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Poliedro digital: Acapulco en la memoria    

Julieta García González | 10.05.2019
Poliedro digital: Acapulco en la memoria    

Texto incluido en El edén oscuro, ©2018, antología publicada por Penguin Random House Grupo Editorial. 

 

 

A mi Deivid, in memoriam

El primero

Mi primer recuerdo, el más hondo y lejano, está situado en Acapulco. En mi cabeza las imágenes que se suceden no tienen un lugar fijo, ni siquiera estabilidad. Pero sé bien de dónde son porque quienes estuvieron a mi lado me lo han dicho una y otra vez: me perdí en el mar, cuando iba a cumplir un año. Me llevó una ola, me revolcó, la corriente me arrastró unos metros y de ella me salvó un muchachito delgadísimo, moreno, con el pelo rubio de tanto sol y tanta sal. La narración ha variado según la época y la persona que lleva la voz cantante. Los hechos son más o menos así:

Mis padres fueron de vacaciones a Acapulco. Ese lugar había sido su estancia de luna de miel y era un lugar favorito para visitas familiares. Llevaron a sus dos pequeñas hijas. A, de casi tres, y yo, aún sin haber celebrado mi cumpleaños. Iban acompañados, además, por mi abuela y tía maternas. Mi padre, que fue un hombre altísimo, sentía fascinación por el mar y creía que nadar en el club Asturiano los fines de semana lo capacitaba para sobrellevarlo, quería meter al agua a toda la familia. Mi abuela se negó en redondo y se sentó con las medias arremangadas a tejer crochet bajo una palapa. Mi madre argumentó que debía cuidar a su primogénita a la que el mar le daba terror. No sé del pretexto de mi tía. El caso es que el bebé quedaba a la mano y aún no tenía edad para protestar con argumentos. Según cuentan, mi madre exigió que me pusieran flotadores y mi padre se negó. A él, con sus casi dos metros, las olitas de Caleta le hacían los mandados. Me cargaría, me tendría bien arriba para que nada pasara. Pero pasó.

El mar, dicen, no tiene palabra. Esas olas suaves, en las que es delicioso distraer la mirada, bajo las que se pierden extasiados los pies, hundiéndose en la arena, de pronto enloquecen y se agrandan, se envalentonan. A una ola valiente le creció la cresta por encima del copete paterno, hundiéndolo y arrastrándolo consigo. Cuando se levantó de la revolcada, la bebé que llevaba en brazos no estaba más.

La historia cuenta que mi madre le pedía el divorcio a gritos desde la arena en lo que él buscaba desesperado y con angustia en las aguas revueltas, tratando de encontrar lo que las arenas doradas y el agua esmeralda guardaban. En el Asturiano no había corriente, nada más que el líquido clorado y los mosaicos del fondo. Pero en Acapulco sí.

Un chico muy joven sintió el jalón del mar, vio un bebé que pasaba veloz a su lado, sumergido, y lo pescó por donde pudo, salvándome.

En esa memoria incierta de los primeros tiempos —de la que el cerebro adulto busca deshacerse quizás porque las sensaciones son más intensas de lo que puede procesar, sin referentes ni asideros— prevalecen los granos de oro que flotan frente al sol, las burbujas y su sonido atronador, la sensación de asfixia mezclada con el asombro ante algo maravilloso y extraordinario, el peso del agua contra mi cuerpo infantil, flexible, resiliente.

Fui rescatada y devuelta a los brazos maternos. Mis padres no se divorciarían, ni entonces ni nunca, a pesar de los pesares que arrastraron por su vida de pareja. Mi hermana jamás aprendería a nadar y mi abuela y mi tía me regalarían para mi boda, veintidós años después, una colcha blanca de crochet, con un tejido detalladísimo.

La anécdota quedó ahí, como una muestra de lo que sucede en los paraísos: son inexplicables y extraños —y son la cuna de los mitos.

 

La galaxia

El cielo tiene una textura distinta cuando se cierne sobre el mar. Parece flotar sobre él, balanceándose. Las olas acunan a las estrellas, meciéndolas. Las constelaciones suben y bajan. Orión recorre a gran velocidad, sobre la cresta de una ola, un buen trecho de agua antes de estrellarse y disolverse y quedar únicamente en la bóveda celeste, su reflejo roto en mil pedazos.

Eso veíamos más tarde, en los viajes subsecuentes. Con unos bebés diferentes en una familia gregaria que se multiplicaba: la familia de mi padre. Acapulco era el destino por excelencia, al que íbamos atraídos como por un encanto o por el sencillo hechizo que ejercía un mar tibio, en una bahía espectacular y a una distancia razonable.

En esos tiempos, la distancia no era la misma que ahora. Porque las distancias se recorren también desde los años, así que era una época en la que los días y las horas eran plásticos y largos, como chicles al sol. La infraestructura carretera seguía una lógica más romántica que práctica. Los coches atravesaban los distintos climas y las tierras de colores caracoleando entre curvas infinitas, de pronunciado peralte. Subían la montaña y bajaban al trópico luego de unas ocho o nueve buenas horas de trayecto. Se repartían en la parte trasera de los autos tortas y jugos, y de vez en cuando un conejito de chocolate.

A veces, compartíamos el coche con los primos. Salíamos al amanecer y nos encontrábamos con ellos en algún punto de la salida a Cuernavaca. Eso, para nosotros, significaba que ya estábamos casi en el mar. Ahí se distribuía la niñada: unos acá, otros allá. Desde Tequesquitengo preguntábamos si ya, si ya habíamos llegado, si ese olor era el mar salado que dejaría nuestro pelo crujiente. Las fantasías que despertaba esa idea, el olor a mar, perseguía a los conductores durante horas. “¿Ya llegamos? Porque huele a mar. Seguro ya no falta mucho.” Los niños apoyándose en sus recuerdos breves para llenar los asientos del coche con su imaginación marina, su memoria olfativa anticipándose a los placeres de la playa, el sol y el sonido de las olas al quebrarse junto a sus cuerpos ya dorados. Los padres o los tíos o los abuelos asintiendo —el copiloto sumido en el sopor del Dramamine, porque las curvas no daban tregua; el piloto deseando también sobre su cuerpo la caricia del oleaje.

Íbamos, pues, como una masa familiar a encontrar en Acapulco nuevas memorias. Los niños estábamos por hacerlas con palas y cubetas, con trajes de baño que quedaban chicos de unas vacaciones a las siguientes, con sandalias que rozaban la piel delicada de los pies y con playeras a falta de bloqueador solar. Los padres iban en busca de las suyas propias, algunas perdidas ahí; otras formadas años atrás, antes de los niños y las parejas. Iban también en busca de memorias nuevas, como los más jóvenes: los nuevos protagonistas.

Íbamos además a revivir la memoria grupal, la que habitaba en las conversaciones de los abuelos con los dependientes del hotel. Recordaban de oídas. “Aquí, el gran Johnny Weissmüller le dio vida a Tarzán”, decían, relamiéndose los bigotes con las aventuras (ellos) y la sensualidad velada (ellas). “¿Aquí-aquí?”, preguntaba alguien mirando la playa de la Condesa, bajo una palapa, con una conga en la mano. No, no en ese lugar, pero Acapulco por entonces era inmenso, más grande de lo que es ahora. Lo abarcaba todo: Puerto Marqués y la Roqueta, Barra Vieja y el Revolcadero, Icacos y Pie de la Cuesta. Iba desde el descenso en carretera hasta la Diana y de ahí se desparramaba hacia el mar y se reflejaba en el cielo. Era infinito, como una galaxia.

 

Significados

La familia en pleno (decenas de personas) se desplazaba a comer pescado a la talla en Barra Vieja y el grupo se empinaba un Yoli que exaltaba los sabores del adobo y que invariablemente tenía arena en la boquilla: eso era Acapulco.

Visitábamos también a los atletas desmedidos de La Quebrada que se lanzaban al vacío como si nada los atara a la vida en la tierra porque eso, nos decían, era Acapulco. Esos hombres sin miedo y llenos de entrega.

Caminábamos dubitativos por el fuerte de San Diego, hastiados de sol y ceviche, pensando que perdíamos el tiempo en ese recinto histórico en lugar de estar revolcándonos en la arena o dándole la forma de una pirámide o un castillo. Pero Acapulco, según los padres, era también un lugar para recordar nuestros orígenes, los de quienes habitábamos el territorio mexicano y entendíamos como propia al águila comiéndose una serpiente. Por ahí, a lo lejos, donde alcanzaba más nuestra imaginación que nuestra mirada, llegaba la nao —y nosotros queríamos conocerla, tocarla, saberla de verdad. En su lugar, los adultos nos ofrecían piedras antiguas, bruñidas por el sol y el tiempo; nos ofrecían la idea de un puerto de maderas caducas y crujientes al que llegaba esa nave que venía de la China, llena de personas probablemente tan sudorosas como nosotros, que crecíamos sin parar y encontrábamos para Acapulco distintos significados en cada nuevo viaje.

Durante la noche, los chicos jugábamos a hacer competencias desde nuestro hotel —La Palapa, que no estaba en la playa— con los elevadores del Playasol, al que veíamos con envidia. Apostábamos cuál de ellos llegaría hasta abajo primero. Era una cosa incierta, como apostar en una carrera de cucarachas o ranas. Esto pasaba mientras nuestros adultos jugaban canasta o leían o se organizaban para cenar o para el día siguiente. Estábamos todos juntos, los primos. El rango de edades era muy amplio, pero podía sentirse, casi palparse, dónde quedaba la región intermedia entre todos: dónde estaban los púberes, los que sentían de una forma distinta el calor del sol impreso en sus pieles.

En Acapulco me había perdido yo en otro sitio que no fue el mar. Perdida: eso dijo mi familia, pero yo sabía perfectamente bien dónde estaba. Fue antes de la pubertad, antes de que nos empezáramos a transformar en grupo y que los acontecimientos cobraran un cariz distinto, pero y me dejó un regusto extraño y delicioso.

La atracción entre Acapulco y mi padre fue mutua, así que terminó asesorando a distintos hoteles por allá. Iba de vez en cuando por trabajo y de vez en cuando nos llevaba a esas visitas. Pero A tuvo las paperas y mis padres pensaron que su cara de ardilla resultaba una amenaza para mí. Mi hermano era muy pequeño, se quedaría con la abuela. Yo, en cambio, era un problema a mis siete años. La solución fue meterme en el Volks Wagen de mi padre rodeada de sándwiches de jamón con queso y una maletita con mis cosas. Iríamos él y yo de viaje a nuestro lugar favorito.

Mi padre se tomaba muy en serio su trabajo, como nadie que yo haya conocido. Le pareció natural, entonces, irse a resolver sus asuntos y dejar a su hija sola, con instrucciones muy precisas: vas a la alberca sólo si está el guardavidas, si tienes hambre avisas en la gerencia, ponte una playera si vas a estar en el sol. Ah, y no salgas, no salgas para nada. Tienes pro-hi-bi-do salir. Te estás en el hotel. Es muy grande.

Y sí, era grande pero no inmenso. Me aburrí después de darle dos vueltas a la cancha de tenis, de pelotear con muy poca habilidad en el mínimo frontón, de contar hormigas y desviarlas de su camino con azúcar en cubos. No estaba el guardavidas, pero había gente en la alberca y consideré que era suficiente seguridad. Me puse mi bikini y me eché al agua. Nadé, hice marometas, me lancé desde el trampolín, me sumergí para tocar el fondo con mis dedos… hasta que unos muchachos se me acercaron. ¿Estaba sola? No, mi papá estaba ahí trabajando. ¿A qué hora saldría? Ni idea. ¿Y qué pensaba hacer? Nadar. ¿Y qué más? Tan sólo nadar. Leer un cuento que ya había leído y nadar. ¿No quería acompañarlos? Tenían un hermano menor que ellos, un niño mayor que yo. Podíamos ir todos juntos. Iríamos a velear y comer helados.

Los chicos habrán tenido cerca de veinte años y yo debo haberles producido una mezcla extraña de compasión, diversión y ternura. Era chistosa. Estaba sola. Parecía más grande y no tenía miedo ni era tímida. Corrí a mi habitación y me puse una playera seca sobre el bikini húmedo, me cambié de sandalias y me fui con ellos. Paré unos momentos en la recepción y pedí que informaran a mi padre que me había ido con unos amigos.

Cuando salimos del hotel no había dado la hora de la comida. Volvimos con la puesta del sol, después de subirnos a un velero, comer en un yate y cantar en su cubierta, comer helados de carrito y beber malteadas de La Vaca Negra.

No discutiré aquí lo que sucedió cuando mi padre puso posó sobre mí sus ojos angustiados y furiosos ni cómo fue el resto de ese viaje. Tan sólo diré que, mientras estuve en el yate con unos muchachos jóvenes y sin preocupaciones, con su hermano que era casi de mi edad y que decidió poner sobre mis labios sus labios sabor a Fritos y camarones, me sentí llena de vida y alegría porque sabía que bordaba sobre territorio prohibido, que estaba violando un pacto secreto y eso me daba a la vez gozo, ansiedad y una sutil sensación de poder.

Esa mezcla ambigua de emociones se repetiría después en esas playas, rodeada de gente conocida y querida, cuando percibí que formaba parte del grupo familiar que comenzaba a transformar su cuerpo y su mente, dejando atrás para siempre el territorio de la infancia.

Tuve entonces la impresión de que Acapulco ejercía sobre mi voluntad un influjo irresistible que me orillaba a la desobediencia. Que el mar quebrándose de forma continua era un mantra y un llamado. Con la entrada de la pubertad, el puerto adquiría un sentido diferente.

 

Sueños colectivos

Mi madre se mareaba en el coche de ida y de vuelta. Se mareaba también en las lanchas que tenían un fondo de cristal por el que no veíamos más que el agua turmalina y alguna que otra ilusión. Su piel blanquísima se envenenaba con los rayos solares que a mí me dejaban color varita de canela. Le temía a los cangrejos, no le gustaban los pelícanos. No sabía nadar, pero flotaba como un corcho y prácticamente se dormía mecida por el oleaje hasta que un chorrito de agua traicionero le producía toses y sacudidas de cabeza, obligándola a volver bajo la palapa, a sus libros. La pasaba bien porque nosotros la pasábamos de maravilla. Para ella, Acapulco era de un glamour imposible de alcanzar mientras estuviera rodeada de hijos, sobrinos, parientes. El puerto la remitía a una época que no le había tocado vivir, pero que igual añoraba (como mi abuelo al Tarzán de Weissmüller). Una época en la que se usaban gorritos de nado con florecillas de tul de colores para proteger el crepé que esponjaba las cabelleras, los tiempos en que Esther Williams cruzó con elegancia la piscina del Cantamar.

Mi madre sabía lo que esa ciudad albergaba y deseaba una parte de ese tesoro. Aunque sus anhelos no implicaban las fantasías locas que se habían apoderado de otros miembros de la familia. Porque las leyendas de lo que Acapulco le hacía a la gente eran vastas y delirantes y ni siquiera con quienes compartíamos apellido se libraban. El hermano de mi abuela paterna era un tipo alegre, carismático e inteligente que se dedicaba a derrochar el dinero que ganaba su mujer y a componer boleros. Se escapaba de su casa en la Colonia Condesa de la Ciudad de México y dirigía su Buick hacia las colinas escarpadas que desembocaban en la bahía. En uno de esos viajes conoció a Elizabeth Taylor y tuvieron un romance fugaz que lo dejó delirando e inspirado. Junto con Mario Molina Montes escribió “Jacaranda”, en alusión a unos ojos imposibles, y se dedicó a decirle a quien quisiera escucharlo que él había estado en el Villa Vera, que de ahí venía la canción que Los Tres Ases interpretaban con melaza.

Así que mi madre sabía eso del tío de su marido y pensaba en Taylor y Wayne; tenía sueños diurnos, arrullada por el sonido de las olas, en los que aparecían Errol Flynn paseando a Rita Hayworth por la bahía o Rock Hudson bronceado y con cadenas de oro al cuello o Frank Sinatra cantándole a una diosa rubia. O hasta Dolores del Río flotando ingrávida en una alberca de diseño: la del Boca Chica, la suya propia, la de Dolores Olmedo.

Mi madre se preguntaba si permanece en un lugar el espíritu de los deseos y el de quienes llegaron antes, miraba el sol ponerse y lo registraba con su ojos de artista, hacía trazos en la acuarela del aire con sus dedos. Ese mismo sol había sido compartido por luminarias en ese mismo puerto en el que ella ahora perseguía hijos y sobrinos para ponerles camisetas, quitarles la arena de las chanclas, untarles Caladryl en los piquetes (mi cuerpo era un campo de batalla en el que iban de gane los mosquitos).

El anhelo por épocas pasadas en Acapulco no era exclusivo de mi madre. Los adultos se contaban entre sí anécdotas de otros viajes familiares al puerto, narrados desde la memoria infantil que todo lo mejora. Pensaban en las cosas que no vieron ni conocieron pero que permean Acapulco y soñaban también con su propio pasado y en lo que quedaría en el recuerdo de su prole. Juzgaban con desdén los nombres de las nuevas luminarias que más tarde serían parte de la leyenda acapulqueña: Christine, Estefanía de Mónaco, Luis Miguel, Michael Jordan, Bono…

Paseábamos por la ciudad en busca de aventuras y atravesábamos sin saberlo más que con la intuición obras de Félix Candela y Mario Pani, de Enrique del Moral y Clara Porset. Visitábamos hoteles para conocer sus albercas y comer en sus restaurantes cuando no estábamos en las palapas que ofrecían mariscos fragantes y frescos.

En grupo íbamos a cenar o al mirador desde donde se veía el agua erizada de plata de la bahía, partida por algunos barquitos iluminados con focos de colores y enormes cruceros, ciudades flotantes que parecían cosa de magia. Desde la carretera mirábamos la cruz sobre el Cerro del Guitarrón, la cruz que Carlos Trouyet construyó como sepultura para sus hijos y donde él mismo está enterrado. Ese monumento anunciaba la cercanía a Las Brisas, el hotel emblemático de Acapulco, que fue primero una aspiración y luego una realidad para nuestra familia porque también ahí mi padre trabajó dando asesorías. El glamour, entonces, venía envuelto en un lado pragmático, con él metido en una oficina mientras sus niños se arrojaban a la piscina privada salpicada de flores de hibisco o nadaban sin miedo en el agua de la alberca marina, compartiendo espacio con pececillos fulgurantes y cangrejos color marrón.

Esa realidad ruidosa de niños y actividades se posponía a ratos: cuando el sol penetraba en la última orilla del mar o cuando las gaviotas chillaban en lo alto de un cielo prístino. También cuando el agua de coco refrescaba el mediodía y cuando la noche inagotable del puerto vencía los cuerpos ardientes de sol y de mar y saturados con los extraños placeres que ofrecen los viajes familiares. En esos momentos, Acapulco era eterno. Los sueños de mi madre eran ahí sueños colectivos.

 

El último

No recuerdo cuál fue nuestro último viaje a Acapulco, cuándo. No recuerdo quiénes íbamos ni sé la fecha precisa. ¿Me había casado ya? ¿Fue después de que viviera en otra playa muy distinta, lejanísima en todos los sentidos al puerto? No sé si nos hospedamos en el mismo hotel de siempre o si fuimos a uno distinto. Me resulta imposible recordar si íbamos a una boda o a una celebración o si sólo estábamos ahí de paso, todos juntos por última vez. Tampoco sé por qué dejamos de ir con esa familia inmensa y ahora desperdigada en distintos lugares de este país y de otros, nuevamente multiplicada. Fueron yéndose para siempre algunos miembros indispensables de ese grupo: mis abuelos paternos, mi abuela materna, algunas tías y tíos… Y mi padre.

De ese viaje final a Acapulco no tengo ni retazos, borrado quizás por las pérdidas que vinieron después. Porque con los años la conformación del grupo se modificó. La piel ansiosa de la juventud se transformó en carne adulta, con las decisiones y las renuncias que eso supone. Hubo matrimonios y divorcios, accidentes y enfermedades largas y dolorosas, fiestas y bautismos, perros y nenes, graduaciones y primeras comuniones, celebraciones laicas y patrias, mudanzas y visas. Hicimos viajes a Cuernavaca (se volvió recurrente, se compraron casas), a Taxco, Guadalajara (unos se fueron a vivir ahí), Vallarta, Veracruz y Careyes. Pero en algún punto los viajes se transformaron en comidas cerca de casa y las comidas en llamadas telefónicas.

Fue en el hotel Tropicana donde nadé por primera vez sin ayuda de nadie, a los tres años, y en el Vips de la Costera donde descubrí el misterioso sabor de los ostiones. En El Cano comí paella de concurso y salvé a una mujer a la que las olas arrastraban. Fue en Acapulco donde bailé por primera vez en una discoteca, me subí a un barco, remé un bote y probé el agua salada del mar. Crecí ahí durante el arranque de las primaveras y los anchos días del verano, tostándome al sol primero como animalito salvaje que chapoteaba y después con parsimonia, para que el bronceado le diera un toque exótico a mi piel urbana. Maduré en los trayectos y bajo las palapas, al amparo de las conversaciones de mi gente, de la tribu a la que pertenezco.

Así que no recuerdo ese último viaje, pero tengo a Acapulco en la memoria. Cuando vuelvo a él, recupero una parte de ese pasado familiar, redondo y amado.

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