Taberna: Ritual de invierno
Voy caminando por el campo, los pantalones empapados por el rocío del maíz seco y doblado. Mi compañero va adelante, fumando, como siempre. Los perros, a veces con la lengua de fuera y a veces bufando, corren a su manera aparentemente desordenada, pero en realidad cuartean el terreno de cultivos secos, de nopales y, lo mejor, de tierra silvestre, oliendo y siguiendo el rastro de lo que buscamos esta mañana: codornices.
La antigua práctica de visitar terrenos, presentarse con el ranchero y cazar en ellos es parte del pasado, no sólo por la inseguridad, sino también gracias al establecimiento, en 1997, de las Unidades de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre (UMAS). Las UMAS obtienen beneficios fiscales luego de presentar un proyecto de conservación, cría o práctica cinegética que debe ser aprobado por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). En teoría, ésta supervisa y asesora a dichas unidades dentro de un plan nacional de desarrollo ambiental.
Parte de la promesa de la creación de las UMAS fue proveer a los terratenientes de alternativas comerciales para sus predios, como el turismo cinegético. El lugar que visitamos ahora lleva más de una década funcionando, y su dueño y gerente, Homero Alcántara, muestra buena administración, pues el coto tiene cada vez mejor infraestructura y eventos —este fin de semana, por ejemplo, se hacen competencias y certificaciones de perros polivalentes. El norte del país, con sus grandes extensiones de tierra, logró captar durante mucho tiempo a turistas estadounidenses entusiastas de esta actividad que ellos consideran un deporte. En Tamaulipas, donde el turismo ha caído en picada, se habló el año pasado de una plaga de palomas ala blanca. Mientras permanezcan las UMAS, sin embargo, se mantienen no sólo especies sino ecosistemas completos. Estos últimos son menos vulnerados entre menos fragmentación de la tierra haya, aunque también existen pequeñas UMAS en el sureste mexicano que se especializan en criar y liberar un número importante de especies que nutren el hábitat deteriorado por la explotación humana.
El sol llena el paisaje, que amaneció húmedo y helado, de un vapor que recuerda al café que bebimos durante el trayecto desde la Ciudad de México. Estamos en las cercanías de Chapa de Mota comprobando el efecto de las primeras heladas, para alegría de los kurzhaar que mi compañero, Mario Hernández, adiestra y cría. He llegado al punto, aparentemente bastante común, en el que un cazador vuelve a ser naturalista y se emociona más con la flora y fauna que con las armas, así que no cargo escopeta. Pero el disparo es necesario para que la codorniz, luego de un instante de trance con los perros y un vuelo corto y bajo, sea cobrada por el braco que después vuelve sonriendo con el tesoro a sentarse a mi lado. Como nos hizo notar William Faulkner en “Race at Morning” y “The Bear”, entre tierra, presa, perro y humano formamos un círculo que nos arropa y nos une en algo más grande que nosotros mismos.
Para los rancheros que encontramos la cacería es común —un complemento natural de la agricultura de subsistencia—, y por ello mismo normalmente un campesino tendrá un rifle (en vez de una escopeta, pues consigue más carne con menos cartuchos). Forma parte de la economía doméstica, como la recolección y el reciclaje. Es casi simpático en ese sentido que alguien para quien este cálculo es irrelevante, como el multimillonario Mark Zuckerberg, haya pasado recientemente un año alimentándose únicamente de carne cazada por él mismo. Prensa interesante en un país donde se empieza a ver a la carne de cacería como el último grito orgánico de la exclusividad gastronómica.
Mentiría si digo que la promesa de una buena comida no forma parte de mi día por el campo. Mi manera favorita de consumir estas pequeñas aves, llenas de sabor a campo, es en escabeche, y mejor si es al cabo de unos días en el refrigerador, con un vaso de vino blanco, pan, y un amigo trasnochado. Aunque tal vez, como lo dijo Tolstói, si no es absolutamente necesario comer animales no deberíamos hacerlo, argumento válido cuando viene de un vegetariano y de una época previa al monocultivo industrial. Si matar animales puede considerarse reprobable, hay que recordar que la gran amenaza a la biodiversidad es el desplazamiento, y de eso no hay mayor responsable que la agricultura. Según el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias cada año se pierden entre 600 y mil hectáreas de selva o bosque en Michoacán para el cultivo ilegal del ahuacate (cuyo precio es muy favorable). Se estiman al menos 20 mil hectáreas de cultivo ilegal tan sólo de este producto.
El lado social de estas caminatas cae también en el rango de exclusividad y lujo: soledad y silencio. Y qué decir del propio desempeño del cuerpo, que se exige en fuerza y resistencia para recompensarse con luz y olores —tierra mojada, hierbas, emanaciones animales—, y, al final de la mañana, el descanso: una siesta en el suelo, bajo un árbol, en donde no se sueña sino que se olvida. Adiós mundo moderno. EstePaís
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FERNANDO CLAVIJO M. es consultor independiente y autor del libro cinegético Marismas de Sinaloa.