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El tesoro nacional: un recuento del patrimonio en México 

Yaiza Santos | 01.12.2018
El tesoro nacional: un recuento del patrimonio en México 

México es el séptimo país del planeta y el primero de Latinoamérica con más bienes declarados Patrimonio Mundial. Su lista incluye treinta y cinco lugares, entre bienes naturales y bienes culturales, sin contar con los ocho que tiene inscritos como patrimonio cultural inmaterial. ¿Qué supone este privilegio? ¿Hasta qué punto es importante? ¿Cómo y quién conserva estos lugares? Con la ayuda de la Dirección de Patrimonio Mundial del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH),realizamos un veloz panorama del asunto.

       El término “patrimonio” en cultura se refiere a todos aquellos valores, lugares, construcciones y conocimientos que una comunidad determinada considera vital proteger, por ser expresión de su genio, de sus creencias o de sus tradiciones, para poder transmitirlos a las generaciones futuras. Dentro de él, se consideran tanto el patrimonio histórico como el artístico y el llamado patrimonio vivo. De todo su patrimonio, los países a veces postulan bienes para que formen parte de la lista del Patrimonio Mundial de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés), lo cual supone algo más: que ese bien no sólo es considerado excepcional para esa comunidad o ese país, sino para el resto de la humanidad y, por lo tanto, se protege con ayuda internacional.

       No siempre existió algo así. La idea surgió en 1959, cuando la UNESCO, a petición de los gobiernos de Egipto y Sudán, organizó una campaña de recaudación de fondos para proteger el complejo de Abu Simbel y otros templos construidos por los antiguos nubios, asentados en la actual frontera entre ambos países africanos, que iban a ser inundados por la construcción de la presa de Asuán. Con las donaciones de los cincuenta países que acudieron al llamado, pudieron trasladar a zonas seguras los principales restos arqueológicos (trescientas setenta y cuatro hectáreas que se convirtieron en patrimonio mundial en 1979 con el nombre de Museo al Aire Libre de Nubia y Asuán).

       Esa operación de rescate sirvió para tomar conciencia, por primera vez, de que la protección del patrimonio cultural debía ser compartida. El proyecto para crear un mecanismo que la regulara se concretó el 16 de noviembre de 1972, en París, en la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural. “Ése es el gran hallazgo”, explica el doctor en Arquitectura, Francisco Javier López Morales, director de Patrimonio Mundial del INAH, “haber podido combinar en un mismo instrumento de control esas dos dimensiones: la cultural y la natural”.

       La Convención de 1972 es, pues, la que marca la pauta sobre qué puede considerarse patrimonio cultural —que se ha ido ampliando con los años, como veremos más adelante en el caso de los bienes inmateriales— y qué requisitos tiene que cumplir un monumento, un conjunto de construcciones, un paisaje o un lugar, obra del hombre o de la naturaleza, para ser considerado patrimonio de la humanidad. Cada año, el Comité del Patrimonio Mundial de la UNESCO se reúne para determinar qué nuevos bienes poseen “valor universal excepcional” y, por lo tanto, se incorporarán a la lista de patrimonio mundial que lleva haciéndose desde 1978 (en estos cuarenta años, se han inscrito mil noventa y tres). Estos bienes pueden ser postulados por cualquiera de los Estados Parte de la Convención.

       México, que entró a formar parte de la Convención en 1984, inscribió tres años más tarde sus seis primeros bienes: uno natural, la reserva de Sian Ka’an, en Quintana Roo, y el resto culturales: la ciudad prehispánica de Palenque, el centro histórico de la Ciudad de México más Xochimilco, Teotihuacán, el centro histórico de Oaxaca más la zona arqueológica de Monte Albán y el centro histórico de Puebla. Desde entonces, ha logrado incluir treinta y cinco en total, divididos entre seis naturales, veintisiete culturales y dos mixtos (que combinan ser bien cultural y bien natural a la vez). Éstos son la reserva de la biosfera y la ciudad maya de Calakmul, en Campeche, y el último inscrito, apenas este año, el valle de Tehuacán-Cuicatlán, como hábitat originario de Mesoamérica. Estas cifras ponen a nuestro país a la cabeza del continente americano y sólo por detrás de Italia, China, España, Francia, Alemania y la India en un nivel planetario.

       Pero ¿qué le aporta a México todo esto? Para empezar, como dicen desde la Dirección de Patrimonio Mundial, “le sirve para enriquecer la calidad de vida de los ciudadanos y contribuye a su bienestar, sentido de la historia, la identidad y pertenencia. Estos beneficios sociales están más allá de lo que puede medirse en términos de estadísticas de ingresos puros. El objetivo principal es lograr el desarrollo sostenible de las comunidades involucradas”.

       Desde luego, el nombramiento de un bien patrimonio de la humanidad pretende sensibilizar a todo el público acerca de su “valor excepcional” y, por lo tanto, del interés común en defenderlo y protegerlo; pero no sólo eso. La enorme visibilidad internacional que otorga ser parte de la lista se traduce en visitas turísticas, que, sobre todo si es encauzado de manera sostenible, repercute notoriamente en la economía local. No hay que olvidar que el turismo en México, con más de treinta millones de visitantes al año, aporta un 8.7% del producto interno bruto, y que la cultura es uno de los principales motores del sector. A Rafael Tovar y de Teresa (1954-2016), artífice de la creación de la Secretaría de Cultura, de la que fue primer titular, le gustaba ver el poderío cultural mexicano de manera más amplia, con un sentido muy similar al que inspira a la UNESCO: “México es uno de los pocos países que tienen una cultura ininterrumpida de modo milenario. La cultura aquí tiene valor estratégico en tanto un asunto de identidad”, declaraba ante mi grabadora pocos meses antes de fallecer. “La cultura en México es un tema que permea todos los segmentos sociales y que da unidad mediante vasos comunicantes”.

       Hasta aquí ha de quedar claro que el hecho de que un bien forme parte del patrimonio cultural de un país no significa que sea Patrimonio Mundial. La infraestructura cultural de México, por ejemplo, va mucho más allá de la lista de la UNESCO: doscientos mil yacimientos arqueológicos, ciento ochenta y siete sitios abiertos al público, veintidós mil seiscientas treinta bibliotecas, más de cien mil monumentos históricos, seiscientos veinte teatros, casi novecientos auditorios, alrededor de mil ochocientos cincuenta centros culturales y más de mil doscientos museos.

       De todo ello, hay muchos lugares que fueron rechazados por la UNESCO. Es el caso del centro histórico de San Luis Potosí, o la zona arqueológica de Cacaxtla, cuyas pinturas murales están consideradas como las mejor conservadas del mundo, pero fue desestimada por la descuidada intervención para conservarlas (toda la estructura metálica que sostiene el techo y otras modificaciones, que suponen más del 10% en “cambios modernos visibles”).

       Por lo demás, la decisión del Comité se toma teniendo en cuenta que el bien propuesto cumpla al menos uno de los diez criterios de selección fijados en la Convención de 1972:

1. Que represente “una obra maestra del genio creador humano”. En México fueron elegidos por este criterio, entre otros, Chichén Itzá (1988), Guanajuato y sus minas (1988), las pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco (1993) y la ciudad maya de Uxmal (1996).

2. Que dé testimonio de “un intercambio de valores humanos considerable, durante un periodo concreto o en un área cultural del mundo determinada, en los ámbitos de la arquitectura o la tecnología, las artes monumentales, la planificación urbana o la creación de paisajes”. Por ejemplo, el centro histórico de Morelia (1991), el de Zacatecas (1993), los primeros conventos del siglo xvi en las faldas del Popocatépetl (1994), el Hospicio Cabañas, en Guadalajara (1997), la ciudad fortificada de Campeche (1999) y la Villa Protectora de San Miguel El Grande y el Santuario de Jesús Nazareno de Atotonilco, en Guanajuato (2008).

3. Que aporte “un testimonio único, o al menos excepcional, sobre una tradición cultural o una civilización viva o desaparecida”, como la zona arqueológica de Paquimé, en Chihuahua (1998), la zona de monumentos arqueológicos de Xochicalco, en Morelos (1999), las misiones franciscanas en la Sierra Gorda de Querétaro (2003) y las cuevas prehistóricas de Yagul y Mitla, en Oaxaca (2010).

4. Que sea “un ejemplo eminentemente representativo de un tipo de construcción o de conjunto arquitectónico o tecnológico, o de paisaje que ilustre uno o varios periodos significativos de la historia humana”, por ejemplo, la ciudad prehispánica de El Tajín, en Veracruz (1992), la zona de monumentos históricos de Querétaro (1996), Tlacotalpan (1998), el campus central de la unam (2007), el Camino Real de Tierra Adentro (2010) y el sistema hidráulico del acueducto del Padre Tembleque, en Hidalgo (2015).

5. Que sea “un ejemplo destacado de formas tradicionales de asentamiento humano o de utilización de la tierra o del mar, representativas de una cultura (o de varias culturas), o de interacción del hombre con el medio, sobre todo cuando éste se ha vuelto vulnerable debido al impacto provocado por cambios irreversibles”. Es el caso del Centro Histórico de la Ciudad de México y Xochimilco (1987) y del paisaje de agave y las antiguas instalaciones industriales de Tequila, en Jalisco (2006).

6. Que esté “directa o materialmente asociado con acontecimientos o tradiciones vivas, ideas, creencias u obras artísticas y literarias que tengan una importancia universal excepcional”, criterio que el Comité aconseja esgrimirse en conjunto con otros requisitos, como sucedió con Teotihuacán (1987), Guanajuato, Morelia y Tequila.

7. Que represente “fenómenos naturales o áreas de belleza natural e importancia estética excepcionales”: Sian Ka’an (1987), las islas y áreas protegidas del Golfo de California (2005) o la reserva de la biosfera de la mariposa monarca (2008).

8. Que sea ejemplo representativo de “las grandes fases de la historia de la Tierra, incluido el testimonio de la vida, de procesos geológicos en curso en la evolución de las formas terrestres o de elementos geomórficos o fisiográficos significativos”. México sólo tiene un bien elegido por este criterio, la reserva de la biosfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar, en Sonora (2013).

9. Que sea ejemplo representativo de “procesos ecológicos y biológicos en curso en la evolución y el desarrollo de los ecosistemas terrestres, acuáticos, costeros y marinos y las comunidades de vegetales y animales terrestres, acuáticos, costeros y marinos”, por ejemplo, el archipiélago de Revillagigedo, frente a las costas de Colima (2016).

10. Que contenga “los hábitats naturales más representativos y más importantes para la conservación in situ de la diversidad biológica, comprendidos aquéllos en los que sobreviven especies amenazadas que tienen un valor universal excepcional desde el punto de vista de la ciencia o de la conservación”, como el santuario de ballenas El Vizcaíno (1993), las áreas protegidas del Golfo de California y la reserva El Pinacate.

 

La noción de “patrimonio cultural”, sin embargo, se ha ampliado en los últimos años, y ya no se limita a monumentos, construcciones y demás lugares físicos. Ahora también comprende “expresiones vivas” heredadas, como espectáculos, usos y costumbres, rituales, festividades, artesanías, saberes o técnicas tradicionales. A todo esto la UNESCO lo definió como “patrimonio cultural inmaterial” en la Convención de 2003 de Patrimonio Mundial, y los bienes así declarados pueden entrar a formar parte de tres listas: la lista del patrimonio inmaterial que requiere medidas urgentes de salvaguardia, la lista representativa y el registro de buenas prácticas de salvaguardia.

       “Ese concepto, la salvaguardia, es muy importante para entender la dimensión inmaterial del patrimonio cultural”, explica el doctor López Morales, “frente a los conceptos utilizados respecto al otro patrimonio, el material, que son los de conservación y protección”. El instrumento jurídico para proteger a ese tipo de patrimonio de las amenazas derivadas de los procesos de transformación y globalización es la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial.

       México tiene ocho bienes inmateriales dentro de la lista representativa (las fiestas del Día de Muertos, la Peña de Bernal como lugar de memoria y tradiciones del pueblo otomí-chichimeca, los voladores de Papantla, las danzas de los parachicos en Chiapa de Corzo, la pirekua —canto tradicional de los p’urhépechas—, la cocina tradicional mexicana —la primera gastronomía declarada patrimonio de la humanidad—, el mariachi y la charrería) y el Centro de las Artes Indígenas Xtaxkgakget Makgkaxtlawana, que salvaguarda el patrimonio cultural inmaterial del pueblo totonaca de Veracruz en el registro de buenas prácticas de salvaguardia.

       Sin duda, pertenecer a las listas de Patrimonio Mundial supone ventajas, pero también conlleva serios compromisos. Los principios que presiden la conservación y la restauración del patrimonio se establecen de común acuerdo y en un plan internacional, sí, pero dejan a cada nación el cuidado de su aplicación, según su marco legislativo, cultural y tradicional. Es decir, cada Estado es el responsable último de la gestión, supervisión, preservación y publicidad de los bienes declarados patrimonio de la humanidad.

       En México, se reparten la protección, conservación y salvaguardia del patrimonio cultural mundial distintas instituciones públicas federales, dependiendo del caso, entre ellas la Presidencia de la República, la Secretaría de Educación Pública y la Secretaría de Cultura, dentro de la cual están el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, y el INAH (que alberga la oficina de Patrimonio Mundial en México). Estas dependencias están obligadas a destinar fondos para ello, y sólo en caso necesario se acude al Fondo de Patrimonio Mundial, que permite la ayuda financiera en caso de desastres naturales y otras emergencias.

       Eso pasó con los terremotos del 7 y 19 de septiembre del pasado 2017, que dañaron seriamente parte del patrimonio situado en las zonas cercanas al epicentro, Oaxaca en el primer caso, y Puebla, Morelos y la Ciudad de México en el segundo. El doctor López Morales asegura que de inmediato “se detonó el mecanismo para solicitar a la UNESCO fondos de emergencia”. Esta ayuda se aprobó en enero de 2018 para los siguientes proyectos específicos: la restauración de dos monasterios (en Tlayacapan, Morelos, y Tochimilco, Puebla), pertenecientes a los primeros monasterios del siglo xvi en las faldas del Popocatépetl, y la restauración de la iglesia de Nuestra Señora de Loreto y del Templo de La Profesa, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

       La Dirección de Patrimonio Mundial en México no proporciona cantidades, pero según una noticia aparecida en El Universal en septiembre de este año, la ayuda económica total aportada por la UNESCO para estos proyectos de recuperación suma trescientos diez mil dólares. La misma información recoge la asistencia financiera recibida por parte de otros países como Chile, Estados Unidos y naciones de la Unión Europea. Además, la zona arqueológica de Monte Albán, quince de cuyas estructuras quedaron afectadas por el terremoto, ha recibido un millón de dólares por parte de la organización no gubernamental World Monuments Fund.

       Qué va a pasar con el patrimonio en general y con el dañado en particular en el sexenio que acaba de comenzar este diciembre está por determinarse, aunque el nuevo presidente, Andrés Manuel López Obrador, ha asegurado públicamente que la recuperación del patrimonio dañado tiene absoluta prioridad. Se prevé, además, continuidad en este aspecto desde el momento en que la entonces candidata a ocupar la Secretaría de Cultura, Alejandra Frausto, invitara a quedarse en su puesto a Diego Prieto, actual director del INAH. En entrevista con Milenio, Prieto calculó en ocho mil quinientos millones de pesos el presupuesto federal para la restauración de este patrimonio, más cerca de mil millones adicionales por parte de entidades privadas y organismos internacionales. La terminación de las obras está prevista para 2020, pero Prieto se muestra escéptico en la misma nota de que no queden inmuebles sin restaurar: “en parte porque el INAH cuenta con muy pocos especialistas —entre conservadores, restauradores y expertos en preservación de monumentos—, que no suman ni medio millar”. EP

 

 

 

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Yaiza Santos es periodista y editora. Ha publicado en Letras Libres, Esquire Latinoamérica, El País Semanal, Tierra Adentro, 14ymedio.com y ABC. Da clases de redacción en la Universidad Iberoamericana y en CENTRO, y colabora en la revista española Jot Down Magazine.

 

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