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#CuotaDeGénero: Adiós, felicidad

Abril Castillo | 28.02.2017
#CuotaDeGénero: Adiós, felicidad

¿Tenemos que respondernos todo de inmediato? ¿Tener todas las certezas a la mano todo el tiempo? La felicidad igual que la falta de dudas dura lo mismo que un eclipse. Y un eclipse no pasa siempre. Tendré suerte si consigo ver dos en mi sola vida. La felicidad es algo que no dura y hay que aceptar que se vaya.

En julio de 1991 hubo un eclipse total. Yo tenía siete años. Mis papás nos juntaron a mi hermano, mis primos y a mí en el patio de casa de mis abuelos paternos. Mi papá armó unos cartones con filtros solares para que pudiéramos ver cada etapa del eclipse sin que se nos dañaran los ojos. Mi abuelo no estaba y aunque mi abuela sí, no quiso salir con nosotros a vivir la fiesta del eclipse.

En mi recuerdo, la espera duró varias horas, pero tal vez fue menos. Éramos testigos de cómo iba lentamente cubriéndose el sol, como ver la luna en todas sus fases en un lapso miniatura, un gif de la luna, pero de día y sin poder verlo directamente.

 

 

Cuando el eclipse fue total, los pájaros se fueron a dormir, se callaron o piaron más fuerte, los perros aullaron y nosotros, niños de entre cinco y ocho años, corrimos a la casa a tratar de que mi abuela saliera a ver, pero no quiso. “Preferiría no hacerlo”, pudo haber dicho. Estaba acostada en su cama, con la tele encendida. Quién sabe por qué estaba ahí en vez de afuera con nosotros. Era una oportunidad única de ver desaparecer la luz y luego volver a descubrir el sol. Como animales. Nos quedamos un momento con ella. Nuestra emoción nos había arrastrado ahí gritando y riendo y verla así tan tranquila nos hizo callarnos y quedarnos de pie viendo la tele unos segundos. Hasta que mi primo dijo que estaría muy loco ver caricaturas de noche y le pusimos en el canal cinco y estaba Plaza Sésamo. Y en realidad fue increíble porque en esa época no podías ver lo que quisieras a cualquier hora. Escuchamos a los pájaros trinar y salimos corriendo de nuevo al patio. Y cuando el sol tenía ese aro vibrante alrededor, me senté junto a mi mamá en silencio, sin palabras. Y cuando ya volvía a amanecer, me dijo: el próximo eclipse total va a ser en 2024 y tú vas a estar sentada como yo, en ese año, viéndolo con tus propios hijos.

 

Esa sentencia me ha acompañado desde entonces y a la fecha. Guardé silencio igual que al entrar al cuarto de mi abuela, pero ya no sentía esa paz como de templo. En el fondo quizá quería decir: “Preferiría no hacerlo”, tal como mi abuela. Pero acepté mi destino y no dije nada.

 

Ahora, siempre que pienso en mi edad y en el año que corre, siento, como quien cree en las maldiciones y las coincidencias, que eso se tiene que cumplir. Que hay cosas que no pueden dejar de pasar y que la vida como la conocemos, con su pasado, presente y futuro, no podría haber ocurrido de otra manera. Que en 2024, cuando haya un eclipse, yo tendré que estar viéndolo sentada con mis hijos. Porque eso es la felicidad para ella, para mi mamá. Porque así de felices estábamos ese día y en ese momento y ella no quería que se acabara.

La sentencia me deja dudas, porque tiene, a pesar de todo y como buena profecía, huecos de indeterminación que dan paso a diversas interpretaciones. Me queda claro, por ejemplo, que en esta vida no tendré cero hijos ni tampoco sólo uno. Me queda claro también que no tendré dos hijas. Pero no tengo manera de saber si esos hijos con los que estaré sentada viendo el eclipse son dos, un niño y una niña, o dos niños, o cinco o diez. No tengo manera tampoco de decidir no tener ninguno. Las maldiciones no te dejan decidir.

 

Mi mamá me ha contado que a los dos años le dije que yo nunca tendría hijos. Se lo repetí cuando iba en la primaria. No me creyó y yo dejé de creerlo con el tiempo. Y luego vino su sentencia que no me quedó más que aceptar.

 

Como desde entonces he vivido con esa idea, decidí que empezaría a tener hijos a los veinticinco. Pero cuando los cumplí, no pasó. Al contrario. A los veinticinco terminé con mi novio de todos los años de la vida. Mi primera relación para siempre. Y eso me generó una gran angustia. Ahora no sabía si en 2024 iba o no a tener con quién ver el eclipse.

Ahora tengo treinta y dos y otra vez estoy sola. Otra vez no tengo hijos. Pero por primera vez he dejado de preguntarme si los voy a tener, porque creo que esa lectura no pedida de mi futuro, en realidad mi mamá la ha de haber dicho al aire. Me imagino su emoción de imaginar que ésa que era ella a los treinta años viendo un eclipse conmigo sería yo después, y que estaría junto a alguien que aún no nace pero que querría tanto como mi mamá a mí. Un amor inexistente viendo ese mismo eclipse total.

Uno busca prolongar la felicidad cuando sabe que está a punto de acabar. Y al hacerlo, sin querer la corta de tajo.

 

Y hoy, frente a ese vacío que supone estar sola en el mundo, el cual pensé que me mataría a los veinticinco, me encuentro viva a los treinta y dos, harta de sentencias y maldiciones. Porque la soledad no es mala. Porque no es necesario ser madre ni esposa para ser mujer, ni tener hijos para disfrutar con todas las de la ley de un eclipse total. Además de que el eclipse no va a ser mañana, pero si fuera hoy, me sentaría gustosa a verlo sola.

 

"La señal", Amanda Mijangos

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