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Prohibido asomarse: Emboscada

Bruce Swansey | 01.12.2015
Prohibido asomarse: Emboscada

Una fosa común

Abordé el camión con el corazón apesadumbrado aunque guardé silencio para no arrebatarles la esperanza a quienes me habían precedido ni a los que esperaban ansiosamente su turno.

Subimos aguijoneados por las palabras del chofer y otros dos hombres que nos urgían acomodarnos rápidamente. Ya adentro y cada vez más amontonados se hizo difícil respirar. Para todos fue una sorpresa porque nos habían asegurado que habría suficiente espacio. Eso fue lo que me hizo aceptar mi condición para la que no contaba con palabras. Cuando cerraron las puertas la oscuridad fue total y después escuché el sonido metálico del candado.

“Esto —pensé— es una fosa común en ruedas”.

 

Vórtice

En el centro de la encrucijada todo es posible. Atacar al otro porque se le considera indigno pero sobre todo para probar la propia fuerza. Pregonar la ira de la divinidad mediante la destrucción. Solidarizarse con la desgracia y encontrar en ella una fuente secreta de placer. Aguardar el momento preciso confiando que la espera del ataque transformará el corazón en un nido de escorpiones. Defendernos sabiendo que los demás harán lo propio. Huír ignorantes de que las ofensas imaginarias se pagarán más caro que las reales. Toda manifestación de caridad o de solidaridad se atribuye a la malicia.

Para perdonar es necesario tener una gran imaginación.

 

El principio del fin

El deseo de los bienes ajenos es el principio del fin. Se manifiesta cuando los fanáticos confunden intereses inconfesables con el fervor y destilan el odio mediante un lenguaje cuya exaltación afirma la cruzada religiosa para disimular la venganza que les permita apoderarse de cuanto condenan.

–Así —cuenta el maestro rural— llegaron los franceses para proteger a los cristianos. Luego arribaron los rusos para cuidar a los ortodoxos y los austriacos para velar por los griegos católicos y los bajeles de la Puerta Sublime para garantizar la seguridad de los hermanos musulmanes. Maronitas, chiitas, drusos, ismaelitas y tantos otros, cada grupo invoca la protección de una potencia. Todos apuran impacientes la catástrofe que convertirá su patria en botín y después en ruina. Los escombros sirven para probar armas y medir fuerzas.

El hombre se detiene un momento para recuperar el aliento.

–Una nación inventada ayer dicta el exterminio para quienes se opongan a su poder. Reclama el prestigio del valor ciego, alimentado por la fe inquebrantable en una causa que han impuesto a vastas regiones. La guerra se hace por ganar el Levante.

El militante dueño de la única verdad estrella su mazo contra un friso ancestral para desfigurar la sonrisa del comensal romano en el ágape, a quien culpa de haberle robado el alma.

 

Et in Arcadia ego

Hubo un tiempo en que esto fue un vergel. Aquí —señala la vieja con mano sarmentosa— las huertas florecían: naranjos y limoneros, las ciruelas gordas y los higos prietos y rezumantes de miel, los olivos y la vid y cuanto hay deleitoso para la vista y el gusto. Un tiempo en el que las mezquitas se erguían al lado de las iglesias y estas en pacífica vecindad con las sinagogas y era común que un musulmán orara en una iglesia ortodoxa o católica y que un cristiano rezara en una mezquita. Hubo un tiempo de paz en el que las diferencias formaban parte de la savia de una vida que celebrábamos por las tardes bajo la sombra de los árboles.

Ahora eso parece una fantasía. Y, como sucede con los milagros, uno puede o no creer que así fue. Pero sé que ese tiempo existió, previo al fuego que consume las moradas y arrasa los campos pulverizando la tierra y multiplicando los enemigos, un tiempo libre de la agitación que ningún sacrificio puede aplacar.

Hoy nos defienden los ingleses y los norteamericanos, los rusos y los franceses del asesino Bashar, de los carniceros que en nombre de Alá lo han destruido todo y de nosotros mismos vueltos sombra.

Hubo un tiempo en el que esto fue Arcadia pero aquí también acechaba la muerte.

 

Cada mañana

No hay necesidad de inventar fanstasmas ni de entretener inquietudes infundadas. A cambio del peligro imaginario cada mañana renueva el horror auténtico.

Por eso escriben sobre un cartón en grandes letras: “Lo único que deseamos es una vida digna”.

 

Orfeo

Dicen que después de perder a su mujer y a sus dos hijos enloqueció. Prueba de ello es que caminó de regreso al infierno convencido de que allí los encontraría.

 

El auténtico rostro de la historia

Primero fue el tiempo de la esperanza, cuando creyeron poder transformar el mundo. Luego el del desengaño cuando confirmaron que la fortaleza del tirano era inexpugnable. Después el de la amargura que les deja un sabor fúnebre en la boca y el terror acosante para enseñarles que la furia es el auténtico rostro de la historia.

 

Mis recuerdos

La memoria es la otra cara de la imaginación y no es menos loca que esta. Por ejemplo, en la oscuridad cerrada me pierdo en el recuerdo. ¿Por qué estoy convencida de que siempre pasé los veranos en casa de mi ammto Nazzira, la hermana mayor de mi madre, y que de allí viene mi gusto por la comida? ¿Realmente fue allí donde aprendí a preparar el frikeh?

¡El mercado de Aleppo! Los colores de cuanto allí se despliega vibran: rosa intenso al lado del naranja, verde tierno al lado del sombrío morado. Aspiro el aroma de las especias y la fragancia de los jabones hechos con aceite de olivo y escucho las voces en calma.

Entonces ya había deseos de reforma y rebeldes puesto que de otra manera no se producen paramilitares leales al régimen parasítico.

¡Apamea y sus frisos y columnatas! Pero no queda rastro alguno, destruidas para probar el amor al polvo. ¿Por qué?

No lo sé. Hoy todo ha cambiado tanto que no podría siquiera decir cómo me llamo sin temor de mentir.

 

Éxodo

Son incontables quienes huyen de la tortura y la desesperanza, del silbido de las bombas en los segundos apremiantes. Abordan lanchas inflables y embarcaciones podridas que apenas hacen agua los llevan al paroxismo deseosos de acabar de una vez. Atraviesan inmensos territorios hostiles, se arrastran bajo cercas erizadas de púas y navajas metálicas para pinchar y desgarrar su carne ilegal, todo con tal de dejar detrás la pesadilla de la que es imposible despertar.

El horror reserva una pequeña atrocidad más: el placer clandestino de saber que cada sobreviviente debe un día más al sacrificio de otros.

 

Sueño

Se desploma agotado por la marcha bajo el sol calcinante, los pies heridos por los guijarros y arañadas las piernas por los abrojos. Sueña que avanza sobre un promontorio elevado en el que crecen espigas cobrizas estáticas a pesar del viento. Desde allí se domina el valle y más allá las montañas azules bajo la luminosidad. Aunque no hace frío cruza los brazos sin saber de qué protegerse.

Su hermano percibe el gesto y sonríe.

–Así es aquí. Por eso aunque caminemos muy despacio sentimos que vamos tan de prisa como el viento. Morir nos hace superiores.

 

Hacia el mar

Todos los días el mismo espectáculo: los autobuses, autos y carromatos cargados a tope avanzan lentamente negociando la brecha con una marea de seres indiferentes que sortean el camino entre vehículos abandonados, bestias destripadas y cadáveres cortejados por enormes moscas azabache. Más tarde arribarán los chacales. El hedor es insoportable. Los sobrevivientes concentran sus fuerzas para alcanzar la costa como si esperaran del mar un milagro. Allí se postrarán antes de intentar cruzarlo o alcanzar alguna isla porque esta guerra es interminable. Arruinados, los que han logrado escapar del último bombardeo prefieren arrojarse al abismo en el que todo un país se precipita.

 

El precio de la muerte

Solo tienen acceso al transporte comercial quienes cuentan con los documentos requeridos por la Unión Europea. Sin papeles la desesperación es ilegítima y se la juzga como violencia. Poco importa que cuanto tuvieron yace sepultado. Sin visa no hay refugio posible y por eso la desesperación y el terror enriquece a los corsarios mediante el tráfico ilícito de cuerpos. Un boleto en el ferry cuesta quince euros pero un refugiado debe pagar más de mil para abordar una patera. Eso cuesta la orfandad del niño rescatado a orillas del mar Egeo.

 

De bruces

El cadáver es pequeño, el rostro hundido en la arena pedregosa. Pero la muerte respetó los tenis azules que su padre le comprara para hacer el viaje. Abandonado entre las olas que lo mecen carece de nombre pero pronto tendrá identidad e historia. Su padecimiento, sin embargo, será traicionado para alimentar el escándalo: el Mare Nostrum es un cementerio marino que reserva en sus escamas de plata lechos de medusas para acunar cuerpos que deposita gentilmente de bruces.

Nadie se acerca. Compadecerse y ayudar está prohibido incluso si se trata de cadáveres. A los vivos ni se les mira.

Exterminación es la palabra que viene a la mente.

 

Ante el muro

Una multitud avanza deslumbrada. Se dice que son miles y aun millones: un país en marcha. De ellos tres mil doscientos morirán en un par de meses y de los cuatrocientos setenta y tres mil que cruzaron los Balcanes solo ciento ochenta mil arribarán para ser detenidos ante un muro erizado. Detrás los aguardan soldados cuya misión es enviarlos de vuelta a la destrucción de la que quisieron escapar.

Los dioses ciegan a los verdugos bajo las órdenes de quienes jamás necesitan confrontar a las víctimas y reconocerlas como prójimo.

 

Un alto en el camino

Cuando escuché el sonido de las llantas sobre la grava pensé que por fin habíamos llegado y las puertas se abrirían para respirar libremente.

Apagaron el motor. Escuchamos abrirse las puertas de la cabina e inmediatamente cerrarse de golpe. Hubo un momento de silencio que se prolongó y los pasos rápidos alejándose.

Alguien en las tinieblas golpeó una pared. Otro siguió. Y otro. Quisimos vencer con nuestros puños a la muerte. En el suelo yacían sofocados habiendo abandonado sus cuerpos. Algunos en cambio combatieron hasta el último aliento.

Quienes nos conducían desaparecieron. Los atraparán pero en su lugar surgirán otros. La industria de la muerte es competitiva incluso en sus más bajos niveles.

 

El vehículo abandonado

La mañana es fresca y luminosa. A los lados de la autopista todo es verdura planeada para disimular las heridas de la modernidad. El vehículo repartidor de pavo en rebanadas lleva dos días abandonado en la autopista entre Parndorf y Neusiedl. En sus costados pueden verse imágenes naranja, ocre y ámbar y debajo una línea que promete la suavidad deseada. Quienes estaban atrapados intentaron liberarse golpeando las paredes. Por eso los costados del camión están abollados. Sin embargo ninguna patrulla se detiene hasta que debajo de las puertas escurre su contenido fétido. Entonces perciben el olor de la carroña infectando el aire matutino.

¿Son veinte? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Cuando por fin examinan el contenido es imposible saber cuántos cuerpos yacen confundidos en el miasma. Unos piensan que son sesenta. Pero cuando los extraen deshaciéndose descubren que son más.

Quien todavía crea en la justicia pertenece a otra era. El verano es una emboscada.

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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

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