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CornucopiasEl signo positivo de la escritura

Antonio Calera-Grobet | 01.07.2017
Cornucopias: El signo positivo de la escritura

En memoria de Javier Valdez

y tantos periodistas asesinados

 

Decimos lo que nos duele o abominamos y, más importante, lo que más deseamos, por medio de la lengua. De manera que, metafóricamente, toda nuestra humanidad brota de un hilillo de saliva. La labia, pues, dicha por la lengua o escrita por la pluma, ha sido nuestra exclusiva herramienta para crear guerras o hacer amores, en fin, caernos y levantarnos como culturas y, en el trámite de los días terrenales, para defendernos de nuestros victimarios o hipnotizar, engominar y devorar a nuestra presa. Palabras: nuestra forma de vida: más o menos nítidas u oscuras, a veces falaces y a veces verdaderas, nuestra manera de mostrar cólera, alegría o tristeza, pero, más que nada, de persuadir o disuadir, alentar o destruir, y que conformaron hasta hace un tiempo los ríos de signos lingüísticos por donde nos dejamos ir en nuestro paso por este mundo.

Y digo ríos pero inmediatamente pienso en las palabras como tejas, en los renglones de una página que se superponen construyendo pisos o techos de otros tantos, edificando así gruesos pedazos de sentido, de pensamiento. También, mientras escribo esto, veo cómo avanzan las letras en estos tramos, cómo toman por sorpresa otros escaños. Pienso en trenes, rayas negras a toda velocidad, en ultramar. La escritura como una lenta o rápida caminata, una invasión, una plaga, un viaje en parapente que permite a uno, en calma, suspenderse, quedar elevado a la figura del que puede aislarse, a placer, para entregarse al placer de vivir el mundo.

Cuando pequeños, camino de la vida, untados aún a las piernas y manos de nuestros padres, de paseo caminando o sobre un auto, leíamos y pronunciábamos todo. No había en aquellos tiempos originales miedo alguno a adentrarse en ese cardumen de peces, ese enjambre de hormigas con significado y significante: a cada paso de la escritura, logramos el desalojo de esa conocida magnitud, el paulatino vaciado del magma comunicativo que antecede y forma la expresión y, al mismo tiempo, colonizamos orgullosos el espacio en blanco de la página o el silencio prolongado en el tiempo. Al pronunciar, al pronunciarnos: liberábamos las amarras de la conciencia: éramos.

Y es que la palabra anda de capa caída, la escritura casi se halla extinta. Y en ello nos iremos todos. Debiéramos poner a la escritura en su centro de nuevo. O a nosotros en el centro de su universo. Para regresarnos a ese equilibrio entre nuestro adentro y nuestro afuera, ver a la escritura menos como un dique y más como compuerta, como esclusa. Para apaciguarnos al menos, como ejercicio conveniente para degradar la ansiedad, cambiar de camino y tomar rumbo por otro más tranquilo y vaya que profundo: el conocerse uno mismo. La escritura del nosce te ipsum que vea las grafías manuscritas como labores de construcción de un nido de aves sobre el cobertizo, una nutria en el tejido de su nido, el agua entrando a la acequia de nuestro interior, en bellos y perfectos círculos, como los juegos de caligrafía en antiguos días. Escribir como remanso, artesanado mero del cuerpo en donde una retahíla creciente de palabras puras y exactas (no hay que desgastar en oídos sordos nuestras palabras), ese hilo sacado de la rueca de nuestra propia cabeza, casi como accidente, casi como escurrimiento de una cera a la deriva, significará la pérdida de lastre (se llame como se llame), el pitido de vapor que nos avisa que la presión perniciosa va de salida. Primero esta escritura: la de primera necesidad, de higiene íntima de uno a sí mismo, la escritura sin culpa, del Dr. Jekyll con cariño para su Mr. Hyde: escribirnos para describirnos, descubrirnos.

Y luego de ahí la escritura para juntarnos, en el supuesto de que decir al otro lo que nos gusta y lo que no, lo que nos duele y molesta y acaba por distinguirnos de otros seres humanos es todavía digno de ser atendido. Ésta es la escritura hacia el otro. ¿La del “yo soy otro”? Puede ser. Esta cartografía de querencias deberá liberarnos, por lo menos momentáneamente, de preocuparnos por el juicio o prejuicio de “la gente”. La escritura aquí como salvamento, como tejaván para guarecernos de cierta lluvia que pensamos pasaría pero que no es de temporal y ha anegado nuestro cuerpo, y en donde quizás el haber estipulado, organizado, haber ciertamente dicho o escrito algo como cartografía de quereres, aporte un espejo poco lustrado para ver nuestra cara más escondida. No otra cosa viene de esa escritura que amor, la coreografía de pares en el mundo. Es un jugo la vida aquí. Es el Romanticismo, es Lorca, es Dadá y quizás un buen Surrealismo, el momento del état second no sólo en la escritura sino en la vida misma, el momento en donde la ficción y la realidad parecieran mezclarse, y en donde el júbilo filosófico de sabernos seres vivos, amados y por ello creativos pero también pensadores críticos (y por si fuera poco en una natura de una belleza casi paranormal), parece un sinónimo de la vida misma. Escribirle a otro lo que pensamos de él es humanismo, Renacimiento: el arte y su crítica como uno de nuestros más altos picos, de lo más preciado que poseemos. Es Neruda, para nosotros los hispanoamericanos, por ejemplo.

Y estas escrituras anteriores sólo para acercarnos al extremo (aunque a mano nuestra siempre que queramos tenderla) de la escritura límite: la de la lucha (en maqueta, esquemática, claro) entre dos o más contrincantes del combate intelectual. Para jugar al menos en dudar de la realidad tal y como nos la han puesto sobre la mesa los que disponen del llamado “orden establecido”, del statu quo del establishment, por no decir de la ralea oligárquica del corporativismo que rige sin escrúpulos a la humanidad. Para muchos estratos y en muy diversos niveles, esta escritura pudiera significar una posibilidad real de pelear en contra de una visión siempre totalitaria y dogmática del mundo. Cada quien en su trinchera. No es ingenuamente salvífica como la del amor que se sueña revolucionario, y tiende realmente a alterar el contrato social en el entendido de que eso que se impuso como verdad no es, o no debiera serlo, inamovible. Por artificial, falso, corto, tramposo. Era la escritura de Sergio González Rodríguez, era la de Monsiváis, de Miroslava Breach y tantas y tantas plumas que ya no están más.

Para algunos optimistas, de ser elegida esta escritura (y ganada más tarde o más temprano según nuestras motivaciones), devendría en una escritura de verdadera transformación. En ella las palabras no sólo tienden a crear puentes sino que se levantan para instaurar nuevas realidades. Eliminar ciertas jaulas. Las palabras aquí no portan cargas neutrales: emanan sus humores a lo largo de los espacios y tiempos. Se abren paso entre el poder. Lo atemorizan. De largo alcance, cruzan transversalmente el potaje ideológico elaborado con religiones y gobiernos, tantos intereses en eterno conflicto y siempre perpendiculares a lo que se quisiera como deber ser. No maquillan la realidad: la develan. Cuestionan modas y proponen nuevas derivaciones. Es la escritura que lleva de fondo a las vanguardias latinoamericanas (la de Raúl Zurita, Gonzalo Rojas, Néstor Perlongher, Nicanor Parra, Eduardo Milán y tantos más que se adentraron en la herida nuestra), pero adelante a la de los periodistas que se juegan el pellejo. Decretar sobre ese papel (a fuerza de cobardías siempre blanco sobre blanco), profanar el pesado silencio tanto moralino como obligado por amenazas de muerte (que debiera en todo caso ser el territorio de nuestra más abierta libertad), inspira a la comunidad en su vida diaria, crea ejemplos. Abre los ojos e invita a “los de abajo” (y los regímenes putrefactos van contra pensadores, obreros, campesinos, universitarios, profesionistas, amas de casa, contra todos por igual) a enunciar, denunciar, eso en lo que no estamos de acuerdo, a proponer otro orden en las cosas. Esa escritura equivale a un ensayo de pensamientos para su inminente práctica social, la puesta en escena de ideas propias para su aparición de lleno en la plaza pública. No se trataría de una contribución sino de una ética retribución a la escultura social de la cual provenimos, a la que todos damos volumen ahora: esa tridimensión a la que llamamos cultura. Porque interesa aún aunque se niegue la figura del escritor comprometido pero con su escritura, que significa pensamiento, que significa, más esencialmente, su individualidad inmarcesible. Y de alguna manera la añoranza por la verdad.

Para los ciudadanos denominados mortales, como uno, “de a pie”, convendría a todas luces regresar a la casa (¿a la caza?) de las palabras, nuestra primera morada, a la escritura. Y más vale una abierta que cerrada. Porque en estos tiempos ultramodernos (en que se indigesta cualquier cantidad de información en panfletos, publicidad, boñiga en noticieros líderes de irreflexión, artera propaganda por doquier, en fin, se cubren todos los trabajos forzados que infectan nuestra sensibilidad), cualquier escritura planteada como tumbado de puertas, como insubordinación palpitante, reacomodo del orgullo de ser pensante y diferente, supondría más que una sangría o una buena orinada liberadora de nuestro “yo” acendrado y bilioso. Se trata de un pacto hermoso, un chance que nos extendemos para la incorporación de una responsabilidad que nos vendría de maravilla: la heroicidad de haberse ganado a uno mismo, haber puesto los zapatos no en polvorosa sino en tierra firme, a la espera del despunte de un destino, la expansión a todos los puntos de una gran y primera victoria: ser y no solamente estar.  ~

 

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ANTONIO CALERA-GROBET es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

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