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Cornucopias: Usted está aquí

Antonio Calera-Grobet | 01.10.2016
Cornucopias: Usted está aquí

Parecería innecesario que dentro del gran mapa mental de nuestra vida, esa parcela que hemos decidido demarque fina o tajantemente nuestras fronteras intelectuales, morales, requiriéramos de una flecha, una señal que nos apuntara y advirtiera, como sucede en los planos de los centros comerciales o parques de diversiones: “Usted está aquí”. Hasta ufanos somos de ser tipos absolutamente coherentes, compenetrados, conscientes sobremanera del peso específico y el lugar que ocupamos en el mundo. ¿No es así? Y vaya que más aún en este ritmo de vértigo, del veloz tiempo de la flecha, en el que pareciera nos hubiéramos apurado a somatizar, a pie juntillas y con ayuda de la tecnología, aquel verso de Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno: “Hay que ser absolutamente modernos”.

Habría que vernos aquí, tan bien plantados nuestros pies sobre la Tierra, como civilización preclara, sabia por ser heredera lo mismo del humanismo que de la tragedia (es decir, sabia, sin perder el toque, con todas las de ganar), abriéndonos paso con todos los medios a nuestro alcance. Por ejemplo, echando mano de nuestras computadoras o teléfonos inteligentes, esas pequeñas herramientas con su gran cartera de oportunidades para comunicarnos, para entendernos como meros mortales. Somos muy buenos con eso: sabemos del clima, de las noticias, notificamos para avisar que saldremos de un punto o avisar que llegaremos a otro, pasamos lista con los amigos, los equipos de trabajo, les damos los buenos días y las buenas noches, en fin, nos hacemos presentes, por lo menos un tanto en espíritu o a nivel de una pantalla, en todas las celebraciones, efemérides y aniversarios y, por si fuera poco, hasta nos hacemos sentir con nuestras opiniones en cada conversación pública que ataña a la sociedad universal: sobre la preservación de la naturaleza, los derechos del hombre, la deslealtad persistente de nuestros gobernantes, y hasta despachamos nuestro amor a la belleza del mundo animal. No cabe duda, ahí en el centro de las cosas está este nuevo hombre: pleno, señorial, íntegro en todo sentido, flamante, en dominio pleno de su potencia. Humanos, demasiado humanos, para recordar ese bello libro de Nietzsche, como esos “espíritus libres” que tanto añoraba el filósofo.

Y no es que seamos desconsiderados con el otro cuando lo dejamos con las palabras en la boca mientras atendemos nuestra vida virtual, sea en un café, una reunión de trabajo o de mero placer. No. Resulta simplemente que antes se leían los diarios y ahora se leen los dispositivos. “Debo contestar, es muy importante”, decimos. Y hasta nos encolerizamos con aquellos que critican a los espíritus cibernéticos multitask: “No tendrán oficio…”. Y además, si nos tardamos en esto es que no sabemos por dónde nos ha llegado el mensaje: si por el email, por Twitter, Facebook, WhatsApp, o bien por los mensajes del mismo celular. “Muy importante”. Eso es lo que decimos y en ese cierto tono para que quede claro que, por lo menos en nuestro mundo (al que bajita la mano consideramos superior, realmente competitivo, de altas esferas, grandes ligas), tales comunicados son (y no sólo de lunes a viernes sino toda la semana), prácticamente de vida o muerte. Y ya sin decir nada de Instagram o de LinkedIn, los tantos grupos humanos consolidados alrededor nuestro y que requieren, sí o sí, de nuestro ganado liderazgo.

Nuestra vida es ésta: la de los grandes avances tecnológicos, y no hay más que sabernos privilegiados por estar súper conectados a eso que conocieron los antiguos como Verdad. Sin puntos ciegos nunca jamás nos encontraremos en medio del oscurantismo medieval. Podemos decir ahora y con pocos teclazos a nuestros seres cercanos, también a los lejanos, que los amamos o que los odiamos, que nos alegramos o nos entristecemos por tal o cual cosa, pero también (casi un milagro, ya lo han dicho hasta el cansancio), vaya que con un teléfono en nuestras manos hay un reportero gráfico, sino es que un periodista en cada ciudadano. Y qué ubicuidad. Todos los puntos del planeta habitan, en tiempo real, en el Aleph de nuestras máquinas. Eso y no otra cosa es ser contemporáneo: siempre en el meollo, siempre en el ajo. Y además es más práctico y económico. Ya no hay que ir a los museos, no urge ir a los parques o los acuarios, todo está guardado en imágenes y fichas informativas en la galería de nuestros aparatos. Como nunca antes, como siempre soñaron los más grandes genios, gracias a nuestra memoria usb, en nuestros sendos discos externos conservamos cientos de poemas, cientos de libros completos y enciclopedias, enteras y en perfecto estado: lo más alto, lo más seriamente pensado, imaginado.

Y quien diga que en realidad estamos perdidos entre tantas posibilidades, que estamos sobre informados, se equivoca. Es partidario sin saberlo de un pensamiento retrógrado, agrio, por lo menos poco iluminado. Es más: de perdidos, nada. Porque además (ya sea por el Waze o por Google Maps), si así lo quisiéramos, podríamos viajar sin extraviarnos por toda la ciudad y por las urbes más bellas del mundo con toda la comodidad. Y por cierto, pagando con Passport o Google Wallet, ya sin esas cosas del demonio llamadas Visa o MasterCard. Y así sucede que nos convencemos, tanto con lo importante como con lo nimio, porque podríamos también, para una mayor parsimonia existencial, reducir todos los niveles de ansiedad, hacernos de todas las aplicaciones para enfrentar la dura realidad: saber nuevas posiciones para hacer el amor, hacer muñecos vudú, atiborrar mejor una maleta, saber la madurez de una sandía, hasta dónde asar un rib-eye. Para qué la monserga de intercambiar libros y audiotecas si podemos pasarnos muchas obras por Bluetooth o AirDrop. Para qué ir al cine a ver filmes o a beber en las cantinas si podemos portar todas las películas o enotecas en nuestro magnífico celular, que al parecer ya hace las veces de oráculo, guía intelectual, demiurgo y hasta consejero sentimental.

No es necesario ya atrabancarnos a la vida, soltar las amarras de la incertidumbre o dejar las cosas al azar. No. ¿Para qué someternos a giros imprevistos si la tecnología hace el trabajo de los cálculos, los algoritmos, acumula tantas y tantas opiniones críticas de otros para acercarnos a la felicidad? Por Dios, ¿quién pide más? Nadie en su sano juicio, nadie sin afán de perderlo en el caótico devenir de la actualidad. No. Hay que tener fe ciega en nuestras máquinas. El misterio, la duda, la búsqueda de la aventura son ya cosas del pasado. No es necesario perder tiempo (y el tiempo es dinero, ya lo sabemos, absolutamente necesario) en abandonarse a la suerte, la coincidencia, la probabilidad. Dejémonos, por fin, descansar, abandonarnos a la tranquilidad.

Eso. No más salidas a la carretera sin saber a dónde nos llevan los caminos, no más salidas a la calle a buscar un restaurante, un paraje preciso: no deambularemos, no vagaremos, no echaremos un vistazo a todo ese lado oscuro de la realidad que para acabar pronto ni nos gusta ni queremos. Nosotros, vaya que vamos a lo seguro. A lo que está de moda y no demodé, a lo espectacular y novedoso. Eso del vagabundeo, eso del callejoneo metafórico por la vida, el ir sin rumbo por las ramas del mundo esperando a que las revelaciones nos salgan al paso, está sobrevaluado, es un timo, una trampa, un disparate rotundo.

Nosotros estamos aquí. Si llevamos la cabeza gacha es porque estamos trabajando, buscando en nuestros aparatos. No es que no nos importe lo de afuera: sabemos que aquí nos tocó vivir y aquí seguiremos un rato. Tampoco es que pasemos la vida de largo: sucede que nos cansamos de ser hombres, nos cansamos del Walking Around de Neruda, o bien de que somos una nueva especie de humanos. Buscamos saber de muchas cosas o, si se quiere ver de otro modo, conocer de todo un poco. Los memes son un apoyo. Mostramos lo que sentimos con giffs y emojis. A todo lo que nos gusta le regalamos pulgares arriba o corazoncitos iluminados de rojo. A lo que no nos gusta, entre todos lo troleamos, estemos donde estemos, ya sea en la cama o en el baño. Los viejos nos llaman de muchas formas pero no nos enojamos.  ~

 

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ANTONIO CALERA-GROBET es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

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