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Escala obligada: El imperio emergente  

Mario Guillermo Huacuja | 01.11.2015
Escala obligada: El imperio emergente  
Hasta hace relativamente poco, ninguna nación se acercaba siquiera a Estados Unidos en poderío económico. Hoy China es un rival en toda forma que no deja de avanzar. Su riqueza y su influencia política crecen a pasos agigantados, al tiempo que internamente logra profundos cambios sociales. En estas circunstancias, la democracia en China parece secundaria.

En la historia política y económica de las naciones, sabemos que los imperialismos se relevan. La estafeta cambia de mano para dominar el mundo. En los años germinales de la civilización occidental, Grecia fue sustituida por Roma, y cuando el espíritu renacentista abrió definitivamente el cascarón del orden feudal, el descubrimiento del Nuevo Mundo fue el combustible que alimentó la voracidad de los imperios europeos: España primero, luego Inglaterra y Francia.

Si bien el siglo xix fue el escenario climático y crepuscular del imperialismo inglés, el siglo xx vivió la expansión de Estados Unidos con el aura de vencedor absoluto de las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. La bandera de las barras y las estrellas ondeó altivamente sobre las trincheras alemanas, el búnker de Adolfo Hitler y los escombros del Muro de Berlín.

Después de la desintegración de la Unión Soviética, nada parecía detener la maquinaria indestructible del imperialismo estadounidense. En los albores del siglo xxi, las nuevas tecnologías de la comunicación le conferían el lugar cimero como el artífice indisputable del mundo moderno: las redes sociales, inventadas en territorio norteamericano, no solo franqueaban las barreras de comunicación entre los individuos y las naciones, sino que también se convertían en las herramientas de cambio de la Primavera Árabe. Mientras las dictaduras del islam temblaban ante los llamados de Twitter, el crecimiento económico de Estados Unidos se alzaba en sus mayores números del último lustro. Incluso el poder de recuperación de su economía después de la profunda crisis financiera de 2008 le acarreó una reputación de ave fénix que levanta el vuelo entre sus propias cenizas.

Pero a finales de 2009 despuntó un nuevo rival en el horizonte: el producto nacional bruto chino había rebasado por primera vez al japonés, y el Fondo Monetario Internacional pronosticaba que para el año 2019, China podría superar a Estados Unidos como el máximo productor de riqueza del mundo.1 Un relevo inesperado, tratándose de un país comunista con una economía de mercado en expansión.

Con sorpresa y recelo, el mundo volteó los ojos a China. Muchos dijeron que su crecimiento se veía venir porque los productos chinos habían inundado masivamente los mercados de los cinco continentes de manera soterrada pero contundente en las últimas décadas. China era un dragón que al abrir los ojos reflejaba una fuerza que superaba la pujanza de las urbes occidentales y el señorío de las empresas que imponían sus productos a los consumidores del planeta entero. La ciudad de Shanghái, por ejemplo, había tenido un crecimiento deslumbrante en las últimas décadas, y rivalizaba con Nueva York por la altura de sus rascacielos, el lujo de sus tiendas y el bullicio cosmopolita de sus clubs y discotecas.

Pero la mayor sorpresa fue la aparición de Alibaba, una gigantesca corporación china de internet que, al cotizar a finales de 2014 en Wall Street, se llevó la mayor tajada de ganancias bursátiles en la historia de las bolsas de valores.2 La empresa entró por la puerta chica cotizando 68 dólares por acción, y en cuestión de horas tuvo una ganancia de 38%, incrementando su precio por encima de los 230 mil millones de dólares, una cantidad que engloba el valor de eBay y Amazon juntas, sus más cercanas competidoras. Alibaba funciona como un enorme bazar de diferentes productos, algo semejante a Amazon pero con la diferencia de que no vende ni envía ningún artículo. En síntesis, no gasta. Simplemente ofrece mercancías en un mercado potencial de 800 millones de clientes que tendrán acceso a internet en China en los próximos meses, y cotiza en la bolsa de Wall Street ante el pánico de sus competidores.

 

La Revolución cultural ha muerto

Cuando el Partido Comunista tomó el poder en 1949 y su dirigente Mao Tse-Tung proclamó la implantación de la República Popular China en la histórica plaza de Tiananmen, su estela de líder invencible y carismático era larga y promisoria. Era un hombre de hierro. Forjado en las rudezas de la vida campesina, su primera rebelión fue contra su padre el día que, siendo Mao muy joven, aquel le arregló un matrimonio por conveniencia. Y de ahí en adelante, la vida de la figura máxima de la Revolución china siguió destellando por sus iniciativas y sus retos. Mao fue el primer líder marxista que puso la carga histórica de la transformación social en el campesinado, en lugar de los obreros industriales; desafió a la Unión Soviética como patria universal del proletariado, y se levantó como alternativa de cambio para las sociedades del Tercer Mundo; provocó una revolución demográfica que convirtió a China en el país más poblado del mundo, y se acercó a Richard Nixon para ubicarse como contrapeso internacional en los años más gélidos de la Guerra Fría.

Pero como todo líder mesiánico y megalómano, Mao tuvo desbarrancadas atroces. Durante su programa económico, llamado con soberbia “El gran salto hacia delante”, la mala planeación y las inundaciones provocaron una pérdida masiva de cosechas, y la hambruna desatada causó la muerte de más de 40 millones de chinos. No hay registros históricos de una catástrofe mayor de ese tipo. Pero eso no fue todo. Para distinguirse del resto del mundo capitalista de Europa y Estados Unidos, así como del universo socialista de la Unión Soviética y sus satélites, Mao lanzó un ambicioso proyecto llamado “la Revolución cultural”, que pretendía reeducar a los intelectuales urbanos obligándolos a trabajar con sus propias manos en las faenas agrícolas del campo chino. Pero lo que resultó más inquietante fue la siniestra idea de acabar con todos los vestigios de lo que se concebía como “cultura burguesa”, entendida como cualquier expresión cultural ajena al socialismo chino. Con esa divisa, en bochornosas reuniones inquisitorias y multitudinarias, se quemaron indistintamente las obras de Shakespeare, Cervantes, Víctor Hugo, Van Gogh, Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci; se humilló públicamente la figura milenaria de Confucio; se cerraron los templos budistas y taoístas, y se prohibieron todas las expresiones artísticas que no fuesen una exaltación palaciega de las obras del presidente Mao.

En 1976, con la muerte de Mao, sus aberraciones políticas llegaron a su fin. El nuevo líder, llamado Deng Xiaoping, persiguió a los autores restantes de la Revolución cultural y, lo que resultó crucial para el futuro de la nación, inició una serie de reformas económicas que fueron abriendo el camino al desarrollo de la iniciativa privada, y que culminaron con el establecimiento de una economía de mercado impulsada por el propio Gobierno del Partido Comunista.

 

Las mujeres al poder

A favor de Mao, un campesino educado ferozmente en el autoritarismo patriarcal, habría que decir que utilizó el culto a su personalidad, entre otras cosas, para fomentar la participación de las mujeres en muchos ámbitos. Durante las décadas de su Gobierno, idolatrado por las masas, liberó a las mujeres de los férreos grilletes familiares, suprimió la horrible costumbre de embellecerlas utilizando vendas trituradoras para conservar los pies pequeños y las impulsó en la política y en la educación como nunca antes en la historia del país. De esta forma, y sin preverlo, puso las simientes para una clase empresarial femenina que compite con ventajas en el mundo de los hombres.

Como todo lo que sucede en China, la velocidad de la luz ha tocado la participación de las mujeres en las empresas, sobre todo en internet. En la década de 2005 a 2014, la porción de las empresas digitales en China a cargo de mujeres brincó del 25 al 35%,3 mientras que en las plataformas de Alibaba, las mujeres alcanzaron una ligera mayoría en 2015. En determinados rubros, como productos de belleza, ropa, joyería, bienes raíces y artículos para niños, las firmas digitales a cargo de mujeres son mayoritarias. Una empresaria china, llamada Zhou Qunfei, creó y desarrolló una empresa de pantallas digitales que la ha convertido en la mujer más rica del mundo en el área de la tecnología global. La revista Forbes ha calculado su fortuna en más de 10 mil millones de dólares, tres veces más que la riqueza de la mujer icono de la televisión estadounidense, Oprah Winfrey.

Tal vez la figura que cristaliza con mayor brillo el nuevo papel de la mujer china sea la primera dama, esposa del presidente Xi Jinping, la señora Peng Liyuan. Basta ver cómo viste y se desenvuelve: trajes sastre de corte occidental con detalles tradicionales chinos en los collares y mascadas, una cultura que incluye el conocimiento de la ópera de todo el mundo y un inglés perfecto. La señora Liyuan fue la cantante china que cautivó al público del Lincoln Center de Nueva York con su voz en la obra Mulan, y gracias a sus oficios de primera dama acaba de abrir una sucursal del prestigioso conservatorio Juilliard School en la ciudad de Tianjin, en China.4

Pero no se piense que, por ser la primera dama de un imperio en ascenso, heredero de las antiguas dinastías, Peng Liyuan vive entre las sedas de la vida social y sus frivolidades. No. La primera dama china tiene un objetivo muy claro, derivado de su pasado socialista: lograr la educación gratuita y de la más alta calidad para todos los niños de su patria. “La educación no solo es la puerta para el conocimiento y las habilidades que se requieren en el mundo contemporáneo”, afirma Liyuan, “es también la herramienta más eficaz para lograr tener ciudadanos responsables”.

 

Pobreza, desigualdad y aceptación

¿Qué tan pobre y desigual es el imperio comunista del mundo? Mucho, tomando en cuenta que se trata de un país muy pobre arrojado al vendaval global de las leyes del mercado. La desigualdad, como en muchos países extensos y tercermundistas, se expresa geográficamente. En las regiones occidentales cercanas a la India, los ingresos de la población son tan bajos como en Egipto; en la zona central se comparan a Albania, y en la costa oriental algunas ciudades tienen un ingreso similar a Rumanía, mientras que otras se comparan a Bélgica y Francia. En conjunto, si consideramos los criterios estipulados para medir el desarrollo (índice de desarrollo humano, producto nacional bruto por habitante y salario medio), China sigue siendo un país “en vías de desarrollo”.5

Sin embargo, si consideramos la velocidad del desarrollo y el esfuerzo realizado para sacar a la mayoría de la población de la pobreza, la situación de China cobra su verdadera dimensión. La rapidez del desarrollo chino es impresionante. El producto nacional bruto por habitante ha crecido en los últimos 35 años un 1,850%, mientras que en la India lo hizo un 300% y en Brasil un 50%. El salario medio en China se duplica cada seis años. En el año 2000, el salario promedio en la industria era la quinta parte del mismo salario en México; en la actualidad es casi equiparable. Esa velocidad se expresa de manera envidiable al hablar de las condiciones de pobreza de la población. En los últimas tres décadas, China logró sacar de la pobreza a 500 millones de habitantes, una población que comprende la de los países de Brasil y Estados Unidos juntos. Y los indicadores de trabajo y marginación son también sorprendentes: hoy en día 800 millones de chinos obtienen salarios medios; el hacinamiento de viviendas ha pasado a la historia, y en tan solo 10 años un tercio de la población ha obtenido viviendas nuevas; la electrificación ha llegado al 99.5% de los habitantes; la violencia ha sido reducida como en ningún otro país del mundo; las naciones ricas tienen dos veces más homicidios por habitante que China, y en América Latina hay 20 veces más; la desnutrición ha disminuido hasta el 5.5% de la población, y el analfabetismo es tres veces menor al que existe en la India, otro país con una densidad de población apabullante.

Por supuesto que no todos los indicadores destilan el optimismo de los datos anteriores. Aunque en China el trabajo infantil ha sido notablemente reducido, existen 150 millones de trabajadores inmigrantes en condiciones deplorables de trabajo, y el 33% de la población vive en la informalidad, sin prestaciones y sin pagar impuestos. Pero hay un dato que debería llamar más la atención de los analistas y politólogos del mundo entero: a pesar de que la libertad de expresión y de prensa en China es muy limitada, y que aún existen prácticas aberrantes de espionaje a los opositores y persecución a los grupos que critican la cerrazón política del sistema, resulta que el Gobierno de Pekín tiene la mayor aceptación de la población en el mundo: el 85% de los chinos están de acuerdo con su Gobierno. Es un nivel de aceptación inconcebible en cualquier otro país democrático.

Otro dato: después de los sucesos oprobiosos de Tiananmen, los conflictos de la sociedad china son eminentemente locales, y se refieren a problemas circunscritos y de soluciones prácticas. Nadie pone en duda la legitimidad del Gobierno, ni la justeza de las decisiones de la Asamblea Popular Nacional. Y lo más inquietante: mientras nadie se meta con la libertad de hacer dinero y mejorar las condiciones de vida, a casi nadie le interesa luchar por la existencia de un sistema plural de partidos políticos o de libertad de prensa.

En el imperialismo emergente, donde se fomenta la iniciativa privada y el brillo del dinero gana cada vez más adeptos, la inmensa mayoría de la gente acepta la dictadura del proletariado como sistema político.

 

1 The Wall Street Journal  http://www.wsj.com/articles/SB10001424052748703361904576142832741439402.

2 Ib. http://www.wsj.com/articles/alibaba-shares-trade-higher-in-ipo-1411142120.

3 China Daily http://europe.chinadaily.com.cn/business/2015-05/22/content_20793791.htm.

4 The New York Times http://artsbeat.blogs.nytimes.com/2015/09/28/juilliards-china-plans-move-forward/?_r=0.

5 Global Research http://www.globalresearch.ca/la-situacion-social-en-china-perspectivas-y-desafios/5344683.

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Mario Guillermo Huacuja es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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