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#CuotaDeGénero: Déjate caer

Abril Castillo | 18.04.2017
#CuotaDeGénero: Déjate caer

Un fin de semana a finales de los noventa, mis primos y yo fuimos arrastrados, así como llevan a los niños sin voluntad, a un hotel-spa que tomarían mi abuela y mi tía.

 

Mientras ellas hacían el check-in, los tres primos nos fuimos a caminar por los diversos jardines y albercas y edificios con cuartos repartidos por todo el lugar. Para volverlo más divertido, le propusimos a Iván vendarle los ojos e irlo conduciendo por todo ese recorrido que también era nuevo para nosotras.

 

Izquierda, derecha, alto, escalón, derecho, derecho, derecho, alto, escalón, escalón, escalón, alto, izquierda, alto, agáchate un poco porque hay unas ramas, alto, escalón, derecho, alto, escalón, todo derecho hasta que te volvamos a decir.

 

Los ciegos momentáneos hacen gestos más dulces pero más violentos que si hubiera luz. Pasan de besar la nada a tratar de someterla de un pisotón. Un nuevo ciego da unos pasos exagerados, teatrales e innecesarios. Un ciego toca con todo el cuerpo el aire, acaricia la oscuridad con cada pedazo de su piel.

 

Cuando se hace la luz, parece que los movimientos no tenían sentido. Pero ese afán de más puesto ahí lo dan los ojos. Y lo quitan también.

 

Cuando Itzel y yo llegamos a la primera alberca, intercambiamos una mirada y decidimos que el juego estaba a punto de cambiar. Aproximamos a Iván hacia la orilla.

Izquierda, derecho, derecho, derecho, alto. Pausa. Escalón, pero es un escalón muy alto.

 

Aguanta la respiración.

 

Splash.

 

Mi primo no era una persona especialmente tolerante o risueña. Por eso Itzel dudó mucho antes de aceptar jugar ese juego que ahí frente a la alberca inesperadamente nació. Lo supe por su mirada. Pero también sabía del amor tan grande que Iván le tenía a ella, por ser su hermana mayor. Sabía que la perdonaría. Sabía que, gracias a ese amor, también lo justo sería vengarse después. Aunque cualquier venganza, por más amorosa que sea, se dé siempre en desventaja. Nunca hay nada igual al primer dolor, aunque el segundo trate de equipararse. Tal vez se deba precisamente al factor sorpresa. Por eso han de decir que la venganza es un plato que sabe mejor frío.

 

Nosotros, en vez de jurarnos venganza, seguimos jugando el juego. Sólo que cuando era el turno de mi prima y mío, decidimos jugarlo en traje de baño y descalzos. Así la ropa puesta no se arruinaría ni nuestros calcetines ni nuestros zapatos. Todos ganaríamos.

 

Menos Iván que ya había perdido. O eso creímos.

 

La siguiente en pasar fue Itzel. Recorrimos otros rincones que no habíamos visitado en la primera entrega del juego sin nombre. Jardines que subían y bajaban, tramos de empedrados, todas las plantas, árboles y flores el mundo. Pasillos con rocas y musgo. Más pasto y trampolines, otras albercas.

 

Claro que ya nadie confiaba en nadie. Sobre todo el ciego no confiaba en los que sí veíamos: los ojos. Los ojos nos reíamos a cada paso del ciego, porque su manera de caminar era aun más anormal que durante un apagón. Este ciego sabía su destino y no quería avanzar.

 

¿Qué preferirías saber: cuándo te vas a morir o de qué? Mejor saber la fecha, el momento final. De lo contrario intentas a toda costa evitar la muerte. El conocimiento pasma.

 

Por favor, díganme nada más cuándo va a ser ya la alberca. Prometo de todos modos no abrir los ojos, pedía Itzel.

 

El chiste es que no sepas, le decíamos.

 

Por favor.

 

Que el chiste es que no sepas, le repetíamos.

 

Silencio. Suspiro.

 

Derecho, derecho, alto, izquierda, derecho, derecho, alto, agacha la cabeza, escalón, escalón muy pequeñito, alto, bajada, escalón. Pausa. Escalón más grande. Escalón gigante.

 

Splash.

 

Llegó mi turno.

 

Lenta pero sonriente, empecé el recorrido. Luego de dos engaños vividos ante mis ojos, estaba segura de que podría evitar caer sin control en mi ceguera momentánea. Era tan obvio que yo sabría. A mí el agua no me sorprendería.

 

Tampoco era tan complicado. Estando descalza y con las piernas al aire, era fácil reconocer el tacto del pasto, de las piedras, de la orilla de la alberca. Además de que los ojos sólo podían guiar, pero no forzar nada. Las reglas prohibían empujar. Ese paso final lo dabas tú mismo.

 

Derecho, izquierda, derecho, derecho, derecho, alto, escalón, otro escalón, alto, escaloncito, izquierda, izquierda, derecho, derecho, alto, izquierda, derecho hasta que te volvamos a decir. Pausa.

 

Escuché que mis primos se susurraban algo entre sí, pero no alcancé a oír qué. Me soltaron por un momento.

 

No te muevas, espera ahí, me dijeron.

 

Sentí en las plantas de los pies el calor del concreto. Adelanté un poco los dedos y noté el fin del borde.

 

Había llegado el momento.

 

Volvieron a dirigirse a mí. A tomarme del brazo.

 

Ahora viene un escalón. Pero uno muy alto. Vas a tener que dar un brinquito.

 

Ilusos.

 

Recorrí el otro pie y me dejé caer feliz al agua.

 

La isla, Amanda Mijangos (Travesías, febrero de 2017)

 

No hubo ningún splash.

 

Cualquier gran dolor no empieza a doler hasta momentos después.

No estaba en el agua, sino sobre algo filoso.

 

Justo cuando empecé a sentir el ardor de los raspones, el dolor del golpe seco, me quité la venda. El gran escalón realmente lo era. Mi cuerpo yacía sobre un jardín de enormes rocas puntiagudas.

 

¿Qué hiciste?, me preguntó mi prima.

 

No sé, le contesté.

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