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OCIOS Y LETRAS  

Libros y bibliotecas. Cinco siglos y medio de la imprenta moderna  

Miguel Ángel Castro | 22.01.2019
OCIOS Y LETRAS  

Johannes Gutenberg murió hace ya casi quinientos cincuenta y un años, el 3 de febrero de 1468, en Maguncia, ciudad alemana en la que también nació, circa 1400, y tal vez se fue de este mundo sin imaginar el impacto que tendría siglos después su invención de los tipos móviles. Cabe recordar que la imprenta ya había comenzado su carrera; se empleaban moldes de madera que contenían palabras enteras y se gastaban muy rápido. Gutenberg era un orfebre que fabricaba espejos y joyas, de modo que esa experiencia y la habilidad adquirida debieron servirle para crear modelos pequeños de figuras y caracteres o letras aisladas en hierro, los mencionados tipos móviles. Adaptó una prensa de uvas como plancha de impresión en la que instaló los tipos metálicos, y con la tinta adecuada produjo el primer texto con esa técnica: la Biblia Vulgata en latín, en la versión de San Jerónimo, del siglo IV; por ese motivo, éste es el primer incunable, reconocido como la Biblia de Gutenbergo Biblia de 42 líneas (por el número de líneas en cada página), y del cual se imprimieron ciento ochenta ejemplares en dos años. Esta cantidad de ejemplares de una obra resultaba sorprendente en un mundo en el que solamente era posible obtener una copia manuscrita de un libro en más de un año.

Johann Fust y su yerno Peter Schöffer acompañaron a Gutenberg en esta aventura, el primero con recursos económicos y el segundo como ayudante tipógrafo y cajista. Aparentemente, al final de esta historia de colaboración, ambos personajes se beneficiaron más que el mismo creador de la imprenta moderna.

El invento de Gutenberg transformó el mundo de la escritura y la lectura porque evolucionó muy rápido, de suerte que múltiples impresos comenzaron a ser disfrutados por más personas de diferentes clases sociales. En los siglos siguientes volaron hojas de noticias y disposiciones, circularon libros, gacetas y estampas que proporcionaban conocimientos de las ciudades, acontecimientos e historias, difundían ideas y pensamientos, además de favorecer el entretenimiento literario. Un universo otrora reservado a clérigos y aristócratas, más algunos privilegiados que iban a las universidades, comenzó a ser accesible para quienes aprendían a leer y escribir. Así nació la Galaxia Gutenberg.

Sirva esta recordación del genio de Maguncia para referirme a la visita que el año pasado hizo a nuestro país el investigador Roger Chartier con motivo de la Feria Internacional del Libro Universitario (FILUni), durante la cual dio una conferencia en la Biblioteca Nacional de México (BNM), en cuyo acervo se resguarda una docena de libros suyos.Chartier es un imprescindible de los estudios históricos y culturales en torno a la escritura y el libro en sus acepciones más amplias. En la charla que dio en el auditorio de la BNM, el 27 de septiembre de 2018, hizo una reflexión sobre su obra El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIVy XVIII, publicada en español hace veintiséis años y la cual se ha convertido ya en un clásico para los estudiosos de la cultura escrita. Entre algunas ideas que acerca de la lectura abordó nuevamente se encuentran los sentidos que pueden tener los libros, a partir de considerarlos como objetos a los que se les imponen y atribuyen ciertos usos que, para explicitarlos, tienen que estar inscritos dentro de sus páginas. Las obras escritas carecen de sentido si no se relacionan con un marco de propuesta y de recepción. Una cosa es lo que el autor pretende comunicar al escribir un texto (partiendo de reglas y con-venciones) y otra lo que la mirada de los lectores interpreta en un momento dado y a través del entorno cultural en el que están inmersos. La historia, valga recordarlo, se escribe en el presente, y nuestras interrogantes giran en torno a problemas que tienen que ver con la relación lector/libro, y en nuestros días, con la computadora. Al explicitar lo que la lectura, los lectores y las bibliotecas, con muros o sin ellos, significan, se propone un futuro que descansa en el examen de relaciones sociales capaces de aclarar los significa-dos que han tenido esas variables en un tiempo largo.

En este libro tan influyente, según la reseña que publicó Ana Lau Jaiven en la revista Secuencia (Instituto Mora), Chartier define el término biblioteca en sus dos acepciones: el lugar físico que reúne libros y las ediciones que compilan los editores en colecciones que aglutinan un género dado. Estas últimas constituyen, al lado de las enciclopedias y los diccionarios, la gran empresa editorial de la modernidad, en la que el anhelo de universalidad dio por resultado el catálogo, el inventario o bien, “una imagen trunca del saber acumulable”. Chartier plantea algunos ejemplos que considera como “empresas desmesuradas”, ya que intentaron reunir todos los libros posibles, los títulos imaginables o las obras jamás escritas. Para ello examina no sólo las construcciones arquitectónicas como tales, sino aquellos textos que fueron elaborados como inventarios de libros y cuyos títulos incluían la palabra biblioteca en tanto recopilación del conocimiento librero que incorpora un conocimiento humano seleccionado que busca abarcar desde el saber universal exhaustivo, hasta la selección de un saber necesario presente en pocas pero “buenas y escogidas” obras. El historiador también revisa los diversos sentidos que ha tenido el concepto de biblioteca en los diccionarios que, en su acepción de catálogo, lo definen como aquello que permite ubicar y localizar los libros. Chartier revisa este sentido de la biblioteca, significándolo como inventario por país y por producción librera, lo que le permite analizar la historia del libro como objeto, al que incluso es posible determinar por su negación, como cuando dice que una biblioteca puede ser también el recuento de los libros jamás escritos. Así se constituyen términos que pretenden ser universales en su concepción y a los que los compiladores se remiten a fin de reunir alfabéticamente los nombres de los autores y los títulos de libros y manuscritos. Tal y como lo procuraron en su momento la Bibliotheca mexicana, de Juan José de Eguiara y Eguren, y la Biblioteca Hispano-Americana Septentrional, de José Mariano Beristáin y Souza, obras fundadoras de la Bibliografía mexicana.

El vocablo libraria, en cambio, que aparece en Venecia en 1550, inaugura una nueva modalidad que consiste en un inventario de autores o traducciones al latín vulgar, y también al italiano, y que, además, apunta la intención del libro, propone una tipología de los géneros y cambia a un formato más manejable.

El orden de los libros ha sugerido, desde su publicación en español y su circulación entre los historiadores de la cultura de este país, otra manera de estudiar los libros, como objetos en sí y como materiales que producen conocimiento para otros. Ante las preguntas que se le formulan, en todo momento y con insistencia, sobre el futuro del libro impreso y las formas de lectura que la tecnología nos impone, Roger Chartier responde con amabilidad que lo más proba-ble es que todo prevalezca, al tiempo que asevera a esos amantes del papel que él es historiador y no adivino. EP

 

 

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Miguel Ángel Castro es profesor de Español, Historia y Literatura. Como investigador del Instituto de Investigaciones Bibliográficas indaga y estudia el pasado, presente y futuro de la Biblioteca Nacional de México y la prensa decimonónica. Editó el libro José María Vigil: a cien años de su muerte.

 

 

 

 

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