ATRACTORES EXTRAÑOS: La práctica de la distancia
La ciudad esclaviza. Cada nueva ocupación y cada nuevo traslado son un nudo más en la cuerda que nos ata. Así sea para salir a respirar una variedad de fluido que todavía acepte el apelativo de “aire”, hay que atreverse a cortar la maraña de compromisos, pendientes y tentaciones que, aun en plena agitación, nos retienen y sujetan con una tenacidad poderosa e invisible. No importa que hace tiempo esas posibilidades y tentaciones hayan dejado de cautivarnos o lo hagan ya en muy poca medida; la ciudad ha tendido sus redes y nos tiene cautivos, como moscas que se revuelven en una telaraña de hierro, cemento y ansiedad.
El problema no solamente es la toxicidad de tantas vidas humanas hacinadas, aunque nunca esté de más una razonable distancia. Sembrar jardines en las afueras como Epicuro, construir cabañas en los márgenes como Thoreau, tomar medidas extremas como hundirse en un submarino, según el ejemplo de Nemo, ese fascinante misántropo. En el siglo I d. C., se acostumbraba huir a la casa de campo. Plinio el Joven, hastiado de las ocupaciones y de perder el tiempo —¿no es eso, en el fondo, lo que significa la palabra “urbe”?—, optaba por refugiarse en alguna de sus muchas villas, donde no tenía que oír nada de lo que luego se lamentaría, donde nadie lo criticaba ni molestaba, y donde, al fin, como un átomo en la soledad de su vacío, podía apartarse de los hombres y de las inquietudes mundanas.
Hoy, más que un lujo, una casa de campo puede parecer una costosa monserga, si no es que un ejemplo palmario de desesperación: el emblema de todo lo que no puede ser modificado en la vida que llevamos en la ciudad. En aquellas fechas, que enmarcan la erupción del Vesubio, no era muy diferente, pero aunque ya entonces la casa de campo causara “tanto placer como preocupaciones”, representaba todavía libertad, independencia, recogimiento, el deseo de escapar de las acechanzas de la desdicha en sociedad y de los sinsabores del tumulto.
El refugio campirano, sea choza o castillo —pero sobre todo su mera posibilidad—, encarna o realiza el odio a la urbe, comporta la extrañeza de vivir del modo insensato en que lo hacemos cotidianamente. De ese odio, de la sabiduría que subyace a ese odio, surgió una arquitectura del placer y el aislamiento, rica en ventanas y jardines, cuartos silenciosos y albercas. Y a veces, como no siempre bastaba la casa apartada y un tanto inaccesible, como no eran suficientes los árboles y las fuentes dispuestos a manera de barricadas, al fondo de la casa, tras una sucesión de capas, se situaba la biblioteca o el pequeño estudio, donde un hombre se disponía a escucharse a sí mismo en las paredes no asediadas de su cráneo. (La palabra griega para designar ese pequeño cuartito es reveladora del ideal al que daba forma: se llamaba zotheca, que significa ‘lugar donde ordenar la vida’.)
Para quien ha sido aguijoneado por el deseo de escapar, lo decisivo no son los kilómetros del alejamiento cuanto la práctica misma de la distancia: rodearse del suficiente vacío como para poner en perspectiva la existencia —lo cual hoy quizá demandaría suspender también internet. La biblioteca de Plinio, situada “al final de la terraza, al final de la galería y al fondo del jardín”, hace las veces de una cabaña al interior de la villa, esto es, de una doble muralla de soledad y de silencio, y es allí a donde se dirige cuando pretende retomar las riendas de su vida.
La habitación interiorizada a la que llamaba su “delicia” o su “cuartito”, la erigió en el rincón más resguardado de su villa de Laurento, a orillas del mar, a treinta kilómetros de Roma, entonces la capital del mundo. Pero no hay que olvidar que otros practicantes de este ejercicio de distancia y aislamiento se las han arreglado, como san Jerónimo, con grutas inhóspitas, y que Diógenes el Cínico ni siquiera sintió la necesidad de salir de la plaza pública para practicar su filosofía ladrante e incisiva, para llevar una vida situada a años luz de la de muchos de sus contemporáneos.
Vetio Ciro, arquitecto romano amigo de Cicerón, le explicaba la importancia de que las ventanas de esos reductos de aislamiento y concentración fueran estrechas. Lejos de producir angustia o de fomentar la claustrofobia, esas pequeñas aberturas hacen que el paisaje o el jardín exterior adquiera más encanto, más brillo y contraste. La misma observación la encontramos, casi veinte siglos más tarde, en Baudelaire, que vivió en múltiples departamentos y hoteles de París, siempre en busca de aislamiento, siempre urgido de levantar barricadas para poner freno al mundo, acaso en pos de su imposible cabaña solitaria. “El infinito parece más profundo cuanto más estrecho”, escribió (enmarcando la sentencia, por cierto, en un paréntesis). Y en una carta agrega: “¿Observó que un fragmento de cielo, vislumbrado desde un tragaluz, o entre dos chimeneas, dos peñascos, o desde una arcada, daba una idea más profunda del infinito que un gran panorama visto desde lo alto de una montaña?”.
No es —o no solo— que “el paisaje irradie de uno mismo”, como escribe Thoreau durante su temporada en los bosques de Walden. Si la marquetería es tan importante para los solitarios, es porque impone límites al exterior, lo concentra y deja fuera, lo contiene y exalta; en una palabra, lo intensifica.
Pascal Quignard, en su libro El sexo y el espanto, que entre otras cosas es un tratado sobre la pintura, escribe que el arte pictórico es a su manera un acto de anacoresis, pues la pintura aparta del mundo. Aparta, pero también, como la ventana, “hace un templo de un pedazo del mundo”. Vuelve sagrado un rectángulo. Gracias al encuadre, el paisaje se concentra y entonces lo podemos apreciar mejor; gracias al recorte que comporta, podemos hacernos una idea más profunda del infinito.
Del mismo modo que una charca produce el espejismo del océano y una ventana magnetiza y enfoca una porción sacralizada del exterior, en la cabaña solitaria es precisamente la estrechez la que nos salva de la angustia, la que instaura un vacío mínimo, una burbuja propicia para reordenar y repensar la vida.
----------
LUIGI AMARA es poeta, ensayista y editor. Desde 2005 forma parte de la cooperativa Tumbona Ediciones. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1998, el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2006 y el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su obra más reciente es Nu)n(ca (Sexto Piso, 2015).