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Escala obligada: Un comunista en Seattle

Mario Guillermo Huacuja | 01.08.2015
Un joven empresario estadounidense ha logrado poner en práctica el igualitarismo en su exitosa compañía.

Para todos los que pensaron que el comunismo había terminado merecidamente sus días con la estrepitosa caída del Muro de Berlín y la esperada desintegración de la Unión Soviética, hay una noticia que puede inquietarlos más que la resurrección del estalinismo. No se trata del nuevo expansionismo chino, que sin perder sus rasgos autoritarios y su hermetismo de partido único se ha lanzado a la aventura de acicatear a sus jóvenes empresarios y disputarle la supremacía del producto interno bruto (pib) a los Estados Unidos; tampoco se trata del renovado interés por Cuba a raíz del deshielo y la reanudación de relaciones promovida por Barack Obama; menos aún de la amenaza atómica de un país arrinconado como Corea del Norte, que no atina a darle a su población un mínimo de bienestar a pesar de llamarse socialista, y donde los derechos humanos son pisoteados a diario como parte de los usos y costumbres de la nación.

No; para sorpresa de todo el mundo, el comunismo ha resurgido en la esquina noroccidental de Estados Unidos, el país capitalista más poderoso del mundo, que aunque perdió ignominiosamente la guerra de Vietnam frente a un puñado de guerrilleros del sudeste asiático, salió indemne del equilibrio nuclear de la guerra fría y fue capaz de derrotar al monstruo estalinista de la Unión Soviética. Baste recordar por un momento las imágenes de Ronald Reagan con su sonrisa hollywoodense haciendo la “V” de la victoria, y la desolación que rodeó a Mijaíl Gorbachov cuando tuvo que dejar el poder del Kremlin ante las acometidas de Boris Yeltsin y las fuerzas centrífugas de las naciones obligadas a formar parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

El comunismo ha regresado por sus fueros en la figura de un joven empresario de Seattle llamado Dan Price. Como es de suponerse, el hombre no sabe nada de Karl Marx, ni de Friedrich Engels, ni de Lenin, Bujarin, Trotski, Mao y la fila de lí­de­res socialistas que de una manera u otra fueron siguiendo los mismos pasos. Tampoco sabe, ni mucho menos, que con sus pequeños desplantes está haciendo historia. Price es un empresario muy joven, con cabello largo y barba desaliñada al estilo hippie de los sesenta, de camisa fuera del pantalón y ademanes desparpajados, con cierta afinidad al porte de Brad Pitt y un carisma envidiable de amistad y bonhomía hacia sus empleados. Tal vez sus actos fueron la consecuencia natural de su propia personalidad.

Hace una década, cuando tenía escasos 19 años de edad, Dan Price llegó a Seattle para establecer su empresa. El germen de su negocio fue una computadora que ofrecía sus servicios en el dormitorio de la universidad de Seattle donde estudiaba, y que contó con un pequeño capital enviado por su hermano mayor. Esa empresa creció en pocos años, hasta llegar al tamaño que tiene en la actualidad. En 2015, es la principal procesadora de tarjetas de crédito en Estados Unidos, con 120 trabajadores fijos, más de 12 mil empresas como clientes y un flujo de transacciones por 6 mil 500 millones de dólares el año anterior. Su clientela se extiende por los estados de Washington, Oregon, Idaho, Arizona, California, Okla­homa y Hawái, con oficinas en Seattle, San Luis y Honolulu. En tan solo una década, Price logró esa consolidación a la que aspiraban muchas empresas que quebraron con la crisis de 2008.

Sin embargo, más allá de los logros económicos, desde hace tiempo Dan Price empezó a abrigar otro tipo de aspiraciones. Su historia es reveladora. Siendo muy joven ya tenía interés en las finanzas, y por eso llevaba los ingresos y gastos de su banda de rock, The Straighforwords; en esa época, también, se percató de que los bares y cafeterías de la zona escolar sufrían con los abusos al tramitar las tarjetas de crédito de sus clientes, y para aligerar el peso de las comisiones desarrolló un sistema y creó su propia empresa, que desde entonces se llamó Gravity Payments. Su código moral fue diferente. Siempre puso la lealtad de sus clientes por encima de sus ganancias, y por ello fue capaz de bajar las comisiones a la tercera parte de sus competidores. La empresa empezó a crecer a un ritmo sorprendente, y en 2008 ya tenía más de 50 empleados y facturaba con ganancias de 5.5 millones de dólares. Ese mismo año, el presidente Barack Obama nombró a Dan Price, con sus escasos 26 años de edad, el empresario del año.

Pero lo mejor estaba por venir. Y sucedió este año. Gravity Payments ya era una empresa boyante en la que sus trabajadores ganaban en promedio 40 mil dólares al año; pero al patrón esto no le parecía suficientemente justo. Por eso, en abril, Dan Price reunió a todos sus empleados en asamblea para comunicarles que la empresa haría un esfuerzo los próximos tres años para que todos —incluyéndose a sí mismo y a su equipo más cercano— ganasen 70 mil dólares al año. La primera reacción fue de incredulidad y pasmo. La asamblea se hundió en un oleaje de susurros y miradas de perplejidad. Después de unos segundos sin reaccionar, los trabajadores estallaron en una ovación eufórica. El evento tenía un halo de irrealidad: el joven empresario había anunciado un incremento sustancial de los sueldos más bajos y una drástica reducción de los mayores sueldos, entre ellos el suyo. En 2015, Dan Price se convirtió en el primer empresario que se baja el sueldo voluntariamente. Sus percepciones pasaron de un millón de dólares al año a tan solo 70 mil dólares. Algunos ejecutivos también sufrieron una reducción de sus salarios. Pero el resto de los empleados estaba exultante. A los 70 trabajadores con menores salarios el incremento les permitiría afrontar sus condiciones de vida de manera diferente. Para los 30 asalariados de menor remuneración, el incremento significaba la duplicación de sus ingresos.

La asamblea de abril de Gravity Payments fue un vuelco en la vida de muchas familias. Los que iban a sacar a sus hijos de las escuelas por no poder pagar las colegiaturas tuvieron un largo respiro de tranquilidad. Otros acortaron sus planes a futuro y empezaron a pensar en comprar, por fin, una casa. Nadie podía creerlo. Y para el joven empresario, acostumbrado a vivir sin lujos, el cambio significó muy poco. No compró un auto nuevo. No dejó de asistir a los restoranes habituales. A lo sumo, tuvo que dejar de lado ese ahorro involuntario que académicamente se llama la acumulación originaria de capital.

¿Qué diría Karl Marx de todo esto? Probablemente se vería obligado a una revisión de sus principios fundamentales, inscritos para la historia en su notable y voluminoso estudio sobre el capital.

En términos generales, Marx estaba convencido de que la riqueza de las naciones es producida por la fuerza de trabajo de los obreros, que laboran a diario para reproducir sus propios medios de vida —lo que se paga a través del salario—, pero también producen una plusvalía que los patrones se apropian siempre —lo que se entiende como la ganancia—, y ese sistema injusto invariablemente termina por crear la riqueza de unos y la miseria de otros, lo cual genera la odiosa desigualdad social de todo sistema capitalista.

Lo demás es historia. A medida que las fuerzas del mercado fueron ganando terreno, la riqueza se fue concentrando en unas cuantas manos. Los monopolios fueron engullendo a las empresas menores y los sectores menos afortunados se fueron rezagando en términos de ingresos, patrimonio, condiciones de vida y mínimos niveles de educación, salud, vivienda y alimentación. En los países más atrasados de África y Asia, la miseria se convirtió en parte del paisaje.

El desplante igualitario de Dan Price en su empresa fue una de las notas principales del New York Times y las revistas económicas de Estados Unidos, y sus consecuencias cimbraron en ondas concéntricas la estructura de los salarios y las disparidades entre los ingresos de los ejecutivos de las empresas y las remuneraciones de sus trabajadores. Su ejemplo trajo a la luz el hecho de que el sistema capitalista no es igual en todas las naciones, que la socialdemocracia ha producido sociedades mucho más homogéneas en los países nórdicos, y que países pequeños y tradicionalmente subdesarrollados —como Uruguay y Costa Rica— tienen un igualitarismo que está ausente en los iconos de las democracias occidentales, como el Reino Unido y Estados Unidos.

En Estados Unidos la distribución del pib entre la población es una de las más dispares del mundo. Lo mismo sucede con el reparto de utilidades al interior de las empresas. El sueldo de un ejecutivo es 350 veces más alto que el promedio del salario de los trabajadores, y los extremos se alejan cada vez más con el tiempo. En una empresa muy exitosa, como McDonald’s, un empleado de salario promedio tendría que laborar durante siete meses para ganar lo que el ejecutivo más alto gana en una hora. Ese panorama está muy alejado de lo que las empresas consultoras del ramo aconsejan para guardar un cierto equilibrio entre ganancias y salarios, lo que se traduce en un abismo entre las percepciones del sector con mayores ingresos y las del sector con menores ingresos. Una firma como Pierpont Morgan, por ejemplo, recomienda que esa brecha no sea superior a la relación de 20 a 1, lo cual en Estados Unidos a todas luces no se cumple.

El arrojo de Price tuvo también una resonancia perturbadora en el Departamento del Trabajo del Gobierno federal, entre los sindicatos de trabajadores y las cámaras empresariales de la nación, ya que cayó como balde de agua helada en el momento en el que se discuten los nuevos salarios mínimos del país.

Cabe destacar que el estado de Seattle se encuentra a la vanguardia del incremento salarial en toda la nación, y su salario de 15 dólares por hora está muy por encima de los 10 dólares que prevalecen en casi todos los demás estados. Pero una cosa es elevar el pago del salario mínimo para los trabajadores que se ubican en los estratos más bajos de las empresas y otra cosa muy distinta es igualar a rajatabla los salarios de todos los ejecutivos, empleados y trabajadores de un mismo establecimiento.

Los críticos no tardarán en surgir. Ya hay quien afirma que se trata de una medida injusta y populista porque no pueden ganar igual personas que no tienen la misma educación, o tener el mismo salario quienes se esforzaron para alcanzar un cargo y quienes no hicieron el menor esfuerzo para lograrlo, y que igualar a personas con trayectorias desiguales va a generar un cúmulo de mayores desigualdades, envidias y resentimientos.

A muchos otros les preocupará sobre todo el mal ejemplo. Porque no es lo mismo que el Gobierno, los sindicatos o las cámaras empresariales propongan medidas para combatir la desigualdad de los ingresos y mejorar las condiciones de vida que el hecho de que un empresario aislado, sin el apoyo original ni siquiera de sus propios trabajadores, haya tenido la ocurrencia de igualar el tabulador de los ingresos para todo el universo de la empresa.

Para el grueso de los empresarios se tratará de una medida reprobable, porque para eso están las fundaciones. Coca-Cola tiene una fundación que busca mejorar la alimentación de todos aquellos a los que llevó a la obesidad; Exxon, una que apoya la educación y los derechos humanos después de los desastres petroleros, y muchas otras compañías han formado instituciones por el estilo. Con ese tipo de figuras, las empresas lavan culpas, evaden impuestos y tienen el mejor argumento para subrayar que están a favor de la igualdad y la justicia social. Los ejemplos más acabados los ofrecen los hombres más ricos del mundo: Bill Gates tiene una fundación con la que apoya personalmente a las comunidades más pobres de África; Carlos Slim es también el nombre de una fundación que impulsa la educación y el empleo. Pero ninguno de los dos, por supuesto, reduciría las estratosféricas ganancias de Telmex o de Microsoft para igualarlas con los salarios de sus trabajadores.

¿Qué movió a Dan Price a tomar una decisión de esa envergadura? Dice el empresario que algunas lecturas de psicólogos que ganaron el Premio Nobel —Angus Deaton y Daniel Kahneman— y el conocimiento de las condiciones de sus empleados lo orillaron a igualar los sueldos. Fue una medida esencialmente humanitaria. Los de arriba no se sacrifican tanto, y para los de abajo es el fin de los sacrificios. Como músico que sigue siendo, el joven empresario dice que “no son las mejores canciones o las mejores bandas las que triunfan, sino la conexión con las audiencias.”

Y así, sin el propósito de discutir en la palestra de la historia con los principios de Karl Marx y sin el más mínimo interés en incomodar a sus congéneres o ponerse como ejemplo empresarial, Dan Price ha logrado de manera definitiva conectarse con sus audiencias.

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Mario Guillermo Huacuja es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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