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#Crónicas: La nueva religión de ganar... dinero  

Héctor Toledano | 08.11.2018
#Crónicas: La nueva religión de ganar... dinero  
En #Crónicas recuperamos experiencias alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Héctor Toledano nos platica acerca de su viaje por Jordania. ¿Cómo es el Reino Hachemita? 

Esta crónica forma parte del libro Salomé Reloaded. Nueve días en un país que no termina de aparecer y las fotografías que la acompañan son cortesía del autor.

 

 

Las reverberaciones de este sucinto episodio en La casa de mi abuela comenzaron a parecerme significativas con el paso de los días, cuando me fue quedando claro que Rayray sería la única mujer jordana con la que tendría oportunidad de cruzar más allá de un saludo en todo el viaje (algo similar me sucedió en el viaje anterior). En ese momento, sin embargo, nuestro interés se centraba en la inauguración inminente de la Copa del Mundo de Futbol Femenil Sub-17, a la cual nos abocamos por entero en cuanto terminamos de comer. A pesar de que se trataba del motivo central de nuestro viaje al país, los boletos para el evento terminaron de conseguirse apenas un par de horas antes del silbatazo de arranque, tras un largo periplo por diversos rumbos de Amán, al que también tuvimos que sumarnos todos y que consumió de igual forma una buena cantidad de tiempo.

            Tal vez un kilómetro antes de que llegáramos al estadio, comenzaron a hacerse presentes algunos emplazamientos de las fuerzas del orden, pero lo cierto es que el operativo de seguridad establecido para el evento era mucho menos hermético de lo que yo había querido suponer. Si alguna célula terrorista se hubiera propuesto atacar la sede con una andanada de coches bomba o con una tropa de mártires suicidas no creo que hubiera enfrentado obstáculos de consideración. Nadie interfirió con nosotros hasta que llegamos a la puerta de las gradas y a quienes nos revisaron ahí parecían preocuparles mucho más el que fuéramos a meter alguna cámara no autorizada para filmar el evento (inquietud número uno de la fifa) que el que fuéramos a destripar a un centenar de inocentes. Como casi todo en el país, los procedimientos de seguridad no parecían apegarse a protocolos exhaustivos o inmutables, sino depender en alguna medida del ánimo de quien revisa y de la facha del revisado, así como estar siempre abiertos a la posibilidad del diálogo. Lo mismo sucedería en los hoteles donde nos quedamos, todos ellos equipados con detectores de metales y máquinas de rayos X, cuyos guardias también solían emprender sus auscultaciones de manera selectiva y con bastante desgano.

            Nada de lo cual disminuye la inusitada sensación de tranquilidad que te invade desde que llegas al país, más palpable e intuitiva, si se quiere, que racional, pero no por ello menos gratificante. Al igual que en el viaje anterior, a pesar del notable incremento de la actividad bélica en la zona, la verdad es que volví a sentirme mucho más seguro caminando en cualquier momento por las calles de Amán que cuando lo hago a ciertas horas por las calles que rodean mi casa en la Ciudad de México. Sensación que puede ser engañosa, por supuesto, y que nos dice mucho más de la realidad mexicana que de la jordana, lamentablemente.

            El registro histórico, en todo caso, señala que Jordania no ha sufrido ningún atentado terrorista contra la población civil desde 2005, cuando Al-Qaeda orquestó ataques suicidas en tres hoteles de Amán donde murieron 60 personas. Lo cual, en principio, lo presenta como un lugar más seguro en términos de terrorismo islámico que Francia, Bélgica, Alemania, Rusia y Estados Unidos, por citar algunos ejemplos prominentes. Acaso la seguridad que realmente cuenta es la que no se nota: los servicios de inteligencia jordanos son considerados por los entendidos como los más eficaces de la región después de los israelíes.

            El Estadio Internacional de Amán no es muy grande y estaba prácticamente vacío, pues el programa tenía previsto que primero se celebrara el partido México-Nueva Zelanda y luego tuviera lugar la ceremonia de inauguración, antes del partido España-Jordania, en un horario que acaso embonaba mejor con la agenda de los dignatarios encargados de presidirla (y con los horarios de la televisión internacional). Nuestros asientos se encontraban en la zona preferente del estadio, la que tiene sombra, justo por debajo de los palcos de transmisión. Desde ahí fuimos viendo llegar a numerosos contingentes escolares que comenzaron a ocupar el resto de la gradería, grupos de chicos y chicas que no dejaron de proyectar un intenso ánimo festivo aunque se estuvieran cocinando bajo los rayos del sol.

            Con el estadio a medio llenar dio principio el partido de México contra Nueva Zelanda, el cual no pintaba fácil para nuestras chicas, pues las kiwis parecían sacarles, en promedio, una cabeza de altura y unos diez kilos de peso. Su estrategia en todo caso fue tratar de imponer sobre el terreno tales ventajas físicas, a lo cual las mexicanas respondieron con técnica individual, colmillo canchero, juego de conjunto, toque de balón y una confianza en sí mismas que no solemos asociar con nuestros deportistas. De modo que aunque las veíamos volar por los aires con regular frecuencia, víctimas de la constante leña de la oncena austral, terminaron por aplastar a sus enormes rivales con un contundente 5-0 que nos llenó la cabeza de sueños.

            Jugado en ese nivel, por chicas de esas edades, el futbol dista mucho de ser el espectáculo vertiginoso al que nos tienen acostumbrados las mejores ligas profesionales. No tiene la fuerza, ni la velocidad, ni la complejidad táctica, ni la explosividad acrobática que distinguen al deporte en su expresión más depurada e intensa. A cambio de ello, se juega con total entrega, sin reservas de cálculo, afectación o malicia. Y en esa medida, su carácter ejemplar como epítome de la sana competencia impacta al espectador en estado puro: no hay cinismo capaz de resistir el encanto de veintidós muchachitas dándolo todo en la cancha sin otra motivación aparente que poner en alto a su país.

            Yo llegué sin expectativa alguna y salí transformado por el vértigo de la victoria, que no parecía responder únicamente al esfuerzo de las jugadoras que la habían obtenido, sino augurar un nuevo horizonte para la nación entera, libre por fin de complejos colectivos y de lastres históricos. El ritual mismo de la contienda, emprendido en condiciones de igualdad objetiva y animado por el espíritu del fair play, se erigía con argumentos irrebatibles como la fórmula insuperable para dirimir cualquier diferencia entre grupos antagónicos. El deporte parecía recuperar su dimensión olímpica, encarnar en la coreografía del esfuerzo las aspiraciones más sublimes del espíritu humano. Todo lo cual sirvió para refrescarme el impacto de su potencial ideológico, opacado en la realidad cotidiana por el mercantilismo, la violencia, la corrupción y la marrullería que degradan al deporte profesional en general y al futbol en particular. Comenzó a parecerme que si la fifa se molestaba en destacar a tal grado esta clase de futbol adolescente acaso fuera porque estaba requerida como nunca de una buena inyección de pureza. Y enseguida, inevitablemente, que al hacerlo lo exponía también al mismo tipo de dinámicas podridas que acabaron por volver impresentables los demás ámbitos de su emporio. Ya veremos cuánto dura la inocencia.    

            Al tiempo que nuestras chicas terminaban de triunfar sobre la cancha y mi mente conseguía convertir ese raro momento de plenitud patriótica en nuevos y abrumadores indicios de la insaciable rapacidad humana, nuestra zona del estadio se había venido llenando al total de su capacidad, en espera de los eventos estelares de la jornada: la ceremonia de inauguración y el partido del equipo anfitrión contra la selección de España. Como podía esperarse, buena parte de la concurrencia estaba compuesta por mujeres jóvenes, acompañadas, por supuesto, de sus familias. La mayor parte de ellas llevaba velo, como podía preverse, pero había también muchas otras con el cabello al aire, tal vez un poco más, en proporción, que las que suelen verse en la calle. No recuerdo haber descubierto ninguna con burka. Es inevitable, para el visitante inquisitivo, tratar de sacar conclusiones sobre la dinámica social de un lugar a partir de esta clase de observaciones. Por razones que valdría la pena examinar a fondo (que acaso ya hayan sido examinadas a fondo), en casi todos los grupos humanos el género femenino suele ser el último reducto de la costumbre ancestral. El hecho era que la totalidad de los hombres, niños y niñas sentados a nuestro alrededor hubieran podido pasar inadvertidos en cualquier otro estadio del mundo, mientras que la mayoría de las mujeres sólo podían haber formado parte de una comunidad musulmana.

            Velos de más o de menos, lo que el entorno proyectaba a fin de cuentas era prosperidad. Casi todos lucían buena ropa, llevaban lentes y relojes de marca, habían pagado boletos onerosos y ocupaban su tiempo en lo mismo que lo ocupa el resto del género humano con la posibilidad de hacerlo: sacarse selfies con sus celulares y compartirlas en las redes sociales. Su presencia en el evento parecía implicar de alguna forma una declaración de principios, cuya naturaleza precisa, en el contexto de sus propias circunstancias, resultaba por supuesto indescifrable para mí. Se palpaba la clara conciencia de que se sabían expuestos a la mirada del mundo y que resultaba imperativo proyectar una buena impresión. Cuando llegamos al estadio, fuimos conducidos a nuestros lugares por un nutrido contingente de jóvenes voluntarios de ambos sexos, que también vestían buena ropa, hablaban inglés con solvencia y se tomaban su papel muy en serio, acaso adoctrinados en el sentido de que el éxito de la organización debía ser visto por todos como un asunto de prestigio nacional.

            Algo de eso parecía animar también el entusiasmo con que se tocaban los tambores, se gritaban las porras establecidas y se agitaba una multitud de banderas jordanas. Lo que el ambiente evocaba, de una forma un tanto incongruente, eran los juegos de futbol americano en los high schools de los suburbios en Estados Unidos, que también suelen ser eventos familiares, giran en torno a un sentido de pertenencia y se llevan a cabo con genuino entusiasmo pero con total decoro. Lo peculiar aquí era que nada de eso parecía encajar con la realidad que permanecía inalterada más allá de las paredes del estadio, donde la inmensa mayoría de la gente no tiene dinero para pagarse tales lujos ni permite que sus niñas jueguen al futbol. Tal vez por eso, el asunto emanaba un vago aire aspiracional, como si tratara de reproducir por coordenadas una normalidad ajena, regida por un código del que sólo se conoce una parte, la más evidente.

            La ceremonia de inauguración, como todas las ceremonias de esa clase en el mundo, quiso ser una mezcla de maquinalidad colectiva a la Corea del Norte, llamado a la fraternidad universal estilo anuncio de Coca-Cola y esas bizarras dramatizaciones maniqueas a las que te someten con tus hijos cuando cometes el error de llevarlos a Disneylandia. Todo ello, por supuesto, en una escala más modesta que la establecida por las Olimpiadas o el Súper Bowl, menos grandioso y perfecto, lo cual, para mi gusto, terminó por agregarle encanto. No nos quedamos a ver el partido entero, que España dominó con holgura, como se esperaba. Sí lo suficiente, sin embargo, para constatar que sólo unas cuantas chicas del equipo jordano jugaban ataviadas de la cabeza a los pies, de conformidad con los preceptos de su religión. Esto parecía confirmar el carácter progresista de la práctica deportiva en el contexto local y reafirmaba la imagen que buscaba trasmitir el evento: en toda la propaganda que vi, ninguna de la muchas jóvenes que figuraban en los anuncios llevaba la cabeza cubierta.

            Cuando salimos del estadio, pasamos junto a unos ominosos vehículos artillados que no estaban ahí cuando llegamos y que sirvieron para devolvernos a la realidad que había quedado en suspenso durante unas cuantas horas. Nuestro desafío inmediato era cruzar un agitado boulevard de seis carriles para llegar hasta nuestro autobús, que quedó del otro lado en un terreno baldío. No había paso peatonal ni semáforo que pudiera ampararnos, pero ello no pareció arredrar en lo más mínimo a nuestros cabecillas. La manera jordana de torear el tránsito es muy similar a la mexicana, sólo que se lleva a cabo con mayor aplomo: simplemente plantan el cuerpo frente a los autos, como retándolos a que se atrevan a pasarles por encima. En aquella ocasión la practicamos de noche, en plena vía rápida, sobre la desembocadura de un paso a desnivel y llevando de la mano a la pequeña hija de Omar. Fue la aventura más escalofriante del viaje entero.

            Lo siguiente fue descubrir que el autobús en el terreno baldío había quedado totalmente rodeado por otros coches, que llegaron después y no iban a moverse hasta que terminara el partido. Supuse que tendríamos que esperar ese momento o volver al interior del estadio. Me pareció una muestra más de la torpeza organizativa que nos había llenado ese día de circunloquios inútiles y desviaciones sin sentido. Nuestro chofer, por fortuna, asumió la situación como un reto y al cabo de un sinnúmero de tortuosas maniobras logró liberar el vehículo de su trampa y sacarlo al arroyo de la avenida, no me pregunten cómo. El arte del arabesco inauguró aquella noche una variante inédita: la extracción de autobuses encajonados.  

            Aunque no lo supiera todavía, ésa sería mi única experiencia directa de la Copa del Mundo de Futbol Femenil Sub-17, motivo nominal de nuestro viaje a Jordania, consumada de tal forma y por entero el día de nuestra llegada. Mi percepción del evento terminó de redondearse unos días después, cuando una de nuestras compañeras periodistas me comentó que sólo cuatro jugadoras de la selección jordana eran musulmanas (las que vimos jugar cubiertas). Todas las demás eran cristianas, en un país donde menos del cinco por ciento de la población es cristiana. También me reveló, por lo demás, que la mitad de las chicas que componen nuestro equipo nació, se formó, vive y juega en Estados Unidos. Lo cual no es que fuera un secreto, pero tampoco lo que se solía destacar. Terminó de quedarme claro que en el deporte como política y negocio las cosas no tienen por qué parecer lo que son, sino lo que conviene que sean.

 

Propaganda futbolera en el aeropuerto de Amán

 

 

Realidad futbolera en el estadio de Amán

 

Pasión por el deporte

 

 

Pasión por la selfie

 


Hinchas de la prosperidad

 

 

Cara a cara con el resto del mundo

 

 

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Héctor Toledano. Nació en la Ciudad de México, el 1 de octubre de 1962. Narrador. Cursó estudios de Psicología en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, Guadalajara, Jalisco; de Economía, en el ITAM, y de Letras Modernas Inglesas, en la UNAM. Diplomado en Traducción en El Colegio de México, certificado por la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Ha sido editor de las revistas Revista mensual para el inversionista y CapitalMercados financieros. Redactor del Boletín editorial de El Colegio de México. Jefe de publicaciones del IIE-UNAM. Coordinador editorial de Clío, Libros y Videos, y de publicaciones del Secretariado de la Comisión para la Cooperación Laboral en Dallas, Texas, y Washington, D.C. Director de Publicaciones de la Coordinación Nacional de Divulgación del INAH. Ha colaborado en las revistas Opción del ITAM, VueltaLetras Libres y Revista Cometa, entre otras; en La Jornada Semanal de La Jornada y en el periódico Reforma. Premio Nacional de Cuento Universitario de la revista Punto de Partida en 1986. Finalista del Premio Grijalbo de Novela 2012 por La casa de K. Su trabajo editorial ha sido reconocido en numerosas ocasiones por la CANIEM, y ha traducido del inglés a autores como Graham Greene, Dylan Thomas, T.S. Elliot y Paul Kennedy, entre otros.

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