Poliedro digital: Las Vegas
Llegué a Las Vegas por primera vez el verano de 2002. Debía escribir por encargo algo sobre la ciudad para los viajeros de una importante aerolínea. Fue una de mis primeras asignaturas en el terreno de las guías de viaje; acostumbrada, como estaba, a una investigación más cercana al reportaje o a la literatura de rarezas que al mundo práctico de Lonely Planet, me interné en los terrenos de la información en la que me sentía cómoda. Investigué sobre el pasado de ese desierto convertido en casino y di con lo que se ajustaba más a mis intereses. Con un sobre lleno de datos e historias di mis primeros pasos en el árido suelo de Nevada.
***
Estábamos en el lobby del hotel, junto a un estanque. Ahí, Elvis y Priscilla daban vueltas uno detrás del otro con parsimonia. Primero Elvis se adelantaba, con porte de macho alfa, muy ufano y tal vez un poco gandalla y, en una curva, Priscilla lo alcanzaba sin mirar atrás. Parecía una carrera eterna y sin mucho sentido hasta que él, exasperado por tener a una hembra dándole competencia, se salió del estanque y se dio la vuelta por el vestíbulo, manchando la alfombra y sorprendiendo a los huéspedes que miraban al cisne discurrir hacia las puertas giratorias, muy quitado de la pena. Hubo un alboroto mayúsculo: al menos diez empleados dejaron sus puestos para correr tras él. Antes de que pasara un minuto, Priscilla había escapado hacia el lado opuesto.
Los cisnes fueron la primera señal de una rareza auténtica que me descolocó un poco. Las personas, en Las Vegas, no eran lo que yo creía: supongo que, como esperaban ver bodas en las que jueces se vistieran de Marilyn, los huéspedes de mi hotel no encontraron forma de inmutarse por dos aves dadas a la fuga. Los habitantes actuales de esos confines que nunca esperaron recibir poblaciones masivas no recibían menciones de la prensa, nada de eso estaba en mi sobre. Mi información abundaba en gente muerta y enterrada, pulverizada o convertida en nada. No en estas hordas de gente inmutable ante los cisnes, ansiosa de diversión.
***
El primer destino que elegí fue el museo de Liberace. Tenía en mi lista de actividades más restaurantes de los que podía abarcar siquiera con la mirada, más casinos de los que suponía posibles y un sinfín de variedades a las que, no me quedaba la menor duda, no asistiría en el poquísimo tiempo que tenía disponible para escribir mi nota. La visita a la que fuera la casa de Liberace me daba la oportunidad de ofrecer a los lectores de esa guía de viajes algo distinto, agradable y que, muy felizmente, coincidía con mis gustos. No es que la música del más famoso pianista de Las Vegas fuera de mi especial predilección: era su vida la que me resultaba irresistible.
Llegué antes de que lo abrieran y esperé unos momentos fuera con otras personas. Una mujer con el pelo blanco y lentes oscuros en forma de corazones me preguntó mi edad. Cuando le respondí, dijo sin empachos: “Cariño, bajas el promedio muy notablemente. Aquí todos podríamos ser tus abuelos. No creo que no haya otra persona en este museo que no haya visto con sus propios ojos triunfar a Liberace salvo tú”.
El recorrido iniciaba con fotografías en blanco y negro de un muchacho que parecía tímido y delgado y que, sin dudas, albergaba en el fondo de su corazón anhelos de triunfo. Después, aparecían los trajes. Primero vimos un atuendo de tirolés que no le hacía ningún favor a su figura. Luego, el despliegue de fantasía. Los demás visitantes, que me habían acogido como a una nieta despistada, añadían información a cada pluma y cada piedra brillante. “Con éste logró por fin conquistar el corazón de Las Vegas.” “Tocó una polonesa magnífica con aquella capa que ves por allá.” “El día que le hablaron de su enfermedad se enfrentó al público con aquél traje y tocó espléndidamente.”
Conforme pasaban los años en las cabinas de cristal, el espacio que requerían los atuendos se iba acrecentando y magnificando. Hacia el final de su vida, Liberace se presentaba ante su público con capas que pesaban más de 60 kilos, saturadas de perlas o circonias o suaves pieles de animales. Llegaba al escenario montado en convertibles rosas en los que viajaba también un conejo de peluche gigante o Rolls-Royce cubiertos de espejo. Podía moverse gracias a que en tramoya había personas que jalaban con hilos invisibles esas capas mágicas que, de otra manera, lo habrían sepultado.
Cuando salí del museo me topé con un calor brutal. Tuve que detenerme unos momentos a recuperar el aliento bajo una palmera. Se me acercó un hombre joven y afirmó en español: “¿Mexicana?” Asentí. “Sí, te escuché decirle eso a las señoras. Eres la primera que veo en el museo desde que trabajo en Las Vegas, hace años.” Me contó que era jardinero, que venía de Sinaloa y que había encontrado en ese suelo un paraíso. Nadie quería dedicarse a lo suyo, así que había logrado en poco tiempo un pequeño emporio de tijeras, pasto y mangueras. Antes de despedirnos, me confió el secreto de su éxito: “Jamás he jugado a las maquinitas, nunca he entrado a un casino”.
***
En el Venetian miré con asombro a una pareja feliz y gozosa de recién casados. Un gondolero vestido a la usanza veneciana cantaba “O sole mio” a todo pulmón y mediana entonación. Un grupo de personas se detuvo a aplaudir con gusto y a desear buena suerte. La pareja sonreía y lanzaba besos al aire. El novio se paró en la góndola, poniendo un poco en riesgo al gondolero y a su nueva mujer, e intentó una estrofa de la canción. Unos segundos después, apenado y confundido, se sentó de nuevo y tomó en silencio la mano de su chica. Los perdí de vista justo cuando llegó otra góndola con otra pareja de recién casados en la que un gondolero cantaba “O sole mio” a todo pulmón.
En ese hotel, que albergaba posibilidades para todos los gustos, me encontré con unos japoneses que visitaban el Guggenheim de reciente apertura. Estaban delante de mí mirando los Kandisky y los Chagall. Dieron dos vueltas en cada pasillo y coincidimos a la salida.
La canícula nos obligó a meternos al lobby del hotel y nos dirigimos, ellos unos pasos delante mío, a la sección de tiendas, apenas a un lado de los canales. Como sucede en la mayor parte de los hoteles-casino temáticos, el techo simula algún cielo. Hay luces que cambian de intensidad y tono según la hora del día, aunque nunca llega a ser totalmente de noche. Y, también como en el resto de estos sitios, se imitan callejuelas o avenidas para que los compradores se sientan transeúntes de paseo trasatlántico, capaces de viajar de un país a otro en menos de lo que pueden pronunciarlo.
Mi intención no era caminar cerca de la pareja todo el tiempo, pero mi natural distracción los obligó a fijarse en mí. Una mujer sola, en ese sitio, sin peluca platinada ni ropa de hostess les llamó la atención. La señora se acercó a mí y comenzó a hacerme la plática. Terminamos yéndonos juntos a uno de los muchos puestos de comida rápida del hotel. Pedimos sándwiches y conversamos. Ellos me hablaron de su entusiasmo por Las Vegas. Había sido un destino muy recomendado por sus conocidos en Kyoto y ahora entendían por qué. Era, sin duda, el mejor lugar posible porque, de verdad, podía verse todo el mundo en una sola calle.
Si bien “The Strip” me parece un lugar alucinante, increíble como se lo quiera ver, no me parece el summum universal; si acaso, me parece un magnífico resumen de la naturaleza humana y sus engolosinamientos. Pensé que tal vez a eso se refería la amable señora que me sonreía sin parar con el perenne asentimiento de su esposo y así se lo dije, pero negó levemente con la cabeza. No, no, se refería a un auténtico paseo internacional, en el que podía ver París, pinturas de Chagall, un canal veneciano y las agitadas calles de Nueva York de un jalón. Lo que más los había sorprendido era la tumba del rey Tutankamón, ubicada en el Luxor.
El rayo que surge de la punta de la pirámide Luxor, hacia el sur de la avenida principal, es el más poderoso sobre la tierra y puede verse en las noches claras hasta Los Ángeles. El hotel fue el primer auténtico parque de diversiones para adultos de Las Vegas. En su interior, además de una reproducción masiva de la Esfinge de Giza, se encuentra la tumba del rey Tut. La réplica, según se dice en folletos y guías, es exacta. Así lo repitió mi amable compañera de comida. Tuvimos el siguiente intercambio:
Ella: Se trata de la mejor reproducción de la tumba de Tutankamón que hay en el mundo. Yo: Sí, pero es una réplica. E: Pero una réplica e-x-a-c-t-a. Y: Muy bien, pero sólo una réplica, no es el original. E: Una réplica exacta es una réplica idéntica al original, aunque no sea el original. Y: Silencio.
Nos despedimos al término de los sándwiches. Los vi alejarse tomados de la mano, camino a los canales, balanceándose suavemente bajo una réplica no tan exacta del cielo veneciano.
***
Caminé The Strip lo más que pude, haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantenerme en la banqueta. Había leído que todo estaba previsto para que fuera fácil y deseable entrar a los hoteles temáticos y sus casinos, y que todo se complicaba para salir y deambular libremente por la calle. No sé si inyecten ozono y oxígeno en grandes cantidades para exacerbar la sensación de felicidad y no me importa: lo único que sé es que afuera, durante casi todo el año, el calor es endemoniado en el día y los casinos ofrecen, en medio de ese desierto duro e inhóspito, un arreglo irresistible de junglas, lagos, jardines colgantes... y aire acondicionado.
Me detuve frente al Bellaggio para admirar sus fuentes danzantes, aunque también con la esperanza de que el rocío me refrescara. Tenía pensado darme una vuelta por la tienda de antigüedades en la que Michael Jackson había, muy recientemente, gastado algunos millones de dólares, y pulir las suelas de mis sandalias durante la mayor parte de la noche sobre las calles para ver a la gente al aire libre.
Me paré en una esquina e incliné el cuerpo sobre el barandal de concreto, a la espera de que iniciara la danza acuática. Quería estar cerca del agua, aunque fuera sólo de intención. Sentí un delicado golpeteo en el brazo. Era un hombre con el pelo cano y la cara totalmente arrugada. Usaba sombrero de paja, lentes con un aumento que me permitía ver los dibujos de su pupila, un overol de mezclilla gastada y tenía los dientes amarillentos. Venía acompañado de otro hombre que me pareció idéntico. “No se incline, querida, puede caerse y sería una tragedia”, dijo señalando el agua bajo la que corrían tubos y cables. “Hemos visto accidentes antes, querida, y no quisiéramos ver uno ahora.” El hombre que lo acompañaba asintió y dijo entre dientes: “Cuidado, cariño”. Empleaban el “querida” y el “cariño” como habitantes de una época sin corrección política, en la que jamás se había oído hablar del acoso o la igualdad de género. Me parecieron encantadores y amables. Les expliqué que me sentía a punto de morir de un golpe de calor y que debía aguantar toda la noche raspando el pavimento de la zona. Se rieron de mí y me aconsejaron entrar a un casino o irme a mi hotel a meter los pies en agua con hielo. Les conté por qué estaba ahí y cómo cualquiera de sus opciones opacaría mis notas para turistas ávidos de conocer lo oculto de Las Vegas. Me miraron con seriedad y menearon la cabeza, como para concluir el tema y que cada quien hiciera lo suyo.
Habían ganado un concurso de calabazas gigantes y, como parte del premio, estaba incluido había un viaje a Las Vegas para dos personas. Ambos eran casados, pero o sus esposas no quisieron ir o ellos prefirieron hacerse compañía mutua. Llevaban de conocerse más tiempo del que decían recordar. Llegaron en una vieja pick-up desde su terruño en Illinois, alguna zona granjera poco comunicada, y pensaban quedarse sólo dos noches antes de volver a subirse a su auto e ir de vuelta a ver sus sembradíos. “Ganamos desde el año pasado el concurso, pero no tuvimos tiempo de venir antes”, dijo el que apenas hablaba. “Aquí todo es muy bonito, querida, pero me gusta más mi casa”, sentenció quien me impidiera lanzarme al agua.
Después de un silencio prolongado, en el que los tres miramos al suelo, comenzó el espectáculo. Los chorros de agua se movieron de un lado al otro, se inclinaron, se hicieron grandotes y chiquitos, desaparecieron para reaparecer de colores y en espirales. Los hombres se pusieron a mi lado y soltaron gritos de felicidad y aplaudieron. Me despedí deseándoles un buen regreso, felicitándolos por sus calabazas gigantes. Mi salvador me dijo, en tono de confidencia: “El verdadero Estados Unidos no es éste, preciosa, espero que no creas que es así. Un día, pronto, deberías venir a visitarnos.”
***
Volví al hotel exhausta, con la cabeza llena de luces y los pies punzantes. Antes de subir a mi habitación para hacer las maletas antes de desplomarme en la cama, me asomé al estanque del lobby: Elvis y Priscilla nadaban suavemente, con tranquilos meneos de sus colas. No había gente para cazarlos y, sobre todo, no había gente para ignorarlos. Subí sintiéndome muy reconfortada.