Pizza y yoghurt: Nostalgia de mi propia invención
Visitar la casa de mis papás es recorrer los pasillos de un museo que yo misma fundé. La atracción principal: mi reflejo. Una exhibición narcisista para la que no pago boleto.
Me deslizo con sigilo por la escalera, como si no fuera mi casa, porque no lo es. Acto seguido aviento mi mochila al piso y desparramo mis enseres personales por toda la habitación, como si siguiera siendo mía, porque lo es. Ajena y propia al mismo tiempo. Mi espejo. Cada rincón es una pieza en la colección permanente de mi memoria. Por eso, los objetos fuera de lugar me siguen provocando espasmos. Esto no era así, me digo. A mí me gusta que las cosas sean hoy como eran antes.
Me fui de casa a los veinte años y desde entonces Xalapa es algo así como mi base: donde vengo a obtener fuerzas, apoyada en la certeza de que aquí todo se mantiene igual que siempre. Una más de mis certezas infundadas, ilusión francamente ridícula.
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En un cuento de Fabio Morábito, un personaje visita la casa donde vivió durante su niñez. Se sorprende al descubrir que, adentro, todo ha cambiado. Es una de esas sorpresas que, por supuesto, se intuyen, porque tampoco somos ingenuos ni tontos. En el cuento, una nueva familia habita el interior de esas paredes, con distintas dinámicas y percepciones espaciales. El personaje, entonces, decide devolverle al mundo el orden que le han arrebatado, y poco a poco convence a los nuevos residentes de modificar la decoración del inmueble hasta acercarse lo más posible al recuerdo que él alberga.
Es un cuento fabuloso. Me fascina, y no solo porque ese personaje me representa mejor que nadie.
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Una señora, a quien conozco desde hace mucho tiempo aunque no a profundidad, me dijo el otro día que yo siempre le he parecido un alma vieja. Esto, a propósito de una conversación que tuvimos, en la que, entre otras muchas cosas, conté cómo había sido mi niñez al lado de mi abuela.
Un alma vieja. A lo largo de mi vida he recibido esa apreciación varias veces, casi siempre a manera de halago. Lo agradezco, por el cariño que conlleva. Sé que es una manera de endilgarme cierta sabiduría o sensibilidad, aunque siempre me ha parecido que también connota una inevitable, maldita melancolía. Un alma paralizada por la saudade. Así es como me siento algunas tardes, cuando me quedo horas y horas mirando por la ventana, pensando cómo eran las cosas antes y ya no lo son.
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La voz de mi abuela resuena en las conversaciones que sostengo conmigo misma. Es la voz de mi conciencia y de mis deliberaciones. Me pregunto si otras personas entablarán un diálogo con ellas mismas, o si el interlocutor es siempre un tercero conocido o inventado.
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El delicado arte del stalkeo, en mi práctica diaria, pone en evidencia algunos aspectos de este carácter melancólico que me define. Por ejemplo, que paso más tiempo stalkeando a la Alaíde del pasado que subiendo publicaciones nuevas. Me gusta ver fotos viejas. Las miro hasta dejar de encontrarme a mí misma y concebirme, entonces, como un personaje ajeno. Alguien a quien me habría gustado, o no, conocer.
Alaíde con cara de pocos amigos, en una foto que tomaron en Canal 11. Alaíde niña, abrazando un peluche gigante, en el cuarto de su abuelita. Luego, un retrato compuesto por tres integrantes de una familia nuclear de clase media, al que le hace falta Alaíde. ¿La tomé yo, acaso? ¿O dónde estoy?
¿Cómo sería el mundo sin mí?, me pregunto a veces, en una especie de salto cuántico: nostalgia de los mundos paralelos.
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Ser joven y ser nostálgica es como nacer preenvejecida. Igual que los pantalones que se venden ya rotos para evitarte la molestia de romperlos tú misma. Adiós a la inconveniencia de tirarse de una resbaladilla o de tropezarse en el lodo. ¿Sentarte encima de alguien y que se abran las costuras del tiro? Olvídalo. Estos pantalones te harán sentir como si, en efecto, hubieras vivido cosas divertidas, pero sin la incomodidad que la alegría conlleva.
Dice una canción de Alex Ferreira: Este es el pasado que alguien en el futuro está deseando volver a vivir. Dice Orhan Pamuk: Nadie sabe que está viviendo el momento más feliz de su vida mientras lo vive. Dice el lomito del meme: Eras feliz y no lo sabías.
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Con las fotografías, además, me sucede otra cosa: un peculiar fenómeno cognitivo o, más probablemente, la combinación poco afortunada de mis más arraigadas inseguridades personales.
Me pasa que casi nunca me gustan las fotos recién tomadas. Veo mi retrato en la pantallita de algún teléfono y no sé qué estoy mirando, pero el fotógrafo insiste en que salí bien. Yo, por más que lo intento, no encuentro nada especial en aquel recuadro. Aceptable, a secas. Súbela, pues.
Sin embargo, al pasar de los días la imagen va adquiriendo belleza (dije la imagen, no yo). Como un vino, digamos, o un queso, que agarra cuerpo. Juan Gabriel diría que se aquilata. Mejora. La veo dos semanas después y me parece una excelente foto. Pasado un año, me encanta. Like, share, retuit.
A mayor distancia temporal, más me gusta. Y esto aplica para todo. No sé cómo despegarme de esta mala costumbre de idealizar el pasado.
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Dice Sábato que la frase “todo tiempo pasado fue mejor” no implica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que felizmente la gente las ha echado en el olvido.
Estoy de acuerdo. Así, yo he ido depurando la fealdad de mis recuerdos, dejándolos prístinos, tan brillantes como el diamante más lustroso.
Son viajes que me regalo a mí misma: visitas al país de la negación deliberada. En mi mundo de falsas aproximaciones, Xalapa en los años noventa era un paraíso terrenal: frutas deliciosas caían de los árboles y había arroyos de agua fresca donde refrescarse después de haber pasado toda la tarde corriendo alegremente sobre las calles adoquinadas. También la prepa fue una época de euforia libre de malicia. Y sobra decir que prácticamente no recuerdo los motivos que me han llevado a divorciarme dos veces. Quién sabe qué habrá pasado, si los desayunos en la cama eran la rutina de todos los días.
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Soy cronista de mi propia ficción, pero la manera en la que me manejo se parece menos a un diario de viajes y más a un Elige tu propia aventura tropical. Promotora turística de mí misma, y la viajera soy yo también. Soy la reina de la conveniencia y de la mentira ajustada a modo.
Por eso escribo.
Después de varias horas frente al monitor, inevitablemente comienzan a aflorar ciertas verdades. Se descompone el camión de turismo, lo que obliga a la paseante a bajarse del carro y pisar la suciedad. Mira cuánta basura, no puedo creer la incomodidad. Qué feo parece todo. ¿Entonces lo de los desayunos diarios no era sino una hipérbole cursilona inspirada en la televisión?
Por más que volteo la mirada, no hay escape a mi propia miseria. No existe un artilugio narrativo que me proteja de lo inevitable: aceptar que este mundo es mío, que yo levanté cada piedra. Frente a mí se encuentran los arrepentimientos y algunas responsabilidades, cicatrices de esas que nunca dejan de doler. Piezas que no formarán parte de ninguna colección, que irán directo a la bodega.
A veces me pregunto qué pasará cuando haya ficcionado, ahora sí, la totalidad de mis recuerdos, tal y como mejor le conviene a mi salud emocional. Cuando de tanto visitar el pasado haya terminado por contar mi vida entera y no quede nada para mis biógrafos ni para los nietos que no tendré. ¿Anhelaré entonces las épocas en las que no me paraba la lengua, en las que una cerveza se convertía en tres o cuatro y platicar de mi niñez era lo que más me gustaba en el mundo? Nostalgia de la nostalgia, como extrañar Los Años Maravillosos.
Decido seguir escribiendo para dar respuesta a esta y otras preguntas. A lo mejor estoy cansada de tomar atajos. Me hartaron ya la asepsia y la curaduría. ¿Dónde está la maleza? Tengo preparado el machete.
Los museos, después de un rato, se vuelven aburridos. Incluso para las almas viejas. Mejor la selva.