El Conacyt y la política de la ciencia
A raíz de la publicación del “Plan de reestructuración estratégica del Conacyt para adecuarlo al Proyecto Alternativo de Nación (2018-2024)” (PRE-Conacyt), elaborado por quien será la próxima directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), la doctora María Elena Álvarez-Buylla, se desencadenó un alud de comentarios críticos —algunos de ellos sarcásticos— que encienden focos de alarma sobre el futuro de la ciencia en México. Ninguno de los críticos pone en tela de juicio la competencia científica de la próxima directora, porque se trata de una prestigiosa científica en genética molecular que ha obtenido importantes premios y reconocimientos internacionales y nacionales. Le reprochan que plantee la reestructuración a fondo de la institución responsable de promover la ciencia y la tecnología en México para adecuarla al Proyecto Alternativo de Nación y dejar atrás el “paradigma neoliberal” en que se sustentó la política científica durante las tres últimas décadas; también les desconcierta la propuesta de abrir un diálogo de las disciplinas científicas con los saberes ancestrales de los pueblos originarios, para lo cual se necesitaría dar un lugar más relevante a las ciencias sociales y humanidades; asimismo le reclaman que haya sido activista de movimientos ambientalistas en contra de los transgénicos y en favor de la biodiversidad genética, así como su poca experiencia en el diseño y la aplicación de políticas científicas.
A estos críticos les preocupa que con las propuestas de Álvarez-Buylla se abandone el rigor y se pierda la independencia que según ellos debe caracterizar el quehacer científico; en ningún momento, sin embargo, hacen alguna crítica a la política científica de las últimas décadas, que de ninguna manera es ajena a las prioridades económicas y políticas de las últimas administraciones, ni proponen nada diferente de lo que se ha realizado durante ellas. Sus comentarios parecen fundarse en una ciencia descontextualizada histórica y socialmente; además, proponen sin mayor argumentación ni fundamento una ciencia libre de cualquier ideología política y compromiso social. Tal visión es insostenible epistemológica e históricamente, ya que los científicos y su trabajo nunca están al margen de lo que sucede en la sociedad (Olivé, 2007).1
A estas críticas expresadas en los medios masivos de comunicación se ha sumado una rivalidad entre la administración entrante y la saliente del Conacyt, que se hizo pública mediante la filtración a la prensa de una misiva que envió la primera a la segunda en el marco de las negociaciones del proceso de transición. Este hecho ha atizado la polémica sobre la orientación de la política científica; también nos ha mostrado que la transición de gobierno estará marcada por un rejuego de poder entre grupos y administradores del actual Conacyt y por una competencia descarnada por el presupuesto público asignado al desarrollo científico de México.
Este artículo, en lugar de entrar en el debate de ideas y de posiciones, presenta el estudio de caso de una política científica prioritaria de las dos últimas administraciones del Conacyt que ha recibido particular atención y financiamiento. Se trata de la formación de “consorcios” de centros de investigación. El Conacyt, en lugar de crear nuevos centros de investigación, ha buscado articular los ya existentes y orientarlos a responder a las demandas locales y regionales de ciencia y tecnología. Con estas nuevas figuras institucionales, algunas de ellas con personalidad jurídica y patrimonio propio, se busca promover la interdisciplinariedad y descentralización del quehacer científico. Se considera, a priori, que con ellas será mayor la posibilidad de atender en forma integral los problemas regionales y de utilizar productivamente los grandes fondos de financiamiento que otorgaba el Conacyt, como son las convocatorias de Fomix y Fordecyt.
En este estudio de caso me propongo aportar los elementos para hacer un análisis inductivo de las ideologías y la praxis de la política científica en México desde la perspectiva de los actores que se involucraron en ella, pero también desde las condiciones culturales y políticas que condicionaron sus decisiones y acciones. Narraré el proceso de concepción e implementación del Centro de Innovación y Desarrollo Agropecuario de Michoacán (CIDAM), en el que participaron cuatro centros del Conacyt y dos centros de investigación de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSN).2 El CIDAM tuvo como finalidad ofrecer soluciones científicas y tecnológicas innovadoras para aumentar la competitividad y los beneficios sociales de las cadenas agroalimentarias de Michoacán y el país (cidam.org). Durante dos años y medio, mi colega Susan Street y yo participamos en el diseño y la implementación de la primera fase del CIDAM. La información que presento en este artículo busca responder a una pregunta central: ¿hasta qué punto fueron posibles un diálogo y un trabajo colaborativo transdisciplinario entre los centros que participaron en la implementación inicial de un proyecto concebido como innovador?
Justificación del CIDAM
El proyecto de un centro de investigación “de nueva generación” surgió de una iniciativa conjunta de la Secretaría de Economía de Michoacán (SEM) y del Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología del estado (Coecyt-Mich) y de la Delegación Regional Occidente del Conacyt. Ambas instituciones identificaron la urgente necesidad de que el estado contara con un laboratorio certificado por la Administración Federal de Drogas y el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos para realizar las pruebas de inocuidad y calidad a los embarques de frutas y hortalizas que esta entidad exporta a ese y otros países. Aun cuando Michoacán es uno de los estados más importantes de México en ex-portación de productos primarios, no contaba con un laboratorio certificado en inocuidad y calidad.
La construcción del laboratorio requería de personal altamente calificado que lo diseñara y operara. Debido a que la principal institución científica del estado, la UMSNH, no contaba con este personal, la SEM, el Coecyt-Mich y la delegación del Conacyt acordaron invitar al Centro de Investigación y Asistencia Tecnológica del Estado de Jalisco (CIA-TEJ) para que elaborara en el proyecto y se hiciera responsable de él. Esta institución, con sede en Guadalajara, Jalisco, es un centro del Conacyt con experiencia en las áreas agroalimentaria y de diseño, entre otras, que ya cuenta con laboratorios certificados en alimentos y bebidas; sin embargo, no tenía experiencia en la certificación de inocuidad y calidad de alimentos, por eso contactó para realizar el proyecto a la empresa AsureQualite, de Nueva Zelanda, que capacitaría a su personal y lo asesoraría en el proceso de montar un laboratorio en Morelia.
La Delegación Regional del Conacyt planteó a los funcionarios de la SEM y del Coecyt-Mich que el proyecto tecnológico promovería el desarrollo económico de Michoacán y debía incorporar a centros de investigación en ciencias sociales y humanidades del mismo Conacyt. De esta manera fueron incorporados El Colegio de Michoacán (Colmich), con sede en Zamora, y el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Unidad Occidente (CIESAS-O), situado en Guadalajara. A este último se le invitó como corresponsable académico del proyecto, para asegurar a los evaluadores de éste que se perseguía la interdisciplinariedad desde la concepción misma del centro.
En su megalomanía, los funcionarios de la SEM advirtieron que el proyecto de un laboratorio de inocuidad se podría ampliar para desarrollar laboratorios complementarios y crear en Michoacán un centro de investigación agroalimentaria de vanguardia, que promoviera el desarrollo agropecuario estatal y del país. A partir de esta idea se gestionaron recursos ante el gobernador y el Congreso local, instancias que los otorgaron. Ya con más recursos, se invitó al proyecto a un cuarto centro del Conacyt, el Centro de Investigación en Alimentos y Desarrollo (CIAD), con sede en Hermosillo, Sonora.
El centro de investigación científica de “nueva generación” fue bien acogido por los empresarios agroexportadores de Michoacán, quienes serían sus principales beneficiarios y clientes. Estos últimos, pero también los funcionarios del gobierno estatal, de la SEM y del Coecyt-Mich, mostraron resistencia a que recursos públicos estatales y federales se destinaran a la principal casa de estudios del estado, la UMSNH, con la que no tenían afinidad ideológica ni política; además, consideraban que la institución gozaba de una precaria reputación académica y administrativa. Sin embargo, si se marginaba a este poderoso actor en la política local de Michoacán, pondría obstáculos a la creación y el desarrollo del CIDAM, pues cuenta con organizaciones estudiantiles y de profesores políticamente muy activas. Por ello se invitó a dos institutos de investigación en problemas agroalimentarios de la UMSNH, que prestaban servicios profesionales al sector empresarial michoacano y gozaban de prestigio dentro y fuera de la universidad. Su competencia académica para obtener financiamientos del Conacyt y del sector privado los volvía buenos candidatos.
El problema que se presentaba a la alta burocracia del Conacyt y del gobierno estatal era qué figura institucional concederle a este centro de investigación de “tercera generación” que, a partir de la promesa de contar con infraestructura y recursos científicos de primer mundo, había logrado que participaran instituciones de reconocida reputación académica, pero con trayectorias y culturas muy diversas, localizadas en diferentes lugares de Michoacán y del país. La solución salomónica, copiada de otras iniciativas científicas del extranjero, fue llamarla consorcio de instituciones de investigación. A ciencia cierta, ningún promotor o representante de las instituciones participantes en el proyecto tenía idea clara de lo que significaba formar un consorcio de instituciones científicas ni podía prever entonces sus consecuencias. Eso sí, había consenso en que se debía adoptar la fi gura de consorcio para que no se esfumara la magia del proyecto innovador ni el considerable presupuesto estatal —y en menor medida federal— aprobado para darle vida.
La configuración de CIDAM
El consorcio se comenzó a construir en la Ciudad del Conocimiento, un área urbana de alta plusvalía en Morelia que alberga instituciones de investigación de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacional y el Instituto Mexicano del Seguro Social. El CIDAM ocuparía una superficie de 5,000 metros cuadrados, tendría un edificio nuevo de dos pisos y contaría con el equipo necesario para albergar nueve laboratorios de investigación agropecuaria, alimentaria y socioeconómica. Había dos tareas esenciales que realizar en el proyecto del CIDAM. Una era desarrollar el “Modelo CIDAM”, lo que implicaba definir la filosofía institucional, su organización interna, su estructura de autoridad y la figura jurídica más adecuada para ella. La segunda sería elaborar un plan maestro, donde se debían detallar las estrategias de innovación, cooperación y gestión interna institucionales, el portafolios de proyectos de investigación para hacerlo autofinanciable, así como las políticas de administración y costeo, entre otras tareas. A estos dos documentos se les denominó “los entregables” y había fechas precisas para hacerlos llegar a las autoridades del Conacyt, a la SEM y al Coecyt-Mich, que a su vez los enviarían a un comité científico de evaluación. Sin los entregables no llegaría la siguiente ministración del presupuesto.
El modelo. Los participantes en el proyecto tardaron tiempo en darse cuenta de que el término “modelo” no tenía el mismo significado para los representantes de las ciencias naturales que para los de ciencias sociales. Para los primeros el modelo debía precisar la estructura, las funciones y las jerarquías de la institución; también debía establecer claramente el sistema de operación del nuevo centro y su estructura de autoridad y de responsabilidades. Para los segundos el modelo debía ser un documento orientador que definiera lo esencial de la institución; por ello se debía dar margen para su adaptación y actualización a partir del consenso de los participantes. Para los de ciencias naturales se debía definir claramente la línea de mando; para los científicos sociales se debían priorizar instancias colegiadas de toma de decisiones, el consenso y la autogestión. Para los primeros eran primordiales los criterios de justificación funcionales y económicos (eficacia, competitividad rentabilidad de los proyectos científicos y tecnológicos); para los segundos debían estar presentes y ser prioritarios los criterios ambientales, sociales y éticos de los proyectos. Es decir, no sólo debían ser autofinanciables y favorecer el desarrollo tecnológico, sino también buscar sobre todo la sustentabilidad ambiental, la equidad social, la participación ciudadana y potencializar los patrimonios socioculturales de Michoacán. En teoría estas dos visiones del quehacer científico eran reconocidas y, en principio, eran compaginables y aceptadas por todos; en la práctica no hubo convergencia y se presentaron polarizaciones.
Los centros tecnológicos requieren grandes inversiones en laboratorios y en costosos insumos para operar. La mayor parte de sus tecnologías e insumos son importados. Su sector socioeconómico prioritario —su target— son las agencias gubernamentales, pero sobre todo los empresarios que demandan sus servicios y pueden amortizar las inversiones. Los centros tecnológicos, más que los sociales, debían operar con un esquema empresarial que les permitiera minimizar costos y tener un superávit en sus proyectos de investigación, con el cual dar mantenimiento y modernizar sus laboratorios; debían, por tanto, aplicar estrategias de mercado acertadas para ser competitivos y asegurar su propia “sostenibilidad económica”. De hecho, estos centros adoptan patrones de operación de las empresas en sus sistemas de administración y autoridad, las formas de organizar el tiempo, etcétera. Ante los problemas de desigualdad social plantean alternativas tecnológicas rentables y competitivas para generar empleos, junto con los sectores privado y público que financian sus laboratorios.
Los centros sociales, por su parte, analizan las problemáticas de pobreza, migración, sustentabilidad, resiliencia y vulnerabilidad social, educación, mercados de trabajo, seguridad alimentaria, etcétera, y sus paradigmas científicos los llevan a reconocer las diferencias sociales y culturales, así como las relaciones de poder y dominación en las sociedades que estudian. Por ello, presentan una visión crítica de los impactos sociales y ambientales de los proyectos que elaboran y de las “nuevas tecnologías” que desarrollan la industria y la biotecnología, y al mismo tiempo desmitifican el papel que desempeñan en el desarrollo las corporaciones empresariales mexicanas y transnacionales.
En las reuniones de trabajo para definir el Modelo CIDAM hubo discusiones debido, por una parte, a las diferentes perspectivas de los participantes y, por otra, a la desigual estructura socioeconómica y a las contradicciones de la sociedad mexicana. La tensión aumentaba conforme se acercaba la fecha tope para tener listos los entregables. Un punto nodal de discusión era si el quehacer científico y tecnológico debía atender y responder o no al mercado y las demandas del gran capital o dar preferencia a la ciencia y a los desarrollos tecnológicos para abatir la marcada desigualdad económica y social, y para regenerar y aprovechar en forma sustentable el medio ambiente del estado. Los centros tecnológicos daban prioridad a la innovación en tecnología y los servicios tecnológicos de alta calidad científica. Los centros sociales propugnaban por un centro de investigación que, ante todo, garantizara un desarrollo social integral y sustentable en Michoacán e incorporara la diversidad de saberes y patrimonios culturales de los grupos sociales del estado, para garantizar su participación activa en cualquier proyecto de intervención planeada. Ninguna de las dos posturas ponía en tela de juicio la importancia del saber científico ni del rigor académico; lo que se debatía era a cuáles prioridades sociales y éticas debía enfocarse la investigación e innovación.
Hubo un factor que atajó las diferencias y definió el rumbo que debía seguir el CIDAM. El proyecto original de un centro de innovación agropecuaria había sido evaluado y aprobado por pares académicos y tenía dos “coordinadores técnicos”, uno de una institución tecnológica (CIATEJ) y otro de una institución social (CIESAS). Una vez aprobado el proyecto, la Delegación Regional del Conacyt y la SEM firmaron el convenio sólo con la institución tecnológica, y ésta asumió la autoridad para coordinar el proyecto y definir el ejercicio del presupuesto otorgado. De este convenio legal no se informó a la institución social, la cual siguió en la creencia de que la coordinación académica recaía en ambas instituciones. Cuando surgieron los diferendos y se cuestionaron las decisiones tomadas por el coordinador técnico designado en el convenio, se dio a conocer la existencia de este último. En el documento quedaban al descubierto la responsabilidad legal y la vivacidad y ambición del centro tecnológico, así como las prioridades y preferencias del Conacyt y la SEM. Esto dio un giro a la colaboración transdisciplinaria e interinstitucional del CIDAM. La institución sería fundamentalmente un centro de servicios tecnológicos.
El plan maestro. En el proceso de definir el plan maestro el gobierno de Michoacán, por medio de su Secretaría de Economía, comunicó con bombo y platillo que el CIDAM dispondría de un terreno más amplio que el propuesto originalmente para albergar más laboratorios que los planeados, así como un presupuesto millonario para montarlos. Este anuncio causó el asombro y despertó la ambición de los centros que conformarían el consorcio, pero principalmente estimuló su competencia por el recurso anunciado. De tres se pasó a nueve y después a once laboratorios. Centros sociales como el CIESAS y el Colmich empezaron a hablar el lenguaje de los tecnólogos y propusieron tres laboratorios. Uno en estudios del territorio y de los agrosistemas, otro en políticas públicas y un tercero en el estudio y la recuperación de los patrimonios culturales de Michoacán.
A las reuniones para definir el plan maestro del CIDAM llegaban los representantes de los diferentes centros con su propia “identidad institucional”, en algunos casos visible por los logotipos de sus camisas y porque, a la primera pregunta sobre su afiliación institucional, repartían a diestra y siniestra tarjetas de presentación para promocionar los servicios de su centro de origen. Esta identidad era también manifiesta, pero menos perceptible, en los patrones de organización y gestión institucionales —los llamaremos “cultura institucional”— que proponían los representantes como los más convenientes para el CIDAM, pues habían probado su éxito después de muchos ensayos y el nuevo centro podía aprovechar la experiencia de sus mayores.
Debido a esta diversidad de culturas institucionales, los consensos entre los representantes se alcanzaban a cuentagotas. Además, en la descripción de recetas de éxito institucional había poca conciencia tanto de la diversidad disciplinaria como de los distintos contextos geográficos e históricos en los que habían surgido las instituciones de origen y en los que debería desarrollarse el CIDAM. Además, los representantes de las instituciones no siempre eran los mismos y tenían una capacidad limitada de toma de decisiones. Todos los acuerdos importantes debían ser revisados y podían ser enmendados por el responsable legal o el órgano de gobierno de cada institución.
Para todos los representantes institucionales y sus superiores era evidente que los beneficios que obtendría su institución por el hecho de formar parte del consorcio eran pocos, comparados con los compromisos que asumirían al echar a andar uno o más laboratorios y hacerlos autofinanciables. Tenían la cartera abierta para comprar sofisticados equipos importados y dar especificaciones detalladas para montarlos; pero sólo serían usufructuarios de esos equipos y esas instalaciones, a cambio de la gran responsabilidad de asignar personal de sus instituciones para montarlos, operarlos y hacerlos “redituables” para el consorcio.
En la propuesta de la figura del consorcio, ni el Conacyt ni el gobierno estatal contemplaron la creación de plazas de académicos consolidados para la innovación, ni destinaron presupuesto para el mantenimiento de los laboratorios en su fase de arranque. Esto es, había laboratorios, pero no personal altamente capacitado que se responsabilizara de su operación in situ. Las instituciones participantes tenían ese personal en sus sedes, pero no estaban dispuestas a deshacerse de él. Podrían trabajar a distancia, pero sin descuidar su compromiso con su institución de adscripción. Estos investigadores por lo general tenían posgrados en el extranjero y familias establecidas en sus lugares de trabajo, por lo que difícilmente aceptarían cambiar su residencia para laborar en otro sitio. Ahora bien, para comprometerlos a que hicieran despegar el CIDAM, había que mejorar su remuneración y ofrecerles estímulos y gratificaciones. Esta posibilidad planteaba costos para el CIDAM y problemas administrativos para los centros de origen, porque tendrían que hacer excepciones a sus sistemas de promoción y estímulos. Los recursos para pagar salarios y dar mantenimiento al nuevo centro deberían salir de la venta de servicios tecnológicos, asesorías y patentes; es decir, del “portafolios de proyectos”. Ninguna de las instituciones fundadoras había enfrentado este reto, pues nacieron y viven cobijadas por los presupuestos de los gobiernos federal y estatal. El CIDAM, en cambio, tendría que ser innovador para ser autosuficiente desde su misma gestación.
Las instituciones fundadoras foráneas debían generar en Michoacán un portafolios de proyectos, muchas de ellas sin lazos con los sectores económico y social del estado, y sin un conocimiento amplio de las problemáticas agroalimentaria, económica y cultural de la entidad. Buena parte de los participantes no se identificaban ni estaban comprometidos con Michoacán, a diferencia de los investigadores de la UMSNH y el Colmich, que han desarrollado “arraigo al terruño”, así como nexos empresariales y sociales, que utilizan estratégicamente para sacar adelante sus propios proyectos de investigación. Compartirlos con las instituciones foráneas les implicaría un costo de oportunidad, sin la seguridad de ser correspondidas en forma recíproca. A estas instituciones locales, por otra parte, no se les consideró en la coordinación técnica del proyecto; por lo que pude observar, tenían la percepción de que el Conacyt y el gobierno estatal intervinieron autoritariamente y de que éste las había subestimado.
La solución viable, auspiciada por los financiadores del CIDAM para crear el portafolios de proyectos, fue que cada institución generara y administrara sus propios proyectos. Cada una tendría el control administrativo de “sus” laboratorios y contrataría el personal técnico para operarlos; además, pagaría los estímulos al personal más capacitado de su matriz para que asesorara el montaje y la operación de los laboratorios. Habría una administración general, pero sólo para gastos comunes del edificio (luz, agua, impuesto predial, etcétera). Para los centros de investigación social, enfrentar la propuesta de un financiamiento y una administración autónomos era particularmente difícil y así lo hicieron saber a la coordinación técnica del proyecto y a los financiadores. Sus laboratorios no podían, como los laboratorios tecnológicos, vender constantemente servicios para pagar gastos fijos y mantener estable al personal altamente capacitado. Por experiencia, sabían que los ingresos por proyecto no serían fijos y no podrían pagar los sueldos, el principal rubro de gasto. La decisión de fragmentar la administración y gestión de los laboratorios echó por tierra el proyecto.
Comentarios finales
En este artículo no he querido evaluar la política de consorcios ni del CIDAM. Esta última tarea debe realizarse y hacerse pública, ya que en este consorcio de la innovación se invirtió el presupuesto más inútil destinado por el gobierno estatal y el Conacyt al desarrollo de ciencia y tecnología en Michoacán; también porque en este proyecto se invirtieron miles de horas de trabajo de científicos adscritos a los centros de investigación y funcionarios estatales y federales.
El objetivo de este artículo ha sido mostrar los condicionamientos territoriales, históricos y sociopolíticos que entran en juego en el quehacer científico en México, así como las dificultades que genera una política científica centralizada y autoritaria que prioriza la productividad y competitividad económica sobre la sustentabilidad, lo mismo que la rentabilidad de la ciencia sobre la participación ciudadana y la justicia ambiental y social. Esta política no tiene como fundamento el diálogo ni la colaboración inter y transdisciplinaria de las instituciones y los investigadores con todos los sectores de la sociedad, sino solamente con los empresarios y altos burócratas demandantes de servicios científicos.
A ocho años de haberse constituido formalmente este consorcio, parte del equipo comprado permanece sin desempacar y otra parte ha sido sustraída o robada; una sección del edificio es ocupada por un empresario, amigo del gobernador actual, que hasta hace algunos meses no pagaba renta, luz ni teléfono; los administradores tienen problemas no sólo para pagar al personal de intendencia y recepción, sino también el agua y la electricidad que consume el inmueble.3 Los cambios de administración en los gobiernos estatal y federal infl uyeron sensiblemente en su operación. Hubo deserción de las instituciones que fungieron como coordinadoras técnicas del proyecto y un posicionamiento de bajo perfil de otras que permanecieron en él. El consorcio CIDAM pasó a ser un “archipiélago de instituciones académicas” con laboratorios y proyectos liderados por los representantes de las instituciones asociadas, que nunca dejaron de obedecer sus consignas y atender sus prioridades. EP
1 La ciencia y la tecnología en la sociedad del conocimiento: Ética, política y epistemología, Fondo de Cultura Económica, México, 2007.
2 Escribí una versión más amplia de este estudio en el informe de investigación titulado “Por una investigación transdisciplinaria, dialógica y colaborativa. Estrategias para abordar problemas complejos”, que se presentó al Centro de Ingeniería y Desarrollo Industrial del Conacyt. La doctora Susan Street, coautora de ese informe, estuvo de acuerdo en la publicación del presente escrito.
3 Esta información reciente fue obtenida con base en entrevistas a colegas involucrados activamente durante los últimos años en el consorcio, quienes prefieren guardar el anonimato.
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Humberto Gónzález es doctor en Ciencias Agrícolas y del Medio Ambiente por la Universidad Agrícola de Wageningen, Holanda, profesor investigador titular de CIESAS Occidente. Es miembro de la Academia Mexicana de la Ciencia y del Sistema Nacional de Investigadores, autor y coautor de cinco libros.06 Consorcios Conacyt -HG ALC rr.indd 2322/11/18 20:22