Correo de Europa: La nueva Alemania
Alemania conmemoró el 3 de octubre pasado el vigésimo quinto aniversario de su reunificación en 1990, ocurrida apenas 11 meses después de la caída del Muro de Berlín la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Un cúmulo de circunstancias aceleró un proceso que resultaba inexorable pero que tropezaba con reticencias, derivadas como es lógico del papel de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. El francés François Mauriac había pronunciado tiempo atrás aquella famosa frase incisiva: “Amo tanto a Alemania que estoy encantado de que haya dos”. Y el 29 de noviembre de 1989, poco después de la caída del muro, François Mitterrand, presidente de la República francesa, declaraba con cierta ironía sobre la reunificación: “No tengo que hacer nada para impedirla; los soviéticos lo harán por mí. Nunca permitirán la existencia de esta Alemania ampliada justo delante de ellos”.
Y sin embargo, la reunificación se produjo casi espontáneamente, sin tener que vencer grandes obstáculos. El presidente de la urss, Gorbachov, no tuvo demasiadas opciones en su mano ante la necesidad de ayuda para sacar adelante su Perestroika, las presiones populares y el apoyo incondicional de Estados Unidos al canciller Kohl. El Gobierno norte-americano no vaciló ni un momento, y Bush se empeñó en arrastrar a franceses y británicos, los más reticentes, a la mesa de negociación. La reunificación se concretó, Alemania consumió grandes cantidades de recursos y se convirtió en la primera potencia de la Unión Europea. Un cuarto de siglo después todavía hay diferencias culturales y económicas apreciables pero puede asegurarse que la operación fue un éxito: el Oeste asimiló al Este, los alemanes orientales se han aclimatado a los grandes valores de la democracia occidental —Merkel proviene de la antigua República Democrática Alemana (RDA)— y Alemania, que supo protagonizar aquella gran aventura vital, comenzó a adquirir un carácter abierto, cosmopolita e integrador que la libera de su histórica introspección, potencia el papel del pueblo germano en el mundo y marca una pauta de gran valor intelectual a los demás países de la Unión: además de ejercer un creciente liderazgo europeo en defensa de cierto modelo de desarrollo y de relaciones internacionales —véase su destacado compromiso en Ucrania—, encabeza la asimilación de refugiados provenientes de los conflictos orientales, especialmente de Siria, Iraq y Afganistán.
Como es conocido, ante los grandes movimientos migratorios de muchos cientos de miles de sirios que huyen de la guerra y, tras saturar los países limítrofes, buscan refugio en Europa, Alemania ha asumido el reto y se dispone a aceptar a todos los refugiados que lo soliciten. El país es consciente de que cumple así con su destino histórico; de hecho, los actos conmemorativos del aniversario de la unificación se han celebrado bajo el lema “Superando fronteras”. Los dirigentes germanos han trazado fecundos parangones entre ambos procesos. “Como en 1990 —decía el presidente federal Joachim Gauck en los actos conmemorativos—, nos espera un desafío que ocupará a varias generaciones. Pero a diferencia de entonces, ahora debemos conseguir que crezca unido lo que antes no estaba unido”. Gauck aludía a las célebres palabras del excanciller Willy Brandt, quien al día siguiente de la caída del muro dijo que debía “crecer unido lo que ya estaba unido”, en el sentido de que la República Federal de Alemania (RFA) y la RDA poseían un origen común y compartían una mutua pertenencia. “Los alemanes del Este y el Oeste hablan el mismo idioma y tienen una cultura y una historia comunes, pero ahora la distancia que hay que superar es mucho mayor, debido a las diferentes culturas y religiones”, añadió Gauck, antes de emplazar a los alemanes y a los inmigrantes a mantener los valores de la Alemania moderna, entre los que destacó el respeto a los derechos humanos, la libertad de culto y la igualdad de derechos de las mujeres y los homosexuales. El patriotismo constitucional (Sternberger, Habermas) será, en fin, el engrudo de la nueva Alemania.
En una Europa en la que han crecido peligrosamente movimientos xenófobos y en la que algunos países se resisten a cualquier mestizaje —es conocida la posición intransigente de Hungría, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, etcétera—, el arrojo de Alemania, que se apresta a recibir este año a cerca de un millón y medio de refugiados que están llamando a sus puertas, y que obligará al país a un creativo esfuerzo de rejuvenecimiento material y laboral, marca una pauta humanitaria de gran calado político que acabará traduciéndose en una nueva concepción de la propia unidad continental. Porque la gran crisis económica que acaba de superar el Viejo Continente ha acreditado la necesidad de una mayor integración que facilite una mutualización de los problemas y una federalización de la política, asuntos ambos que pierden dramatismo y se hacen viables gracias a esta renovada faz amable de la nueva Alemania.
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ANTONIO PAPELL, periodista y analista político español, es autor de El futuro de la socialdemocracia (Akal, Madrid, 2012) @Apapell.