Norteando: Nuestra eterna relación bilateral
La relación entre Estados Unidos y México está por entrar en un periodo de zozobra. Desde hace 30 años, la relación bilateral ha sido caracterizada por un compromiso para la cercanía filosófica y la colaboración. Desde que Carlos Salinas de Gortari y el recién fallecido George H. W. Bush triunfaron en 1988, el objetivo mutuo ha sido alinear las políticas de ambos países cada vez más—sea en las políticas económicas, el régimen comercial, o la seguridad pública.
Ahora, con el inicio del sexenio pejista, tanto México como Estados Unidos cuentan con líderes que representan otra preferencia. Trump, un famoso y flamante racista, se ha destacado por su hostilidad hacia México desde el momento en que lanzó su candidatura en 2015, cuando acusó a México de enviar a “violadores” como inmigrantes al norte. Sus mayores prioridades incluyen el muro fronterizo, y uno de sus pocos logros (si es que tal etiqueta sea apropiada) ha sido tronar el TLCAN.
Desde luego, López Obrador no comparte ni la agresividad ni la vulgaridad de Trump, pero sus instintos también priorizan la distancia. Las señales son varias: El neoliberalismo que surgió del Consenso de Washington ha sido un blanco constante durante sus 25 años como una figura nacional. Sus primeros pasos en el ámbito económico muestran un desinterés inédito en las opiniones de los inversores de Nueva York. Varios colaboradores suyos han sugerido que viene una disminución en la cooperación entre las agencias de seguridad de cada país. Sobran ejemplos parecidos.
Las groserías de Trump no tienen defensa, pero quizá un distanciamiento sea sano. Los intereses de los dos países no siempre coinciden, y en tales momentos, la ciega búsqueda de alineación puede perjudicar. En algunos temas, la colaboración a veces llega a parecer más bien una imposición de políticas desde Washington. No quiere decir que debe haber una rotura ni nada así, pero algunos hermanos se llevan mejor mientras viven en casas ajenas.
Al mismo tiempo, a pesar de las preferencias de sus líderes, queda para ver que tanto se pueden separar. Vale recordar que Trump no ha tenido tanto éxito en convertir su desprecio para México en políticas nuevas. Su muro sigue sin construirse. Su versión del TLCAN no es muy diferente al original. El reciente envío de 5 mil elementos del ejército a la frontera es correctamente visto como una farsa, y no ha cambiado nada.
Puede que los objetivos de López Obrador se frustren de la misma forma. No hemos tenido suficiente tiempo para juzgar, pero su aparente vacilación sobre la cancelación del aeropuerto de Texcoco representa una posible vista del futuro. Al articular sus políticas preferidas—típicamente con mucha pasión durante la campaña y la transición—no ha dado suficiente consideración a los detalles. Al convertir las ideas en programas reales, los obstáculos se asomarán—que en el caso del aeropuerto son la perdida de confianza del mercado, el golpe al peso, y las disputas inevitables con los bonistas.
Dicho de otra manera, resulta que la realidad impone barreras al cambio radical, y superar esas barreras tiene un precio. Las agendas de ambos gobiernos durante las tres décadas pasadas—y más aún los vínculos históricos, familiares, y comerciales que crea una frontera de 3 mil kilómetros—han creado una inercia muy potente. La lucha entre esa inercia y los instintos de dos presidentes definirán la relación bilateral durante los próximos años.