ATRACTORES EXTRAÑOS: La imposibilidad de que la idea de un tiburón suspendido en una vitrina no termine, como obra de arte, descomponiéndose en la mente de alguien
Primera escena (Nueva York, 1964)
Hay inauguración en la galería Stable. Los asistentes se pasean un tanto atónitos, no saben si sonreír o entregarse al escándalo, pues el espacio está lleno de cajas de embalaje como las que suelen encontrarse en las zonas de descarga de los supermercados. Una de las salas está repleta de cajas de detergente, de colores azul y rojo sobre blanco. Son las ahora célebres Cajas Brillo de Andy Warhol, reproducciones en madera de las auténticas cajas de cartón con que solía distribuirse industrialmente el detergente, elaboradas en ese nuevo material para que parecieran “más reales”. A aquella ya mítica inauguración asistió James Harvey, un pintor abstracto que diseñaba envases y envolturas comerciales, y coincidentemente era el autor de la caja de detergente Brillo, la caja “original”. No sabemos si sintió que todo aquello no era más que un despojo, tal vez un chiste de gusto incierto que no revelaba su sentido; tampoco si, de una forma oscura e indecisa pero persistente, se sintió halagado; después de todo, la brillantez de su creación quedaba allí de manifiesto como en ningún otro lado... Lo que sí sabemos es que se sintió aturdido al conocer el precio. Mientras que sus cajas no valían prácticamente nada y si acaso eran “resignificadas” como cajas para las mudanzas, las de Warhol valían una buena suma de dólares. ¿Cómo podía ser que unas se consideraran arte y las otras no?
Segunda escena (Londres, 1992)
En una galería que habría de pasar a la historia, se expone un tiburón tigre imponente, de cuatro metros y medio de largo, suspendido en una solución de formaldehído. La pieza, intitulada de modo un tanto filosofante y enredado, pero quizá por ello atractivo —La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo—, causa gran revuelo y su autor, Damien Hirst, junto a la galería que lo acoge y comisiona la obra —la Saatchi—, no tardan en volverse los emblemas de un fenómeno artístico y comercial sin precedentes, bautizado como los Jóvenes Artistas Británicos. Un par de años antes, un tal Eddie Saunders había expuesto en su tienda de material eléctrico del Este de Londres un tiburón martillo que había pescado en Florida. De hecho, no faltó quien sugiriera que Hirst se “inspiró” en el tiburón de la tienda para su propia pieza. Más de una década después, en la galería tradicionalista Stuckism, se expone el tiburón de Saunders como pieza artística y no como mero trofeo de pesca. Según sus galeristas, tiene el mérito de ser anterior a la obra de Hirst y de ser “auténtica” en el sentido de que capturó al tiburón personalmente, hazaña que por supuesto no puede presumir el enfant terrible de las artes británicas. Los “stuckistas”, como se hicieron llamar, además de preguntarse por qué el tiburón de Hirst sí debería ser reconocido como arte y el de Saunders no, tuvieron la puntada de poner a la venta el segundo tiburón —que en realidad anunciaron como “el primero”— con la siguiente frase publicitaria: “¿Para qué ir en busca de costosas imitaciones cuando puedes adquirir el original por mucho menos?”.
Como si intuyera que las galerías de arte se parecerían cada vez más a los pasillos de los supermercados, Warhol se propuso hacer arte con los objetos más comunes de la vida cotidiana, ya fueran botellas de refresco o periódicos, anuncios publicitarios o billetes de dólar. Mediante un proceso de recontextualización que llevaba a una nueva fase la idea fundacional de los ready-mades de Marcel Duchamp, en el que las cosas en apariencia más banales eran elaboradas como esculturas a fin de que lucieran “más reales”, el arte ya no volvería a ser el mismo. ¿Cómo discernir ahora entre las obras de arte y los objetos cotidianos, si en realidad el arte se trata ahora de las cosas que vemos todos los días? La cuestión decisiva es que si las Cajas Brillo de Harvey no eran consideradas arte (cuando mucho eran un magnífico diseño comercial en el que, sin embargo, nadie antes había reparado) pero las de Warhol sí, entonces parecería que cualquier cosa podría convertirse en una obra de arte si se desestabilizaba su identidad del modo apropiado, si se le daba vuelta o desfasaba mediante un acto artístico, en principio tan a la mano como desplazarla o ponerla de cabeza. ¿No se derivaba de ello la consecuencia más bien descabellada de que todos los objetos sobre la faz de la Tierra estarían a la espera de su entrada triunfal a los museos?
El filósofo Arthur C. Danto ha argumentado que, precisamente a causa de este tipo de perplejidades, las Cajas Brillo representan el fin del arte tal como lo conocíamos. A diferencia de Duchamp, que por sus propios lineamientos teóricos no podía fabricar sus ready-mades y los restringió a la recontextualización de objetos estéticamente “mediocres” o neutros, Warhol dio un paso más allá y problematizó de raíz la línea divisoria que solemos trazar entre la vida y el arte, entre lo profano y lo sacro, hasta el punto de que a partir de él se da la circunstancia de que podemos estar en presencia del arte y no darnos cuenta en absoluto. Podemos, por ejemplo, entrar a la tienda de material eléctrico de Saunders y no reconocer como arte el tiburón que él mismo ha capturado y exhibe allí, o, en sentido inverso, patear una caja vacía de zapatos a la entrada de la Bienal de Venecia porque no la reconocemos como arte.
El tan cacareado fin del arte marca el comienzo de otra cosa, que no nos decidimos a nombrar todavía. Por ello es que el tiburón de Hirst ha sido una y otra vez tachado por sus detractores de no-arte, de mera “obscenidad cultural”, de “un asqueroso espectáculo comercial”. Y, en efecto, desde cierto punto de vista —desde el punto de vista del arte al que estaba acostumbrada la humanidad hasta 1964—, no les faltaría razón. El problema es que, aunque ciertos críticos lánguidos y no pocos escritores se resistan, el despertador lleva ya décadas sonando...
En su ensayo “La filosofía de las islas”, G. K. Chesterton reflexiona sobre la importancia de las líneas divisorias, las fronteras y los contornos, y allí defiende que “aislar una cosa equivale a identificarla”. Para que sea posible la idea de santidad —dice Chesterton—, es necesario que se señalen espacios particulares donde lo sagrado tenga lugar; es preciso que se le acote y limite a días especiales, a días de fiesta y comunión y, en una palabra, que se le enmarque y circunscriba, salvándolo así de lo que llama “la degradación del infinito”. Otro tanto podría decirse de la idea de arte como una suerte de santidad, como una esfera que se despega de lo profano. En lugar de volver a enunciar la vieja pregunta “¿qué es arte?”, Warhol la sustituyó implícitamente por esta otra pregunta aún más desconcertante: “¿Qué diferencia hay entre dos cosas exactamente iguales, una de las cuales es arte y la otra no?”. Pregunta que, como Danto hizo notar, tiene que ver plenamente con la santidad, con nuestra idea de lo sacro, con lo que está más allá de la mundanidad de lo cotidiano, con todo aquello que, de algún modo, situamos más allá de lo efímero y lo corruptible, no importa si lo aplicamos al arte o a Jesús. A fin de cuentas, se pregunta Danto a propósito de las obras de Warhol, “¿cuál es la diferencia entre un hombre que es dios y un hombre que no lo es?”.
La posibilidad de descontextualizar un objeto cotidiano a fin de convertirlo en una obra artística a través de poner en juego las expectativas del observador, sus preconcepciones y automatismos imaginativos, gira en función de que el arte tenga un espacio particular, un recinto que lo acoja y proteja, una serie de líneas divisorias contextuales y de reconocimiento que lo salven de “la degradación del infinito”; recinto o líneas divisorias sin las cuales cualquier objeto, incluso el más banal y fugaz, podría convertirse en arte y entonces tal vez ya nada lo sería.
Más de veinticinco años después de que las cajas de embalaje de un detergente se convirtieran en escultura, Hirst se contentaba con continuar el gesto warholiano que inauguraba el fin del arte, potenciando, desde luego, la célebre premisa del propio Andy de “el arte como negocio y el negocio como arte”. Pero lo decisivo aquí es que si las líneas divisorias entre lo cotidiano y lo artístico parecen haberse borrado, es gracias a que en el fin del arte importa más que nunca el contexto, el domo en que se inscribe, aquellas fronteras y contornos que tanto valoraba Chesterton; a que las cosas de todos los días cambian de sentido y se cargan de otras connotaciones por un cambio de lugar, por un ambiente propiciatorio y desfasado que hace que ahora las apreciemos bajo una nueva luz, a pesar de que antes ni siquiera las veíamos. (No se puede pasar por alto que las dos escenas antes referidas sucedieron en galerías de arte y no, digamos, en bodegas de supermercados o en tiendas de material eléctrico.)
Esto me lleva a una última consideración. Si la cama destendida y manchada de secreciones de Tracey Emin (su cama “real”, otra de las piezas más famosas de los Jóvenes Artistas Británicos) contendió al Premio Turner gracias al atrevimiento de haberla sacado de su casa y expuesto en una galería, ¿qué pasa entonces cuando, en sentido contrario, sacamos el arte de sus límites reconocibles y lo insertamos en la vida cotidiana? ¿Qué pasa cuando el arte se queda sin contexto, sin paredes blancas ni pedestales, sin ninguna clase de techo, y es arrojado de vuelta en calidad de huérfano a la intemperie de la vida? ¿Qué pasa cuando la cama deshecha es devuelta a su habitación de siempre, bajo la misma luz neblinosa de la rutina?
Tercera escena (Washington, DC, 2007)
En un experimento más sociológico que artístico, el diario The Washington Post le propuso a Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, que tocara en los pasillos de una estación del metro sin anunciarlo, como cualquier músico aficionado que intenta ganarse la vida. Puesto que dos días antes, en un concierto en Boston, se habían agotado los boletos para verlo y cada uno costaba la friolera de ¡cien dólares!, se temió que hubiera aglomeraciones, que la gente se lanzara en masa a escucharlo y se generaran disturbios histéricos en los pasillos de la estación del metro, disturbios que incluso pusieran en riesgo la vida del violinista... Pero no. Como suele suceder en esos casos, la gente pasaba sin prestarle mucha atención, algunos pocos se detenían a escucharlo con beneplácito y tal vez azoro y le arrojaban unas monedas. Sólo una persona lo reconoció. EP
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Luigi Amara es poeta, ensayista y editor. Forma parte de la cooperativa Tumbona Ediciones. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998, el Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y el Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su obra más reciente es Nu)n(ca (Sexto Piso, 2015). Twitter: @leptoerizo