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Travesías: Un suave aroma  

Andrés de Luna | 01.04.2016

La ciudad de Grasse en la región de Provenza, al sur de Francia, tiene el aroma de las flores. Para llegar a ella debe subirse una colina, después llegarán las imágenes de un paisaje que todavía concilia lo natural con la minúscula urbe. En este punto del planeta los días giran alrededor de los perfumes, incluso se cuenta con un museo dedicado a la historia de las esencias; este es el Molinard, que corona el Boulevard de Victor Hugo en el número 60. Una institución así solo tiene cabida en una zona repleta de casas perfumeras, entre ellas la que da nombre al lugar de exhibiciones que de forma sintética narra el uso, las estilizaciones y el gusto humano por los aromas gratos. De pronto son las retortas, los morteros, toda una infinidad de utensilios dedicados a extraerle sus esencias a la lavanda, los jazmines, la vainilla o las materias que, combinadas, otorguen un olor a cuero, a madera, a flores o incluso a frutas. Por medio de grabados, pinturas e ilustraciones, de pronto estamos ante una crónica condensada que es parte de la cultura de ayer y de hoy.

Mejor aún resulta el Museo Internacional de la Perfumería, fundado en 1989 por el historiador Georges Vitry en el número 8 de la Place du Cours, en la misma Grasse, y el cual es de mayor tamaño en sus instalaciones, que se despliegan en una edificación del siglo XIV. Envases antiguos y modernos, carteles del art nouveau, aparatos para la producción preindustrial, así como los que llegaron con las renovaciones de la química, con sus muy útiles fijadores que permitían un mejor aprovechamiento de un perfume. Aparece en una de las vitrinas un artículo cotidiano que es una paradoja: un cofrecito que servía para los afeites de la reina María Antonieta, quien, por cierto, era reconocida por su falta de higiene, la cual suplía con bálsamos perfumados. Se dice que su piel daba una impresión escamosa debido a la mugre y a las sustancias con las que trataba de encubrir los malos olores y, sobre todo, su falta de higiene. De hecho, las ciudades están hechas a imagen y semejanza de quienes las habitan, por ello habría que tener en cuenta lo que debe Francia a Grasse.

El tercer museo del perfume en Grasse es el Fragonard, que se ubica en la calle del mismo nombre, en el número 23. Interesante, sin duda, aunque con menos atractivos que los dos anteriores. En el Fragonard de París, que está a la vuelta de la Ópera, en la rue Scribe, debía hacerse cita para recibir una visita guiada que culminaba con el ofrecimiento de comprar una determinada esencia por unos euros. En su recinto podían verse algunos frascos del Imperio Nuevo de Egipto o su colección, muy hermosa por cierto, de recipientes perfumeros romanos.

Grasse aparece en la novela El perfume, de Patrick Süskind, ese texto que según parece fue robado a uno de los alumnos del escritor, quien gracias al libro obtuvo las ganancias para mantenerse buena parte de su existencia. Pues el personaje Jean Baptiste Grenouille, en la tercera parte del volumen viaja por el sur de Francia, en una suerte de fuga, que lo conducirá por los rumbos de Grasse, donde traba relación con Laura Richis, a la que empezará a seguir. En un poblado cercano, el abominable personaje la asesinará. En este caso, el trayecto es esclarecedor del destino, y por ello resulta tan llamativa la pequeña ciudad entre los picos sinuosos que la rodean. En la novela aparece la siguiente descripción del lugar de los perfumes:

Al otro lado de la gran depresión, tal vez a una distancia de dos millas, se extendía, o, mejor dicho, se encaramaba a las montañas una ciudad. Vista desde lejos no causaba una impresión de grandiosidad, carecía de una imponente catedral que sobresaliera de las casas, y en su lugar solo había un campanario chato. Tampoco tenía una fortaleza en un punto estratégico ni edificios que llamaran la atención por su magnificencia. Las murallas parecían más bien endebles y aquí y allá surgían casas fuera de sus límites, sobre todo hacia la llanura, prestando a la ciudad un aspecto algo abandonado, como si hubiera sido conquistada y sitiada demasiadas veces y estuviera harta de ofrecer una resistencia seria a futuros invasores, pero no por debilidad, sino por indolencia o incluso por un sentimiento de fuerza. Parecía no necesitar ninguna ostentación. Dominaba la gran cuenca perfumada que tenía a sus pies y esto parecía bastarle. Este lugar a la vez modesto y consciente del propio valor era la ciudad de Grasse, desde hacía varios decenios indiscutida metrópoli de la producción y el comercio de sustancias aromáticas, artículos de perfumería, jabones y aceites.

En el libro Perfume: desde Chanel No. 5 hasta Trésor (Evergreen, Barcelona, 1999), de Nigel Groom, se lee que: “Actualmente la mayoría de los perfumistas aprenden su oficio en instituciones como la famosa Escuela de Perfumería Givaudan-Roure en Grasse, donde los estudios tienen una duración de seis años e incluyen la formación práctica y un periodo de aprendizaje con productores de perfumes”.

Por otro lado, el pintor Paul Klee admitió en sus Diarios las fascinaciones que ejerció en él la aldea tunecina de Sidi Bou Said, un lugar cercano a las ruinas de Cartago. Vista en la actualidad es un mercado perfumero que engulle los sentidos, donde se está a cuarenta y tantos grados y por más que el mar que recorrieron los fenicios aparezca en la cercanía, ahí los comerciantes de esencias venden aromas floridos. Aunque esto debe hacerse luego de tomar un té de menta en un lugar que está al fondo de esa callejuela bordeada por construcciones blancas y celestes. El itinerario es un viaje al pasado porque esos frascos, alejados de la delicadeza occidental, son utilitarios para albergar esos aromas genuinos que traducen un aspecto legendario de los baños perfumados; de la comida en la que se rocían las manos con un aceite destilado del azahar o de las rosas. Lo que queda es una experiencia olfativa que hace olvidar, aunque sea por un momento, las desgracias de un mundo arrojado a los hedores. En esta aldea los perfumeros usan recipientes de cristal como en Occidente, lo que pasa es que sus esencias tiene pocos matices y sus olores tiene menos mezclas que las maravillas de los perfumes que conocemos en nuestros países.

Túnez está bajo la mirada de la guardia, que tiene como objetivo capturar a quienes vendan o trafiquen con drogas. Aun así el hachís se fuma con singular desmesura en algunos de los cafés que rodean a las tiendas de los hombres de los aromas. De Grasse a Sidi Bou Said existe un trecho lo bastante grande como para recorrerlo en un viaje. Los contrastes salen a la luz; lo interesante es conservar el olor de unos y otros perfumes, de tal forma que el abanico nos llegue a la nariz y sepamos apreciarlo sin más. Un trayecto que nos invita a soñar en otras latitudes, pues los perfumes son un elixir que conduce por sendas misteriosas capaces de llevarnos por junglas o por bosques. ¿Quién podría negar que al aspirar los vahos aromáticos de una mujer no se trasladó por rumbos donde la noche y el día eran una simple confusión? En fin, que los perfumes tienen su rango perfumero y esto es lo importante en nuestros días.  ~

 

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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998), El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011), Los rituales del deseo (2013) y su publicación más reciente: Cincuenta años de Shinzaburo Takeda en México (2015).

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