diga: CRISTALES. Y avisarle al de la basura que ahí vienen. Y darle las gracias. Esperar que no se corte. Tener cuidado. Asumir cada quien su responsabilidad. Resistir la sensación tan clara del movimiento del planeta. Aguantar y respirar profundo y confiar en poder respirar normal otra vez, otro día, luego. Aceptar vivir así, hasta que pase el huracán.

 

 

 

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La ilustración que acompaña el texto es de Elizabeth Builes.

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