ESPACIOS Y CARACTERES: Apuntes para una historia de la computación




En mi infancia, las computadoras eran algo enorme, parpadeante y básicamente imaginario. Los libros para niños y las series de televisión presagiaban que, en ese futuro tan cercano como luminoso, todos tendríamos una —¡una!— computadora en casa, la cual, además de ayudar a los niños a hacer la tarea, se encargaría de cocinar, administrar el encendido y apagado de los aparatos eléctricos y otras tareas hogareñas. Se sabía que ya existían algunos ejemplares reales, que ocupaban varios edificios en alguna instalación militar norteamericana o en una universidad de Europa; pero el lugar donde realmente proliferaban era en las pantallas del cine y la televisión.
Los bulbos de estas últimas inspiraron a los escenógrafos de las películas del Santo para construir computadoras que no eran más que tableros llenos de apagadores y de focos de 100 watts que parpadeaban como series navideñas. Las producciones de Hollywood tenían más presupuesto y mejor asesoría tecnológica: ahí, en vez de focos de tlapalería, aparecían largas paredes llenas de pequeños cuadritos de colores que, en su prenderse y apagarse, parecían sostener un extraño monólogo mudo; completando el extraño ballet mecánico, numerosos carretes con cintas de 1/4 de pulgada giraban —como la madeja de una Penélope binaria— un poco hacia adelante y otro poco hacia atrás.
La primera computadora verdadera que tuve frente a mí era muy parecida a esas. Agonizaba la década de los setenta y mi primaria hizo una visita al Instituto de Matemáticas de la UNAM, donde “la computadora más rápida del país” ocupaba un piso entero. Un académico en bata de científico nos mostró cómo se programaba ese monstruo: perforando, con la ayuda de una aguja, una tarjetita de cartón que luego era introducida en una ranura. Los párvulos regresamos a nuestras casas con la boca abierta y una tarjeta llena de hoyitos como souvenir de nuestra visita al futuro. Un futuro en que los matemáticos parecerían sastres remendando ecuaciones.
Por aquellos años también abrió sus puertas una compañía de venta de boletos, la cual basaba sus reservaciones en un sistema de cómputo que invariablemente se congelaba cada vez que un cliente se disponía a hacer la compra. No obstante, su nombre, Boletrónico, y la tipografía “cibernética” con que estaba escrito, seguían acercándonos a ese futuro anunciado por las tarjetas perforadas, que ya parecía inminente.
Ese futuro se volvió obsoleto antes de que lo alcanzáramos y fue rebasado por las primeras computadoras personales que llegaron a México a inicios de los ochenta, las cuales no funcionaban con tarjetas perforadas sino con discos de 5 pulgadas y ¼. La primitiva relación entre la cartulina y la tecnología cibernética, sin embargo, todavía sobrevivió algún tiempo, pues los discos venían envueltos en un empaque de cartón que les daban la rigidez necesaria para ser introducidos en la ranura correspondiente. De hecho, la primera computadora que compró mi papá era de una marca que, hasta ese momento, había fabricado formatos de papelería contable. Por otra parte, la tarea de operarlas seguía incluyendo una buena dosis de trabajo artesanal: ya no perforando tarjetas, sino agregándole al texto impreso, a mano, cada una de las tildes y los signos de exclamación e interrogación que el teclado en inglés del aparato omitía. Además, constantemente había que estar metiendo y sacando discos de las ranuras, pues una de ellas cargaba el sistema operativo, mientras que en la otra había que alternar el programa elegido con el disco donde se guardaba la información.
Aún con todas estas incomodidades, el hecho de escribir un texto en esas hipnóticas letras ámbar sobre fondo negro, y a continuación corregirlo y modificarlo al gusto sin tener que pasarlo en limpio, era algo suficientemente innovador como para pensar que, finalmente, las fantasías de Los supersónicos empezaban a cobrar cuerpo.
La aparición de Mac, por esos años, vino a generar una paradoja: mientras Gorbachov daba fin al esquema bipolar de la guerra fría, Steve Jobs levantaba un muro más sólido y —para estas alturas— más duradero que el de Berlín. El mundo quedó dividido entre dos sistemas, ya no políticos ni económicos, sino operativos: PC (siglas que, a partir de ese momento, dejaron de significar “Partido Comunista” para pasar a designar a las computadoras personales con un sistema operativo de Microsoft) y Apple (que, hasta ese momento, había sido el nombre de una marca de discos de los Beatles). Intentos por generar una tercera plataforma fracasaron rápidamente, creando curiosos callejones sin salida de la tecnología, como un modelo de Atari que era, a la vez, consola de videojuegos y computadora, y que funcionaba con un sistema operativo calcado del de Apple.
A finales de los ochenta, las redacciones de los periódicos mexicanos todavía estaban dominadas por el característico tecleo de las máquinas de escribir. Unos días después del inicio del gobierno de Salinas —quien, por cierto, llegó al poder gracias a la caída de un sistema de cómputo— salió a los puestos El Economista, un diario apadrinado por el entonces Secretario de Hacienda, que alardeaba de ser el primer medio impreso en seguir un proceso cien por ciento digital, desde la escritura de las notas hasta la impresión de los negativos para imprenta (las fotos aún tenían que ser reveladas e insertadas artesanalmente). Desconocedor de tantos avances, cuando entré a trabajar como crítico de espectáculos llevé conmigo mi máquina de escribir portátil; no había terminado de teclear el párrafo inicial de mi nota cuando el director (un zacatecano cuyo apellido, Mercado, parecía seudónimo paródico en un diario especializado en finanzas) salió hecho una furia de su oficina y con su vozarrón norteño gritó hacia los cubículos de los reporteros:
–¿¡Quién es el pendejo que está usando una máquina?!
En el amedrentado silencio que se hizo en la redacción, levanté tímidamente la mano. De inmediato, un reportero de cultura me disculpó:
–Es que es nuevo, señor. De cultura.
La ira del director se transformó en una mirada de desprecio (no sé si hacia mi novatez o hacia la sección de cultura); antes de regresar a su privado, remató su desplante con una amenaza:
–¡No quiero volver a escuchar una máquina de escribir en este periódico!
Fuera de ahí seguí usando mi Olivetti. Incluso cuando compré mi propia computadora personal, me propuse seguir escribiendo el primer borrador de todos mis textos a máquina; entre otras cosas, porque esto me obligaría a transcribirlos por completo, operación que por ese entonces consideraba muy provechosa para detectar las fallas de un texto. Por supuesto, mis buenas intenciones duraron un par de artículos y algún cuento breve: es difícil mantener la disciplina de copiar, entero, un guion de más de cien páginas, pudiendo simplemente insertar las modificaciones en el archivo digital.
Seis años después, un nuevo gobierno arrancaba en medio de una de las crisis políticas y económicas más severas que ha sufrido el país. Las computadoras, para entonces, ya eran una presencia familiar en las casas y los trabajos. Entre los pocos reductos que aún no habían sido alcanzados por la era digital seguía estando el teatro, oficio de suyo anacrónico. Más allá de que los dramaturgos escribiéramos con la ayuda de un procesador de palabras, y de que algunas pocas salas contaban con un software para el manejo de su iluminación, el trabajo escénico seguía siendo básicamente ajeno a los avances tecnológicos. Invitados por Martín Casillas —quien había sido nuestro editor en El Economista y acababa de dar el brinco al mundo virtual trabajando para un proveedor de servicios de internet llamado Compuserve—, Rodrigo Johnson, Cecilia Kühne, un par de actores y yo intentamos hacer la que —hasta donde sabíamos— sería la primera obra de teatro virtual de la historia. La mecánica era rudimentaria: convertimos uno de los “foros” que la compañía otorgaba a sus clientes (lo que hoy llamaríamos un chat) en un escenario virtual, donde los personajes que habíamos diseñado llevaban a cabo el juicio contra un expresidente de la República, posibilidad que, por entonces, era muy debatida en los medios.
Los actores-dramaturgos del espectáculo teníamos que cambiar de identidad constantemente (cerrando sesión en una cuenta y abriendo a toda velocidad otra, que tenía un nickname distinto) para “dialogar” como si fuésemos una veintena de personajes distintos, entre testigos, abogados, jueces, etcétera. En la pantalla se iba desplegando la obra, es decir, un guión donde aparecían los nombres de los personajes y a continuación sus diálogos. Todo improvisado en tiempo real sobre ciertas líneas generales, como en el teatro de cabaret. La idea era que, en cierto punto del “espectáculo”, el público también participara haciéndole sus propias acusaciones al polémico personaje sentado en el banquillo de los acusados; o, si así lo prefería, lo defendiera de sus atacantes. Hasta la fecha, el éxito de nuestro primer (y último) experimento de teatro virtual sigue siendo una incógnita, pues, como no llevamos el control de nuestros seudónimos, nunca supimos si, además de nosotros, hubo alguien siguiendo la obra o participando en la ficción. Sospechamos, sin embargo, que, como en ciertos casos de infiltración, nuestro teatro estaba a reventar… de puros seudónimos nuestros.
En la era del Skype y el Twitter, esos pininos suenan tan anticuados como, en aquel entonces, nos parecían las fantasías futuristas del cine de los sesenta. Hay que decir, sin embargo, que no todas las películas de aquella lejana década erraron en sus predicciones: hubo por lo menos una que sí consiguió imaginar con bastante precisión cómo sería el futuro (es decir, el presente). En cierto momento de 2001: Odisea del espacio, aparecen dos tablets —idénticas a cualquier iPad, solo que con la pantalla en blanco y negro—, donde los astronautas ven un reportaje televisivo sobre su misión espacial mientras ingieren los raquíticos montículos de masa que constituyen su alimento. Vista hoy, esta secuencia adquiere un aire absolutamente premonitorio, no tanto por la impactante semejanza de los dispositivos imaginados entonces con los de la actualidad, sino, sobre todo, porque anticipó lo que sería la vida cotidiana a inicios del siglo XXI: personas que desayunan en silencio, con la vista clavada en los videos que se desarrollan en sus respectivas pantallitas.
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Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el CUEC de la UNAM y en el CCC del CNA. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio; Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2001 publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.