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La transición a la inseguridad

Entrevista con John Bailey

Ariel Ruiz Mondragón | 01.07.2015
La transición a la inseguridad
El estudio de la democratización de los países latinoamericanos ha avanzado a la par de esta. Del énfasis en asuntos como los sistemas de partidos y las elecciones, las formas de gobierno y el federalismo, se transitó a la calidad de la democracia y la gobernanza democrática. Hasta hace unos cuantos años, apenas se había puesto atención a un tema que se ha vuelto central: la seguridad. Atraído por “las alcantarillas del crimen, la corrupción y la violencia”, John Bailey ofrece en su libro Crimen e impunidad: Las trampas de la seguridad en México (Debate, México, 2014) un análisis de “la dinámica del crimen como motor principal de la política mexicana actual”. Para el autor, a finales del siglo XX Latinoamérica vivió tres transiciones: hacia la democracia, hacia el libre mercado y hacia la inseguridad. Bailey plantea que los países latinoamericanos “están atrapados en un equilibrio bajo, en el que los problemas de inseguridad interactúan con instituciones judiciales y reguladoras débiles, ineficientes e incluso predatorias, lo que constituye una de las causas fundamentales de una democracia de poca calidad”. Pero, según el especialista, el caso mexicano tiene sus propias características: “una escasa confianza de la sociedad en el sistema de justicia penal, una percepción más intensa de incumplimiento de la ley y el comportamiento destructivo de las organizaciones de tráfico de drogas acaudaladas, dinámicas y violentas”. Este País conversó con Bailey sobre su libro. Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Wisconsin-Madison y profesor emérito de la Universidad de Georgetown, en la que presidió el Departamento de Gobierno y dirigió el Programa de Estudios Latinoamericanos, Bailey es uno de los mayores estudiosos estadounidenses de México, país al que ha dedicado al menos siete libros, como autor y editor, así como diversos artículos y textos incluidos en otros trabajos.  ARM

ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Por qué escribir y publicar un libro como el suyo?

JOHN BAILEY: Este libro es producto de 20 años de trabajo en asuntos de seguridad pública. He hecho dos o tres libros, con colegas mexicanos y de otros países, sobre este tema, y estoy convencido de que la calidad de la democracia depende mucho de la seguridad pública y de la seguridad ciudadana. Soy politólogo, y mis campos son la política comparada y las políticas públicas. Me he dedicado a estudiar cuestiones de seguridad ciudadana, procuración de justicia y reforma policial, porque son elementos clave para una buena calidad de la gobernanza democrática, no solo en México sino en toda la región latinoamericana.

 

Su libro trata sobre el México de la transición democrática, pero ¿cómo era el problema de la criminalidad bajo el autoritarismo del PRI, e incluso bajo las dictaduras latinoamericanas?

La época de los regímenes más autoritarios fue también anterior a los años setenta, cuando los derechos humanos llegaron a ser un asunto de interés general. Pero bajo los regímenes autoritarios no había la posibilidad de invocarlos y los gobiernos tenían mucha más discrecionalidad en el manejo de las cosas. Entonces utilizaron las fuerzas armadas y las policías para controlar a la sociedad, y en algunos casos hubo colusión entre los gobiernos autoritarios y el narcotráfico (Bolivia es un gran ejemplo: el Gobierno puso allí el precio del tráfico de drogas y fue algo terrible). Pero en los años setenta y ochenta, cuando hubo gobiernos con más fuerza y con menos restricciones, se trato al crimen organizado con mano dura. En México pasaba algo semejante cuando no había mucha información, de modo que el Gobierno podía manejar las cosas como quería y la población estaba más indefensa. Fueron los días en que la Dirección Federal de Seguridad tuvo un papel importante en la organización y el manejo de gran parte del tráfico de drogas. Con la democratización vino la descentralización del poder, de la autoridad y de los recursos para las entidades federativas y a los municipios. Sin embargo, es una transición desfasada: la transparencia vino antes de la eficiencia del aparato del Estado.

 

Usted identifica tres transiciones en el último cuarto del siglo XX: la democracia, el libre mercado y la inseguridad. ¿Cómo fue que los dos primeros procesos estuvieron acompañados por la criminalidad?

La apertura democrática y económica constituyó una transición dual, pero esta causó mucha confusión y dejó a parte de la ciudadanía excluida. El cambio económico creó una dinámica complicada en la que la gente se siente insegura y no sabe si en el futuro va a participar o va a quedar fuera; hay personas que realmente sufren. Allí está el caso de Argentina, cuando sufrió el golpe en los años noventa: quedaron en la calle profesionistas. Recuerdo a una persona con un anuncio: “Economista sin empleo. Trabajo por comida”. Eso fue dramático; vemos que esa transición económica trajo mucha incertidumbre y creó situaciones de inseguridad en las que había posibilidades de buscar otro tipo de carreras, incluyendo las ilegales. Con la transición económica también creció la informalidad, que es un fenómeno muy complicado en donde el crimen organizado juega un papel importante en el abastecimiento de esos mercados. Así pues, hay muchos aspectos de esa transición económica que afectan y que crean cierta inseguridad. En cuanto a la transición democrática, hay aspectos que van adelante y otros que se quedan atrás. El primero son las elecciones, que son más o menos creíbles, más o menos aceptables, lo cual me convence de la importancia de organismos como el Instituto Federal Electoral (IFE). Antes de este había escepticismo: si hacías una encuesta sobre la limpieza de las elecciones, el 70% decía que eran tramposas. Pero con el IFE ese porcentaje bajó mucho. Vienen primero las elecciones limpias y la alternancia, pero muy detrás vienen las reformas de la policía y del sistema de procuración de justicia. En la gobernanza, la policía es el Estado en la calle, y la verdad es que en muchos países no se le dan los recursos necesarios para reformarse, como es el caso de México. Este país invierte el 0.4% del PIB en su seguridad pública, mientras que el promedio en la OCDE es de 1.6%. Además, recauda comparativamente poco. La transición es entonces desfasada, por lo que debe ponerse mucho más énfasis en la parte que corresponde a la procuración de justicia. Aquí está la implementación del sistema acusatorio, en lugar del viejo sistema inquisitorio, lo cual es un cambio importante. Parte de la transición democrática tiene que ver tanto con la rama judicial y los cambios que en ella se están implantando como con la reforma de la policía. Están desfasados entonces los ritmos de las transiciones económica y política. En ese ambiente crece la inseguridad, y el temor por el futuro económico y político del país. Además, el crimen aumenta. Todos estamos en la incertidumbre y nos sentimos inseguros; el problema es el crimen, aunque en realidad todo esto es mucho más complejo y afecta diversos aspectos de nuestras vidas.

Si el Estado realmente quiere controlar al crimen organizado, debe hacer lo necesario para que los grupos criminales no tengan cobijo político ni alianzas con el sector empresarial o con la sociedad civil

 

Usted hace un par de señalamientos sobre la transición democrática. Primero, para atender las demandas sobre seguridad pública y procuración de justicia, los partidos y las cámaras se han divorciado del sentir popular, cuando debería haber mayor participación. Segundo, que las víctimas del delito tienden a incrementar su participación en general, si no es votando, sí colaborando en partidos y en otro tipo de movimientos sociales. ¿Qué ha pasado con esta brecha entre los partidos y las demandas ciudadanas?

Podemos observar que no hay ningún sistema de partidos que realmente represente la voluntad del pueblo. Todos esos sistemas distorsionan la cadena que debe llevar las opiniones y las ideas del público a los tomadores de decisiones. México tiene un sistema de partidos que también distorsiona y estorba la opinión pública de la gente. No ha llegado a la partidocracia tipo Venezuela o Colombia, casos en los que colapsó el viejo sistema de partidos por la frustración que tenía la población debido a la ineficacia. Llegamos así a la parte de la victimización. México anda muy arriba en este terreno, por lo menos en el Latinobarómetro. Si no mal recuerdo, el 35 o 36% de los mexicanos dice haber sido víctima de un delito en meses anteriores. Eso es algo importante en la política. La pregunta que planteo en el libro es: ¿qué forma toma esa victimización? Las víctimas buscan cómo involucrarse: gran parte de ellas aumenta su participación; no buscan la salida y no buscan la pasividad, sino que aumentan su participación. No obstante, las encuestas no nos dan los elementos necesarios para afirmar cuál es la forma que esto adopta. Mi hipótesis es que las víctimas buscan intervenir no en los partidos sino en movimientos ciudadanos. Si es así, entonces los partidos políticos realmente no están haciendo su trabajo; deberían recibir ese tipo de presiones desde su interior, pero parece ser que gran parte de esa presión está viniendo más bien de afuera, de los movimientos cívicos. Mi teoría es que esta es una cara positiva, no negativa, y que puede ser importante.

 

Le parece que hay peligro de que en México predomine la figura a la que usted llama “demócrata empedernido”, que está a favor de la democracia pero también de la justicia ilegal.

Es una contradicción, ¿no es cierto? Es que los “demócratas empedernidos” son los que aceptan el concepto de la democracia, pero están muy insatisfechos con la que tiene México y les parece bien que las policías abusen de su poder para controlar. Otra hipótesis: eso da lugar a cierto populismo, cierta demagogia de los políticos que prometen soluciones de mano dura contra el crimen. Es un espacio en el que los políticos pueden sacar provecho con la idea del uso de la fuerza. Esto se ve a nivel de las entidades federativas, pero no lo veo mucho a nivel federal, porque los políticos son sofisticados y equilibrados.

 

Hay dos formas de criminalidad que usted destaca: la empresarial y la territorial. ¿Cuál de las dos es más perjudicial para el funcionamiento de la democracia?

La territorial es más peligrosa. El crimen empresarial existe en todo el mundo: si vas a Estados Unidos encuentras lo que sea. Ese es el crimen organizado. Cuando hay productos que la gente quiere, como pornografía, prostitución, drogas, alcohol y juego, hay proveedores, grupos que pueden tomar muchas formas pero que son empresariales. Hacen sus daños, corrompen y evaden, más que nada, a la autoridad. Pero los grupos territoriales llegan, echan sus raíces y empiezan a extorsionar, controlar, corromper y penetrar. Son los más peligrosos. Uso la imagen de un árbol: puedes ver sus partes sobre la tierra —ramas, tronco, etcétera—, pero lo importante es la parte que está debajo: hay una bola de mugre con muchas raíces que llegan a todas partes: a la Iglesia, a la cámara de comercio, a los que venden automóviles, a los abogados. Es la parte más importante. Si el Estado realmente quiere controlar al crimen organizado, debe entrar en esa bola y cortarla, hacer lo necesario para que los grupos criminales no tengan cobijo político ni alianzas con el sector empresarial o con la sociedad civil.

 

Usted escribe que la corrupción debe considerarse la amenaza más grave contra el régimen y el Estado, por su penetración en el sistema de justicia penal y la política electoral, y también llega a mencionar a la sociedad civil. ¿Hasta dónde ha penetrado la corrupción? ¿Por qué debemos ponerle más atención a ella que a la violencia?

La violencia es lo que impacta a la sociedad, y tiene sentido que los analistas y periodistas le presten más atención, porque la gente la vive. México sufre un trauma: desde 2006 y 2007 se ha duplicado la tasa de homicidios. Esta es la realidad que más se ve y que más impacta la conciencia. Pero, desde mi punto de vista, es fácil decir que el problema real es el de la penetración de la corrupción por parte de grupos criminales. La verdad es que no tenemos una idea muy clara de hasta dónde ha llegado. Iguala nos da una radiografía de un caso, que es solo uno de varios, como también lo es Tamaulipas. Los colombianos vivieron su época de violencia en los ochenta y noventa, y allí la tendencia intelectual fue la violentología, como lo es ahora en México, que también está formando a sus violentólogos —son de primera y hacen un buen trabajo. Pero los colombianos, después de dicho énfasis, pasaron a estudiar la interpenetración de los grupos criminales en la sociedad civil y en los gobiernos. Ellos tienen el concepto de la reconfiguración cooptada del Estado. En esto es en lo que debemos hacer mucho hincapié, porque si llega a un nivel avanzado es muy difícil de revertir. Si los jóvenes políticos empiezan a pensar que no hay consecuencias de aceptar dinero en efectivo para sus campañas políticas, entonces van a entrar en esa carrera y va a ser más difícil reformar la política. Si a los 25 años alguien ha aceptado dinero y llega a ser gobernador, ¿qué interés va a tener en limpiar una situación que le conviene mucho? Esa es la parte que más me llama la atención: la interpenetración y la cooptación de parte de los criminales y de los políticos, y las alianzas posibles que se pueden hacer.

 

Al respecto, usted dedica un capítulo a Colombia. ¿Cuáles son las enseñanzas que el caso colombiano puede darle a México?

En el libro incluí un epígrafe de Ernesto Samper sobre la política de Estado. Que me disculpen los políticos mexicanos, pero hay que empezar por una política de Estado pues, sin esta, el Gobierno no puede hacer mucho y ocurre lo que estamos viviendo hoy en día. En el caso de Iguala, los partidos políticos están atacando a Morena, pescando en aguas turbias para sacar provecho, porque quieren debilitar a Andrés Manuel López Obrador. Pero esto es realmente peligroso porque siembra la competencia y la inseguridad. Si estudias las encuestas, en lo que respecta a la confianza, en todo el mundo los partidos políticos andan muy abajo, pero México es emblemático: aquí andan casi en el suelo. Ese tipo de oportunismo es peligroso. Hay conversaciones entre los partidos políticos sobre cómo vigilar las nominaciones a las elecciones, que es un primer paso y es positivo, pero tienen que ir mucho más allá para ponerse de acuerdo, y no sé cómo lo van a hacer. El valor agregado de los políticos es la creatividad, por eso les pagamos: inventen ustedes la solución. Pueden ser negociaciones discretas, pero el primer paso es la política de Estado, ni modo. Después vienen los conocimientos: ¿cómo es el problema?, ¿cuáles son sus dimensiones?, ¿cuáles son las relaciones entre crimen organizado y crimen común?, ¿cuáles son los elementos para formar una estrategia que tenga sus metas, sus fases, su retroalimentación? Y pensar las herramientas: una policía y una inteligencia efectivas y éticas, así como la participación de la sociedad civil y la reforma de la procuración de justicia. Todos esos elementos toman tiempo. Reformar la policía tomaría lustros o generaciones. En Estados Unidos, el esfuerzo para modernizar a la policía —si exceptuamos a Nueva York, Chicago y otras ciudades— empezó en los años cincuenta, pero tomó mucho tiempo limpiarla y profesionalizarla. Necesitamos entonces una política de Estado, un conocimiento del fenómeno, herramientas y participación de la sociedad civil. Suena fácil.

 

¿Cómo ha visto el caso mexicano? Usted no tiene una mala impresión de la estrategia de seguridad de Felipe Calderón, de quien dice que tuvo un proyecto expresado y no implementado.

Tiene razón: Felipe Calderón anda con muy poca popularidad. Yo lo estimo mucho: es muy inteligente, es una persona a la que le gusta estar en los detalles porque es estudioso de las políticas públicas y de la economía. No sabemos qué pasó entre julio de 2006, mes de las elecciones, y la toma de posesión en diciembre; Calderón no nos ha dado los elementos. Si, por ejemplo, había información de los gobernadores al presidente electo, no lo sabemos. Pero al llegar a la presidencia, tomó decisiones realmente sorprendentes, enviando los operativos conjuntos, más que nada a las fuerzas militares, a distintos territorios para reprimir a los grupos delictivos. Si recuerdas la entrevista que dio a The New York Times, cuando le preguntaron qué haría distinto si pudiera empezar de nuevo, contestó: “No nos dimos cuenta de la gravedad del deterioro institucional a nivel de las entidades, de la corrupción. Si pudiera empezar de nuevo, prestaría mucha más atención al fortalecimiento de las entidades federativas y a los municipios”. Creo que Calderón es autocrítico, pero como político no va a aceptar que cometió errores. Yo siempre doy espacio a los políticos porque son ellos los que están tomando las decisiones, y lo que hizo Calderón se presta a la interpretación de que él fue la causa de la violencia, que la cosa hubiera sido tranquila si no fuera por las acciones que tomó. Pero hubo un cambio muy importante en 2003, que fue cuando los Zetas empezaron a equiparse con armas realmente avanzadas, y como el crimen organizado es una industria, los otros grupos también tuvieron que armarse y organizarse de una manera nueva. De 2003 a 2006 la situación cambió cualitativamente. Al llegar Calderón, el escenario era diferente. Yo soy de los que cree que si no estás en los zapatos del otro, hay que darle cierto espacio. Existe la hipótesis de que como ganó la presidencia con menos de uno por ciento sobre López Obrador, tomó la decisión de usar las fuerzas armadas para legitimarse, con lo que creó un ambiente político negativo que dejó espacio para otra crítica. Pero en eso yo le doy más crédito que la mayoría de mis colegas, aunque no es muy popular.

 

Usted dice que su política y su estrategia fueron razonables y coherentes, pero tuvo más éxito en la represión de bandas de narcotraficantes que en las políticas contra el secuestro, por ejemplo. ¿Por qué ocurrió esto?

Hay mucha inercia en México y la gente está diciéndole a Peña Nieto: “Oiga, señor presidente, resuelva este problema”, como si fuera Díaz Ordaz o López Mateos, y no lo es. Peña Nieto es presidente de un sistema que ha cambiado cualitativamente, y creámoslo o no, es un sistema federal, y el peso de solucionar los problemas de secuestro está en manos de los gobernadores. Son ellos los que deben estar tomando las riendas pero, con algunas excepciones, no lo hacen. Las unidades antisecuestro están a nivel de las entidades federativas, pero los gobernadores no han avanzado lo que deben, y no me explico por qué. Creo que uno de los problemas de Calderón fue tomar la iniciativa, pero considero que Peña Nieto está poniendo más énfasis en que los gobernadores asuman la responsabilidad, y por ello la descentralización: ha formado sus cinco regiones, ha invertido mucho en la inteligencia, el CISEN está montando sus centros de función, etcétera. Está buscando cómo colaborar con los gobernadores, y va por buen camino. Pero la gran incógnita de México es: ¿por qué el federalismo no funciona como debe de hacerlo?, ¿por qué los gobernadores no están trabajando tan duro para enfrentar ese problema? Sin embargo, hay señales positivas. Posiblemente, se está despertando el federalismo mexicano. Qué bueno sería ver a 32 gobernadores y a 2 mil 400 presidentes municipales trabajando. Ese sería un buen paso.

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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió Historia en la UNAM y ha colaborado en revistas como Metapolítica, Replicante y Etcétera.

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