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#Crónicas: Antes y ahora, aquí y allá 

Héctor Toledano | 18.10.2018
#Crónicas: Antes y ahora, aquí y allá 
En #Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Héctor Toledano nos platica acerca de su viaje por Jordania. ¿Cómo es el Reino Hachemita? 

Esta crónica forma parte del libro Salomé Reloaded. Nueve días en un país que no termina de aparecer y las fotografías que la acompañan son cortesía del autor.

 

La idea sonaba estupenda: viajar al exótico reino de Jordania para cubrir un evento inusual, la Copa del Mundo de Futbol Femenil sub-17. Los ingredientes para que cuajara un coctel interesante parecían estar ahí. Un país musulmán en la zona de conflicto más candente de nuestros tiempos organiza un evento deportivo internacional con una indiscutible carga de género: chicas adolescentes entregadas a una actividad tan poco islámica en apariencia como patear un balón.

            La intención propagandística parecía evidente. Por una parte, demostrarle al mundo que el país mantenía el suficiente control de su seguridad interna para celebrar un evento que no podía caerle bien a los fanáticos religiosos que andaban despedazando gente por toda aquella aridez. Por otra, recalcar que la identidad musulmana, bien entendida, no está peleada por fuerza con los emblemas de la modernidad (cuando menos con la variante de la modernidad que representa la fifa: Adidas, Coca-Cola, conexos y similares). Estaba también el tema del príncipe Alí bin Al Hussein, hermano del rey de Jordania y candidato relevante aunque finalmente fallido en el sainete por la sucesión de Joseph Blatter, cabeza de la mafia futbolera durante casi veinte años. Habían pasado apenas unos cuantos meses desde que el FBI decidiera destapar una cloaca de corrupción que todo el mundo veía pero que nadie tocaba. De modo que el paquete parecía contener en principio una carga sustancial: intrincado conflicto religioso, potencial violencia cavernaria, grilla deportiva en su más alto nivel. Todo ello, sin embargo, hay que decirlo, en una clave menor: una clave manifiestamente sub-17.

            Si la idea era importante es porque todo viaje, a fin de cuentas, se resuelve en el choque inevitable entre lo que pensábamos que viviríamos y lo que acabamos viviendo. Choque que arroja por fuerza un diferencial positivo, negativo o neutro, que responde para cada uno al producto resultante entre la intensidad de las expectativas y la fortuna de las circunstancias. Y como tales circunstancias dependerán en alguna medida de nuestra propia habilidad como viajeros, lo cierto es que la felicidad del viaje ha implicado siempre un alto grado de presión para el que viaja, potenciada en nuestros tiempos por la fatal obligación de traducirla en una narrativa visual instantánea para consumo de las redes sociales, en donde la intensidad del gozo, la revelación y la maravilla deben ser superlativas siempre. Tal vez sea por eso que casi todos los puntos en la ruta del viajero, desde el aeropuerto en adelante, suelen están profusamente salpicados de bares. El hecho de que nos dirigiéramos a una zona del mundo en donde el alcohol no corre a raudales representaba en esa medida un desafío peculiar.

            Operaba en nuestro beneficio el hecho de que no tendríamos que contender con ese otro factor preponderante para la tensión viajera: la pequeña fortuna que reclama cada paso de cualquier viaje y que casi siempre se traduce en deuda. Deuda que seguirá creciendo a ritmo de intereses mensuales calidad tarjeta de crédito y que aunque está prohibido que te preocupe mientras vives experiencias transformadoras que no tienen precio, ronda siempre por ahí como un fantasma, en algún rincón de tu instinto de sobrevivencia, porque lo cierto es que todo sí que tiene precio cuando viajas, muchas veces estratosférico. En este caso, felizmente, dada la naturaleza sub-17 del evento deportivo en cuestión, que concitó como era de esperarse un entusiasmo internacional igualmente sub-17, las autoridades jordanas encontraron oportuno invertir un poco de dinero adicional en pagar los gastos de viaje de algunos grupos de prensa que cubrieran el evento y de pasada divulgaran en sus respectivos países las maravillas naturales, históricas y culturales del reino, así como la calidez insuperable de su hospitalidad. El por qué haya sido México una de las naciones señaladas con tal distinción es un misterio que me rebasa. Tal vez sólo porque nuestra selección era una de las contendientes (junto con otras quince); tal vez porque allá se deciden las cosas un poco como se deciden acá, según lo que les vaya latiendo; o tal vez porque nuestros pueblos comparten una inusitada pasión por la figura de Cuauhtémoc Blanco (no es broma). El hecho es que nos invitaron. Y a la gorra no hay quien le corra.

            Claro que la gorra tiene sus bemoles, bemoles que se harían presentes desde el primer momento, cuando supimos que nuestro trayecto hasta Amán seguiría un curioso itinerario que nos llevaría de la Ciudad de México a Houston y de ahí a Dubái, con holgados paréntesis en cada escala, hasta conformar un bonito periplo aeronáutico de alrededor de treinta y cinco horas, que además de destruirnos física y espiritualmente nos dejaría un demoledor jet-lag que no se nos acabaría de disipar en todo el viaje.

            Fue así como llegamos a nuestro destino en las primeras horas de la madrugada de un día ya para ese punto indeterminable, con más ganas de darnos un tiro en la cabeza que de volcarnos sin dilaciones en la exploración de los prodigios que nos reservaba el reino. Éramos alrededor de veinte personas, de las cuales sólo cuatro eran mujeres, una de ellas nuestra comandante y líder. Casi todos periodistas, camarógrafos y fotógrafos de deportes, cuyas formas de cubrir la nota abarcaban un abanico de fórmulas que iban desde la narración directa de los partidos hasta el podcast, pasando por la grabación de cápsulas de variada índole y la redacción de notas de distinta periodicidad. A una breve minoría nos habían acreditado revistas, con la intención de escribir artículos de más largo aliento. La naturaleza variopinta de nuestros encargos le imponía a cada sector del grupo necesidades, presiones y expectativas diferentes, potencialmente antagónicas, que como era previsible tardaron muy poco tiempo en actualizar su potencialidad.

            Cinco de nosotros ya habíamos estado antes en el país, en viajes emprendidos también a las generosas costillas del erario jordano. Uno de ellos, Fernando, había viajado conmigo tres años atrás, en la primavera del 2013, ocasión que nos sirvió para volvernos amigos. Aquella primera visita se desarrolló de una manera casi perfecta y me dejó una impresión profunda. Fue uno de esos viajes en los que todo sale mejor de lo que se podía esperar: intenso, estimulante e iluminador. De modo que el nuevo viaje arrancaba lastrado por la ominosa sombra de cualquier remake: la existencia de antecedentes ideales contra los cuales se tendrán que medir las experiencias presentes.

            En el tiempo transcurrido, la carga explosiva que caracteriza a la zona se había intensificado de manera notable por el crecimiento del Estado Islámico, entidad difusa que había dejado de ser una presencia tenebrosa en una guerra civil ininteligible para convertirse en una formidable maquinaria militar que controlaba extensos territorios estratégicos en Siria e Iraq, amenazaba la estabilidad política de todos los demás países de la zona y era ahora el principal membrete del terrorismo fundamentalista musulmán en el mundo entero. Jordania ocupa un lugar central en la geopolítica de dicho conflicto y hasta donde se alcanzaba a ver había venido manejando la situación con su habitual destreza diplomática, firmemente alineado con los intereses estadounidenses en la región. Además de apoyar de diversas formas la campaña militar contra los terroristas, el reino había recibido a cientos de miles de refugiados, la mayoría de los cuales vivían confinados en campos de la onu en la frontera norte. Ningún otro país del mundo, fuera de Turquía, había contribuido de manera equiparable al esfuerzo humanitario. Iba a ser interesante constatar las formas en que la guerra había alterado la vida cotidiana al interior del país. De entrada, sabíamos que el turismo se había derrumbado en un sesenta por ciento. Por lo visto, el común de los turistas no consigue distinguir un país de otro en aquella enmarañada región, amigos de enemigos, buenos de malos. Árabes son árabes y todos tienen fama de sanguinarios.  

           Omar, nuestro guía, una figura diametralmente opuesta a tales estereotipos del odio, ya nos estaba esperando cuando aterrizamos por fin en el aeropuerto de Amán. Yo lo conocía del viaje anterior, cuando también había conducido al grupo y contribuido de manera relevante a su rotundo éxito. Omar encarna la compleja realidad demográfica de la zona en su variante cosmopolita: nació en España, hijo de padres palestinos originarios de Jerusalén, estudió derecho y diplomacia en su país natal, es una persona culta, abierta y enterada, que habla varios idiomas con fluidez. Lo cual no impide que sea también cabalmente árabe: musulmán observante, miembro respetado de una familia extensa repartida en un puñado de países de la región, padre de familia, profesionista exitoso, activo participante en una variedad de intereses y negocios que siempre está tratando de expandir. Es además un hombre de un carácter excepcional: amable, afectuoso, comprensivo y paciente. Sobre todo paciente, virtud de capital importancia en el ríspido negocio de traer y llevar a grupos de viajantes muchas veces impredecibles o incontrolables.

            Amán es una ciudad moderna, extendida, adormilada, sin particular atractivo, donde conviven alrededor de dos millones de personas. Podría hacernos pensar en lugares como León, Irapuato o San Luis Potosí, sólo que su aparente insignificancia disfraza una centralidad indisputable en los asuntos geopolíticos de la región. A partir de su independencia del Imperio Otomano en la década de los años veinte del siglo pasado (para una versión sucinta, colonialista y sentimental de dicho tema véase Lawrence de Arabia) ha sido gobernada por tres sucesivos monarcas de la dinastía Hachemita, quienes lograron transformar en el curso de un siglo el inestable entramado tribal que recibieron en un estado-nación. Tal vez la medida más elocuente de su éxito como gobernantes sea su propia sobrevivencia, así como el hecho de que Jordania se haya mantenido más o menos en paz y relativamente próspero en una región del mundo propensa como pocas al conflicto armado. Todo ello a partir de un territorio compuesto casi en su totalidad por desierto, que sólo cuenta con un pequeño puerto en el mar Rojo, carece de petróleo, de agua y de recursos naturales de consideración, comparte una larga y conflictiva frontera con Israel y se vio obligado a recibir en el curso de unas cuantas décadas a millones de refugiados palestinos, que conforman actualmente la tercera parte de su población.

            El monarca reinante, Abdalá II, es un príncipe joven, dinámico, enérgico, indudablemente carismático, que sigue teniendo en las manos los principales hilos del poder, aunque gobierne de manera nominal con un parlamento elegido de manera democrática. Su efigie es una presencia ubicua en todos los rincones del país, ya sea en su avatar de beduino, de militar o de estadista, ataviado respectivamente con la tradicional kufiyya de cuadros rojos, con su uniforme de piloto de la fuerza aérea jordana, o con traje de negocios occidental. Es también una figura muy respetada en los medios internacionales (se le suele llamar "el musulmán más influyente del mundo") y parece ser un hecho que la mayor parte de su pueblo lo aprecia de verdad. Digo parece porque lo cierto es que en un viaje de unos cuantos días (aunque sea la segunda vuelta) no es posible ir más allá de lo que parece, pues todo lo que está a tu alcance se colude para que parezca, corresponde como por arte de magia con un puñado de líneas narrativas ya muy bien aceitadas.

            El centro de Amán está compuesto por siete colinas originarias (como Roma), entre las cuales se forma una cañada por donde solía correr un río (casi todos los ríos de Jordania están secos siempre, las aguas que los alimentan desviadas desde su origen para abastecer a la población). Como en todas las ciudades de la zona, dicho núcleo central ha sido habitado de manera ininterrumpida por distintos grupos humanos durante milenios. El nombre actual de la urbe corresponde al periodo amonita (siglo xiii a.C.), ampliamente representado en el Antiguo Testamento. A partir de ese punto, estuvo dominada sucesivamente por los asirios, los persas, los macedonios, los nabateos, los romanos y los bizantinos, hasta que fue conquistada por los ejércitos árabes a mediados del siglo vii de nuestra era, durante la primera oleada expansionista del Islam.

            La parte baja de la cañada alberga el área comercial de la ciudad, o soco, que incluye varios mercados, casas de cambio, tiendas de ropa, joyerías, librerías de viejo y algunos cafés tradicionales, con balcones de madera, donde la gente se reúne a platicar y a fumar shisha, una de las pocas desviaciones de la sobriedad absoluta que permite la religión. Hay también una mezquita de principios del siglo xx y algunas ruinas romanas, entre las que sobresale un impresionante teatro incrustado en la ladera de una colina. En la cima de la colina opuesta, la altura estratégica que domina el conjunto, se encuentra la Ciudadela, una amplia explanada con vestigios arqueológicos de todos los periodos arriba mencionados, así como un pequeño y pintoresco museo. El lugar ofrece las mejores vistas panorámicas del centro de Amán.    

            Eso era lo que se suponía que íbamos a visitar durante nuestra primera mañana en Jordania, pero en los hechos terminó por reducirse a una vuelta de media hora por el teatro romano, antes de salir corriendo al lugar donde nos esperaban para comer. Tal desprendimiento del itinerario previsto no sería la excepción, más bien un adelanto de la nueva regla. La mezcla de informalidad jordana con mexicana establecería a lo largo del viaje una peculiar escala de prioridades, en donde visitar las joyas culturales que se encuentran a miles de kilómetros de tu lugar de origen o pasear por los lugares a los que difícilmente habrás de regresar jamás no parecían ocupar un lugar significativo. Siempre fue más importante, por ejemplo, como en esa ocasión, perder media mañana comprando adaptadores y clavijas para los teléfonos celulares. Otra cuota similar de tiempo se ocupó en fatigar la tienda de suvenires del cuñado de Omar, a la que volveríamos de cualquier manera otro par de veces y que vendía los mismos productos que todas las demás tiendas para turistas que visitaríamos a lo largo de nuestro recorrido. Lo decisivo, me temo, es que vivir con los ojos pegados a la pantalla de tu celular, a la espera de un advenimiento que no llega nunca, ha terminado por convertirse en la exigencia existencial preponderante para la mayoría de la gente, esté donde esté. Y lo que cuenta cada vez más en un viaje no son las experiencias directas a las que te pueda conducir, sino la cauda de baratijas con las que regreses a casa, aunque las puedas haber comprado en cualquier otro lugar. La dupla celular-compras, que pronto mutaría en la tríada celular-compras-chupe, comenzó a imponer sus condiciones desde el primer día.    

            Así las cosas, quienes no conocían los monumentos arqueológicos y el trajín cotidiano del centro de Amán se quedaron sin conocerlos, lo cual no pareció preocuparle demasiado a nadie. Apenas si alcanzamos a cruzar a paso veloz por las gradas del teatro romano, su pequeño museo y la explanada que hace las veces de plaza cívica de la capital, antes de dirigirnos a La casa de mi abuela, el restaurante donde se nos esperaba no sólo para comer, sino también para cocinar, de conformidad con los dictados de la moda turística, que se afana por ofrecer al viajero auténticas experiencias autóctonas. El programa original involucraba una variedad de procedimientos, pero como llegamos demasiado tarde sólo tuvimos tiempo para machacar la berenjena, lo cual no dejó de ser una experiencia instructiva y jovial.

            El evento tuvo lugar sobre la pintoresca terraza de una casa recoleta en un barrio de clase media del centro de Amán, que bien podía haber sido parte de un Aguascalientes con pendientes pronunciadas. Este tipo de asociaciones con las latitudes más bien secas de nuestro país surge de manera espontánea y contribuye de alguna forma a la extraña sensación de familiaridad que te acomete en cuanto llegas a Jordania. Familiaridad acaso un tanto detenida en el tiempo, como si hubieras vuelto de manera prodigiosa a una ciudad conservadora del centro de México durante la década de los setentas. Una realidad más inmóvil, más tranquila, más autoritaria también, donde la vida de la mayoría de las personas sigue girando en torno a la familia y a la religión.

            El principal obstáculo para sentirte por entero en lo que podría ser un poblado del Bajío, además de los letreros en árabe, es que casi todas las mujeres, de todas las clases sociales, andan siempre cubiertas de la cabeza a los pies. La mayoría sólo expone las manos y el óvalo de la cara; una minoría (cuando menos en Amán) viste la burka completa, que sólo deja algún espacio para los ojos; otra minoría acaso equivalente se viste a la manera occidental, con el cabello al aire. Entre estas últimas se cuenta, significativamente, la reina Rania, que además de ser muy hermosa siempre figura en las fotos como si acabara de salir de las páginas de Vogue. Dicha condición es impactante al principio pero se asimila pronto, pues se reduce casi por entero a un asunto de aspecto exterior. La situación de las mujeres en el mundo musulmán es uno de las principales tópicos de la propaganda anti islámica y las imágenes de mujeres vestidas con túnicas negras funciona en ese contexto para reforzar estereotipos que pretenden decirlo todo cuando en realidad no dicen casi nada. La realidad, como siempre, es mucho más compleja de lo que parece y si nos pusiéramos a comparar de manera objetiva dónde enfrenta más limitaciones y peligros el común de las mujeres, no estoy seguro de que saliéramos tan bien librados.       

            Jordania, en todo caso, es un país oficialmente laico, que reconoce sin embargo el carácter definitorio de su identidad islámica. En esa medida, el estado no participa en la imposición o vigilancia de la observancia religiosa, como sucede, por ejemplo, en Arabia Saudita o Irán. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que cada quien pueda hacer lo que se le dé la gana. Resulta claro que la presión social es muy intensa. Igualmente, que la devoción religiosa de la mayoría de las personas es genuina. De modo que se vuelve muy difícil para el extranjero determinar hasta qué punto la gente (y en particular las mujeres) hacen lo que hacen porque así lo desean o porque se los imponen. También, en alguna medida, porque el concepto mismo de libertad individual como lo entendemos en Occidente es ajeno a la mentalidad de la zona, inmersa todavía (como lo estábamos nosotros, con las obvias diferencias, hasta hace no tanto tiempo) en una identidad de carácter colectivo cuyo eje sigue siendo la familia patriarcal.    

            Sea como fuere, la tensión latente entre tradición y modernidad puede palparse por todas partes, sobre todo en los entornos urbanos (que no son tantos, ni tan grandes, pero que concentran a la mayoría de la población). También podía palparse en La casa de mi abuela, donde si bien las instrucciones culinarias nos las daba una enérgica matrona (ataviada por supuesto con el velo tradicional), también nos atendía una hostess muy joven, muy guapa y muy desenvuelta, que llevaba el pelo suelto. Cosa menos habitual aún, vestía una blusa sin mangas. Se llamaba Rayray (tal vez fuera un apodo), hablaba un inglés fluido y parecía muy interesada en departir con nosotros sobre temas de actualidad. De entrada, aludió en un tono de escándalo (el tono que se emplea con las personas que asumes que perciben las cosas más o menos como las percibes tú) a un par de noticias locales: el reciente asesinato de un periodista acusado de difamar al Islam y una quema de los nuevos libros de texto escolares emprendida por grupos conservadores, a quienes les pareció que sus contenidos actualizados iban en contra de la tradición, de la verdad histórica y de la identidad musulmana del país. En opinión de Rayray, lo que en realidad les molesta a estos grupos es la ciencia en cuanto tal y el combate a la ignorancia en cualquiera de sus formas.

            Ella parecía encarnar la aspiración opuesta: había estudiado una licenciatura en Beirut, aunque su verdadero llamado era la actuación. Ya había tenido un papel secundario en una película palestina con exposición internacional y ahora estaba a la caza de nuevas oportunidades. Era claro que Amán le quedaba chico y nos confió que pensaba mudarse a El Cairo, donde al parecer opera la industria fílmica en árabe más grande de la región. Me pareció extraño que una chica joven, liberal y ambiciosa quisiera mudarse a Egipto, país de donde sólo nos llegan noticias espeluznantes. Luego me quedé pensando una vez más sobre la naturaleza de las fuentes que definen nuestras ideas sobre la realidad en este rubro de países. Así como en que dicha realidad, cualquiera que pueda ser, es percibida de muy diversa formas por los directamente involucrados, como la de cualquier otro lugar del mundo. No hubo tiempo para proseguir nuestra charla con Rayray, pero se sumó a nuestro grupo de What's Up y nos invitó a su clase de salsa (bailada) el lunes siguiente.

            Al parecer, sin embargo, tanta confianzuda familiaridad no se le hizo lo bastante recatada a Omar y después supimos que había hablado con ella para llamarla al orden. El hecho fue que al día siguiente nuestra fugaz amiga se salió del grupo, aduciendo que no entendía español. Cuando la busqué más tarde de manera directa para ampliar algunos de los temas que ella misma había propiciado durante nuestro breve encuentro, su ánimo comunicativo se había extinguido por completo y no le pude sacar ni jota.

 

Plaza principal de Amán, con el teatro romano en el fondo

Gradas milenarias

Capiteles clásicos en el centro de Amán

Estampa del mundo antiguo en el pequeño museo de la plaza principal

La casa de mi abuela: costumbrismo recoleto para consumo turista

Otro ángulo de La casa de mi abuela: costumbrismo recoleto para consumo turista

 

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Héctor Toledano. Nació en la Ciudad de México, el 1 de octubre de 1962. Narrador. Cursó estudios de Psicología en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, Guadalajara, Jalisco; de Economía, en el ITAM, y de Letras Modernas Inglesas, en la UNAM. Diplomado en Traducción en El Colegio de México, certificado por la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Ha sido editor de las revistas Revista mensual para el inversionista y CapitalMercados financieros. Redactor del Boletín editorial de El Colegio de México. Jefe de publicaciones del IIE-UNAM. Coordinador editorial de Clío, Libros y Videos, y de publicaciones del Secretariado de la Comisión para la Cooperación Laboral en Dallas, Texas, y Washington, D.C. Director de Publicaciones de la Coordinación Nacional de Divulgación del INAH. Ha colaborado en las revistas Opcióndel ITAM, VueltaLetras Libres y Revista Cometa, entre otras; en La Jornada Semanal de La Jornada y en el periódico Reforma. Premio Nacional de Cuento Universitario de la revista Punto de Partida en 1986. Finalista del Premio Grijalbo de Novela 2012 por La casa de K. Su trabajo editorial ha sido reconocido en numerosas ocasiones por la CANIEM, y ha traducido del inglés a autores como Graham Greene, Dylan Thomas, T.S. Elliot y Paul Kennedy, entre otros.

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