Apatzingán: Medellín como espejo
Lunes 18 de abril, 11 de la mañana. Más de 200 personas abarrotan el galpón que un día fue estación de tren y hoy sirve de auditorio en el centro del Fondo de Cultura Económica (fce) en Apatzingán, Michoacán. Los ventiladores alivian poco los casi 40 grados de temperatura. No en vano se le llama a esta región Tierra Caliente.
Hasta aquí llegaba el tren desde Uruapan, en lo que resultó un intento frustrado por abrir la línea michoacana hasta el Pacífico —la extensión al puerto de Lázaro Cárdenas finalmente partiría de Coróndiro. Apatzingán pasó, un día difuso, de ser fin de vía a vía muerta, como casi todo el ferrocarril en México, y los vagones abandonados fueron ocupados y convertidos en viviendas. Ahí siguen, al costado, unos descuidados, con los remaches visibles y oxidados, otros camuflados entre flores, con pintura de colores.
Para recordar el antiguo uso del edificio, se conservaron tres pares de vías a la entrada y la torre de agua, bajo la cual se instaló una fuente, adornada con azulejos que pintaron niños y jóvenes del lugar con su “autorretrato”. El de Luis, de 17 años, es una silueta amarilla sin rostro rodeada de tumbas.
Adentro, además del auditorio, hay una librería con aire acondicionado que vende 8 mil títulos y una “estación de lectura” que funciona como una pequeña biblioteca comunitaria. Un mural del artista michoacano Gilberto Ramírez decora las paredes y recuerda los hitos de Apatzingán. Por ejemplo, la firma de la primera Constitución mexicana, en 1814 —aquí vino a parar el cura José María Morelos, perseguido por el virrey de la Nueva España—, que dividió los tres poderes pero que nunca entró en vigor. O la utopía ejidal y educativa de Lázaro Cárdenas, cuya familia aún es dueña del rancho Galeana y sigue criando, como lo hizo el general, cebúes.
La vieja estación llevaba tres lustros funcionando como rudimentario centro cultural municipal cuando el fce inició su proyecto en Apatzingán, hace dos años. Después de una primera etapa de remodelación, inauguraron su librería y su sala de lectura el 13 febrero de 2015.
El lugar es agradable. Sería un centro cultural común si no fuera por la cantidad de Policía Estatal armada que poco a poco se va apreciando alrededor, o por los camiones del Ejército que patrullan por la calle al costado. Nadie diría que el 6 de enero de 2015 ocurrió en el zócalo, a pocas calles de aquí, una de las matanzas más turbias de los últimos años en México, cuando 10 personas murieron en un operativo de la Policía Federal cuestionado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos,1 ni que hace unos días, entre el 11 y el 13 de abril, a las afueras de Apatzingán quemaban vehículos, cortaban carreteras y se enfrentaban a fuerzas federales distintos grupos de civiles armados: por un lado, narcos; por otro, estudiantes de la Normal Rural Vasco de Quiroga de Tiripetío, y por otro, “autodefensas”, escenificando la complejidad que envuelve a la violencia en este estado.
Puesto en el mapa de la crónica negra en 2006, cuando La Familia Michoacana arrojó seis cabezas en la pista de una discoteca en Uruapan, Michoacán fue el primer lugar al que el entonces flamante presidente Felipe Calderón mandó fuerzas militares para combatir a las bandas criminales, dando origen a lo que los medios llamaron “guerra contra el narcotráfico”.
Detrás de esa violencia había una causa muy precisa, como recoge Guillermo Valdés en su Historia del narcotráfico en México: el enfrentamiento entre grupos locales y Los Zetas, antiguo brazo armado del Cártel del Golfo, que querían hacerse con el control del puerto de Lázaro Cárdenas, uno de los más importantes del país pero también entrada tradicional de la cocaína procedente de Colombia.
A principios de 2013, ya bajo la administración de Enrique Peña Nieto, los agricultores y ganaderos de la región dijeron basta. Ante la debilidad de un Estado que no los protegía, decidieron armarse y tomar la justicia por su propia mano. En La Ruana, Hipólito Mora, y en Tepalcatepec, José Manuel Mireles, se armaron para luchar contra los cárteles. Ambos fueron detenidos y desarmados meses después, y hoy solo está en libertad Hipólito Mora.
La frontera entre estos grupos y el crimen siempre ha sido difusa. Los autodefensas llegaron a tener el control, a finales de 2014, de 33 municipios michoacanos —más de la mitad del territorio—, según recogió en un informe para Nexos el experto en seguridad Eduardo Guerrero Gutiérrez,2 de Lantia Consultores.
Durante 2014, pareció que el estado salía a flote con la creación por parte del Gobierno federal de la Comisión para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán, que tenía, bajo el mando de Alfredo Castillo, el control de todas las policías y que, en la práctica, fungía como Gobierno estatal, y que logró disminuir las cifras de la violencia. Por desgracia, advertía Guerrero en su trabajo, en el pasado 2015, con la desaparición de la comisión, “se ha observado una descomposición progresiva de las condiciones”.
Terreno fértil para el campo y el crimen, Michoacán desdice el tópico de que la violencia por narcotráfico se da en lugares pobres. El estado es rico en limón, aguacate, melón, guayaba, fresa, y, a la vez, junto a la fruta, adentrándose en los montes, se cultiva marihuana y amapola. Este es un territorio que se disputan el Cártel Jalisco Nueva Generación —asociado al de Sinaloa— y distintas células de Los Caballeros Templarios, como Los Viagras o Los H3, diseminadas al ser detenido uno de sus principales líderes, Servando Gómez, “La Tuta”. Estos, a su vez, se hacen pasar por autodefensas, como ha denunciado el propio gobernador del estado, Silvano Aureoles.
Apatzingán, de poco más de 120 mil habitantes, sigue siendo un infierno a ratos, no solo por el clima. A plena luz del día, esta mañana de primavera, solo se percibe la violencia latente en un mural callejero con la cara de un joven sin boca y, junto a ella, la leyenda “Caballero Templario”, o en esa historia que cuentan los lugareños de que la gente temía acercarse al poste del fce porque el logo les parecía una “cruz templaria”.
Nada de las líneas anteriores esperan los dos centenares de vecinos reunidos en el centro cultural. Están a punto de recibir al colombiano Jorge Melguizo, miembro del gabinete municipal del Ayuntamiento de Medellín entre 2004 y 2010, que les contará de qué manera transformaron su ciudad, otrora la más violenta del mundo, en un ejemplo del triunfo social. En sus proyectos, como la Fiesta del Libro y los Parques Biblioteca, se inspira precisamente el centro del fce en Apatzingán. El objetivo, en palabras del director del Fondo, José Carreño Carlón, es “reconstruir tejido social a través de la cultura”. Nada menos.
Ya en 2010, en un artículo para Letras Libres,3 Ricardo Cayuela había puesto las alcaldías de Sergio Fajardo y Alonso Salazar en Medellín como ejemplo para México. En ambos gabinetes trabajó Jorge Melguizo, como secretario de Cultura Ciudadana, así que conoce el tema de su inminente conferencia, “Alianzas para una cultura de paz”, desde dentro, profundamente y por experiencia.
La figura inquieta de Melguizo, sudorosa, hablando con el público antes del acto —“Hola, qué tal, soy Jorge, ¿cómo están?, ¿de dónde vienen?”—, contrastará con los aires engolados de los políticos que lo precederán en el estrado, según manda el protocolo. “Señoras y señores, hace su arribo el ciudadano gobernador constitucional de…”, etcétera. A ellos les pide Melguizo que trabajen no juntos, sino “revueltos”: “¡Necesitamos de ustedes una orgía institucional!”. La conferencia se prolongará durante dos horas y media.
“Ninguna ciudad de Latinoamérica ha estado en la situación tan dura en la que estuvo Medellín”, recuerda Melguizo en su intervención. Alrededor de 66 mil jóvenes perdió esa ciudad en muertes violentas a lo largo de 20 años. Solo en 1991 hubo 6 mil 810 asesinatos. Hoy, presumen de haber bajado esas cifras en un 95 por ciento. La solución, avisa, es integral: unir a políticos, sociedad civil y, muy importante, empresarios. “La clave de lo que hemos hecho en Medellín es pensar la ciudad juntos”, explica. “Cuando el espacio lo ocupan los ciudadanos, no lo ocupan los criminales”.
Melguizo, que ha asesorado a gobiernos y empresarios de toda América Latina —entre ellos, a Mauricio Macri, en Argentina, primero como alcalde de Buenos Aires y ahora como presidente—, habla paseándose por la sala a grandes zancadas, modulando la voz con entusiasmo, apelando a unos y a otros por su nombre. Parece un pastor evangelista laico, pero no es una pose: Melguizo se comporta a todas horas como la mezcla extraña que es de activista, político, periodista y profesor. Lo ha podido comprobar el pequeño grupo de periodistas y escritores al que ha invitado el Fondo a Apatzingán y que ha pasado con Melguizo un día entero en Morelia. Siempre jovial, sonriente, enérgico, no ha parado de hablar de su trayectoria vital ni de Medellín. “Hace cinco años que no me dedico a la política. Ahora soy consultor, que es una manera de ser un desempleado con pasaporte”, dijo, divertido.
Nacido de un obrero y un ama de casa en un barrio bravo, la Comuna 13, antes de dedicarse a la política estudió Comunicación Social en la Universidad de Antioquia y ejerció el periodismo, dio clases en universidades y trabajó en organizaciones no gubernamentales como Corporación Región y Surgir. Además, vivió cinco años en Bilbao, España, entre 1999 y 2004, en los que fue testigo de la transformación radical de esa ciudad, industrial, sucia y hostil, en un agradable espacio ciudadano abierto a su otrora irrespirable río Nervión. Un ejemplo, sin duda, a la hora de encarar la labor que le esperaría en la corporación municipal de Medellín.
Teniendo en cuenta que Sergio Fajardo tomó posesión como alcalde en 2005, se podría pensar que la transformación de la capital antioqueña solo llevó una década, pero la conversación con Melguizo evidencia un camino más largo. Para él, la clave estuvo a finales de los ochenta y principios de los noventa, “cuando empezamos a hablar de nuestros problemas”. Habla, en concreto, de la película Rodrigo D: No futuro (1990), de Víctor Gaviria, que los puso frente al espejo. Los protagonistas no eran actores profesionales, sino sicarios de verdad, y para el día del estreno, todos menos uno —Ramiro Meneses, que llegaría a dedicarse con éxito a la actuación— estaban muertos. Habla también del libro No nacimos pa’ semilla (1990), de Alonso Salazar. Y habla del proyecto que llevó a cabo con Nacho Sánchez y que le presentó a la entonces flamante consejera presidencial para Medellín, María Emma Mejía, nombrada por César Gaviria en un intento por detener las imparables cifras de violencia de la ciudad, bastión del cártel de Pablo Escobar. Era 1991, y las cifras arrojaban una media de 18.3 muertes diarias.
El proyecto era un programa de televisión, Arriba mi barrio, dirigido específicamente a 86 mil jóvenes que ni estudiaban ni trabajaban, pura carne de cañón para las bandas narcotraficantes. El programa se emitió —sigue al aire con otro nombre, Camino al barrio— los viernes en Teleantioquia, en un horario en que ni siquiera había programación entonces, de dos a cuatro de la tarde, con tres objetivos recogidos por Melguizo en su propio blog:4 (1) que el programa guste, que la gente lo vea y que lo comente al otro día como si fuera una telenovela; (2) que nos ayude a saber qué somos y qué tenemos en Medellín, en especial en juventud: que nos ayude a generar conciencia de nosotros mismos (nos basamos en la Teoría de la Acción Comunicativa, de Junger Habermas), y (3) que sea propositivo, que genere propuestas, que quien lo vea diga: yo quiero hacer eso, yo quiero ser como esas personas que salen ahí.
El programa fue una revolución en los arrabales. Una vez llamó una señora, madre de Denilson, un sicario arrepentido al que una vez entrevistaron, pidiendo ver de nuevo ese programa, con la explicación: “Es lo único bueno que hizo ese muchacho en su vida”. Si entrevistaban a algún personaje célebre que visitaba la ciudad, no le hacían preguntas comunes. Al cantautor Joan Manuel Serrat, por ejemplo, le preguntaron: “¿Qué soñabas a los 14 años?” Si sacaban historias de los malos barrios, eran positivas, sobre gente que hacía trabajo comunitario o jóvenes que habían decidido labrarse un futuro mejor. “Cuando íbamos a grabar, muchas veces nos preguntaban: ¿a quién mataron? Las cámaras solo subían por la muerte, nosotros subíamos a buscar los hechos de vida”, cuenta.
Por eso, ahora, en la conferencia de Apatzingán, se dirige duro contra los medios: “Periodistas, les hago una pregunta: ¿cuándo diablos han venido ustedes a Apatzingán a contar las historias de vida positivas? Solo vienen a contar la muerte, solo vienen a contar los cadáveres, solo vienen a contar los desórdenes. El periodismo se basa en eso, y es un error: estas ciudades están llenas de vida, llenas de propuestas. Y hay que venir a contar eso, porque eso también está pasando”.
Melguizo hace hincapié en la necesidad de integrar la iniciativa privada a este tipo de proyectos, citando a Nicolás Restrepo, líder durante 20 años del Grupo Empresarial Antioqueño y ya fallecido: “El mejor negocio que hemos hecho los empresarios en Medellín ha sido invertir en los proyectos públicos de educación y de cultura, porque nunca como antes, nunca como hoy, la ciudad había sido tan competitiva”.
Es el capital privado el que mantiene en buena medida a los exitosos Parques Biblioteca de la ciudad antioqueña, a los que hubo mucha gente que auguró el fracaso y hoy tienen un acervo de más de 20 mil libros y reciben a 110 mil personas por semana. Un requisito para esos espacios: la excelencia. “Todo lo público tiene que ser como las dos salas de allá”, dice refiriéndose a la librería y la estación de lectura, “impecables”.
“Los desafíos de Apatzingán y Medellín son los mismos”, dice Melguizo. Y arremete contra las autodefensas: “Me da mucho pesar que aquí en Michoacán haya gente que respalde a los grupos armados. La vida, señores, es sagrada”. “Hemos aprendido algo: que la frase ‘cría cuervos y te sacarán los ojos’ es precisa para los paramilitares”, advierte. “Lo contrario a la inseguridad no es la seguridad, sino la convivencia. Yo no me siento seguro cuando veo a alguien armado a mi lado”. Es tajante: “Las armas tienen que estar en poder del Estado, solo en poder del Estado”.
El público, que ha estado riendo y contestando a los apóstrofes del conferenciante, hace silencio cuando en una pantalla, un superviviente canta a capela la masacre de Bojayá: la muerte de 119 personas que se refugiaron en la iglesia en mitad de un enfrentamiento entre los paramilitares y la guerrilla de las farc, responsable en última instancia de arrojar un artefacto explosivo en su interior. “Este salón es muy similar a esa iglesia, muy similar, y un número de personas muy similar. Había 180”, dice, serio, Melguizo, para referirse a la importancia de conservar la memoria. “No se nos puede olvidar esto; no para quedarnos en el pasado sino para pensarnos en el futuro”.
El cambio de mentalidad es otra de las claves de las políticas culturales que promueve Melguizo: “No somos sociedades violentas, sino sociedades violentadas; somos víctimas, no victimarios”.
No es fácil, pues, nada fácil, la tarea a la que quiere contribuir el Fondo. Socorro Venegas, una de las encargadas de poner en marcha el proyecto en Apatzingán, cuenta que una de las trabajadoras del centro le confesó lo que pensaron de ellas cuando llegaron al pueblo: “Estas pinches viejas, para qué vendrán con libros, tendrían que venir con cuernos de chivo”. ¿Ha cambiado la cosa en este año y medio que llevan funcionando? “Ha habido cambios en los niños tanto como en nosotros”, relata Adriana, encargada de la sala de lectura. Hasta ahora, tienen registro de 8 mil visitantes en total.
También se ha producido un cambio en la relación con los vecinos, que antes los observaban con hostilidad, y ahora entran y salen “como si fuera su casa”, dice Martha Luna, coordinadora del centro. Ahí está la muchacha que vende raspados, que se ha arreglado para asistir a la conferencia. ¿Le gustó? Asiente: “Estuvo bonita”. “Nos ha costado trabajo, pero ahí vamos”, dice Claudia, encargada de la librería.
Queda pendiente para el fce la segunda etapa de construcción del centro cultural, que incluye la creación de aulas para realizar talleres, una ludoteca para bebés, un auditorio interior y otro exterior.
Las noticias día a día no son alentadoras. El alcalde de Apatzingán, César Chávez Garibay, reconoció ante la prensa que grupos criminales siguen campando en la región y que “los problemas no se resuelven de la noche a la mañana”. Solo en mayo, hubo 63 asesinatos en Michoacán, lo que supuso un incremento de la violencia del 21.7% entre enero y abril respecto al año anterior, en que se había logrado reducir los homicidios casi 72 por ciento.
Los habitantes de Apatzingán, mientras tanto, se aferran a la esperanza que les ha ofrecido Melguizo: “Si en Medellín fue posible, en cualquier lugar es posible”. Esperan que el asunto no quede como en aquella primera Constitución, que dividió los tres poderes pero nunca entró en vigor.
1 Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Recomendación núm. 3VG/2015.
2 Eduardo Guerrero Gutiérrez, “La inseguridad 2013-2015”, Nexos, enero de 2016.
3 Ricardo Cayuela Gally, “¿Es Medellín la solución?”, Letras Libres, núm. 140, agosto de 2010.
4 Jorge Melguizo, “Arriba mi barrio”, Notas de Medellín, 14 de marzo de 2011.