Prohibido asomarse: Breve historia de una carnicería inmemorial
El territorio
En el centro de la acera una gran mancha roja más sombría hacia los bordes y esparcidas más allá gotas espesas que sugieren un estallido sobre el pavimento gris pálido. Vista desde arriba es el mapa de una isla con bahías y penínsulas que se estiran hasta diluirse en un archipiélago de islotes encarnados, apenas promontorios de sangre todavía fresca. Un par de zapatos abandonados desvanece la idea de una cartografía pero refuerza la de un territorio asolado. A su alrededor, zapatos que pertenecen a espectadores congregados para atestiguar la huella de la muerte proponiéndose conservarla en el recuerdo. En la hondura del silencio el viento ulula.
Inminencia
Una cerca de alambres erizados de púas divide a dos grupos. De un lado se yerguen quienes desafían la ocupación del territorio de espaldas a un muro amarillo que podría convertirse súbitamente en un paredón. Del otro lado dos camiones blindados protegen a los soldados que aguardan la orden para disparar. El instante de la inminencia. En el suelo se amontonan los desechos que desfiguran la calle transformándola en campo de batalla. Brazos y manos contra rifles automáticos. Ladrillos y piedras contra gases lacrimógenos y balas. A los dos lados la voluntad de no ceder.
Tirios y troyanos
Por la noche del viernes en una fiesta familiar, un borracho declara su odio hacia los católicos. Una joven pregunta por sus motivos pero nadie responde como si la causa fuese evidente. La tribu cierra filas frente al peligro, la razón primordial que los mantiene unidos. Si no existiera el enemigo se encontrarían solos y cuanto están convencidos de creer se revelaría carente de sentido. Por eso es necesario mantener la herida fresca y salarla metódicamente. En una fiesta semejante, otro borracho afirma detestar a los protestantes pero allí nadie le pregunta la causa. Medio milenio de colonización habla por sí mismo. Su pliego de agravios se pierde en la noche de los tiempos. Si pudieran saldrían en este momento a asesinar a sus vecinos. Cada grupo festeja los motivos de su odio irreconciliable.
Veintiún segundos
Nadie puede mirar esto impunemente. Ni la niña a quien se le eriza el cabello en la nuca suspendida en el momento del horror que precede a la catástrofe ni el muchacho a quien su madre aprieta la mano prohibiéndole ir hacia donde están esos hombres cercados un domingo por la tarde. Veintiún segundos los separan de la muerte.
Unos para otros
Aquí se defiende cada cuadra porque de ella depende la integridad de un mundo arrebatado que se proponen rescatar. Exponen la vida —y con frecuencia la pierden— por prevalecer un momento. Sus encuentros están determinados por el furor que les impide aceptar que al otro lado de la calle también viven seres humanos. Así ha sido desde siempre. Los otros son los responsables, los invasores, los terroristas, los vecinos a quienes es necesario exterminar. Pero vistos desde fuera son indistinguibles: llevan la misma ropa, tiene rasgos semejantes y hacen los mismos gestos airados. La semejanza no se agota en las apariencias a punto de realizar una acción asesina, sino en su certeza sobre la historia irreconciliable que los alimenta y exige el exterminio de quienes amenazan la legitimidad de sus aspiraciones. Según algunos, los otros son los invasores, mientras que según éstos, aquéllos son criminales con las manos empapadas de sangre. Unos y otros están encadenados por la persecución que los liga.
Tregua
El hombre los encabeza agitando un pañuelo blanco. Tregua. Reza para evitar que le disparen a él y a quienes cargan con el herido. Avanzan agachados con la esperanza de que la muerte desprecie a los jorobados y a los enanos. El pánico los encoge y cada uno renueva la fantasía infantil de ser invisible para los soldados. Trastabillan entre ladrillos, trozos de asfalto arrancados con picas y llantas quemadas, como parte del arco renovado de la violencia. Lo que resta hasta llegar a la esquina se alarga indefinidamente y las piernas les flaquean. Su apremio por encontrar refugio detiene el tiempo.
Estrépito
Nueve kilómetros antes de llegar, el estruendo anuncia la procesión. Baten tambores gigantes usados para atemorizar al enemigo. Los vidrios de las casas vibran. Las aves abandonan las ramas. Los vecinos aguardan espiando la marcha detrás de los visillos. El estrépito es la voz del imperio.
Camino a casa
Al final de la jornada salieron al patio encogiéndose de frío. Cuando subieron a la camioneta, los faros los hicieron percatarse de la oscuridad que se cerraba en torno de ellos, intraspasable. Apenas se pusieron en camino notaron que el viento cimbraba el vehículo amenazando con empujarlo fuera del camino que serpenteaba entre altas vallas vegetales. De pronto, al salir de una curva vieron el vehículo que les cerraba el paso y fuera de él varios hombres armados y encapuchados los esperaban. Al detenerse abrieron las puertas encañonándolos.
—¡Tú!
Señalaron a uno de los pasajeros.
—¡Fuera!
El hombre salió.
—¡Largo!
El hombre se echó a correr a campo traviesa pero escuchó claramente los balazos y por un momento dudó de estar vivo. Acribillados, sus compañeros quedaron desmadejados en los asientos, alguno tirado en el piso, la cabeza colgando del estribo.
—Es católico —dijo uno de los ejecutores.
Recuerdo
Aunque el silencio habría sugerido una conspiración, lo que ocurría en la prisión saturaba la atmósfera. De alguna forma todos éramos testigos y acaso cómplices de lo que ocurría detrás de esos muros día tras día, hora tras hora. Y si parezco minucioso e incluso exagerado habría que considerar que el riesgo de morir aumentaba potencialmente. Después de quince días el cuerpo comienza a decaer y los prisioneros se negaban incluso a beber agua. Por el cabello largo y la barba uno semejaba a Cristo. Pero en lugar de morir crucificado, éste agonizaba de hambre. Con ello deseaba recordarnos a quienes habían muerto de inanición encerrados en sus pocilgas para que nadie escuchara sus lamentos. Morir de hambre es doloroso. El organismo se devora a sí mismo hasta el final. Un dolor que comienza en la boca del estómago e invade al resto del cuerpo, retorciéndolo. El fantasma que la huelga de hambre invocaba era colectivo, el espectro de una nación saqueada por los antecesores de quienes ahora custodiaban a un cadáver en ciernes por voluntad propia, un mártir que sacudía al mundo con su renuncia a vivir. Por eso afirmo que cada hora contaba no para salvarlo sino para asumir la culpa que nos corresponde en este Gólgota que hacía más pesado el cielo y tan bajo que parecía una capa de plomo que habríamos podido tocar estirándonos.
La guerra de los treinta años
La guerra de los treinta años, ¿eh? Sugiere una que hubiera sucedido en el Medioevo, ¿o no? Y sin embargo todo comenzó en 1968 como una reacción contra la discriminación en los trabajos, en la vivienda, en las escuelas. Estaban hartos de la segregación. ¡Treinta años! Desde el comienzo hasta el Acuerdo de Belfast. Se dice fácil. En medio la huelga de hambre en la que murieron nueve, las ejecuciones, los pueblos acordonados, las bombas, Enniskillen en el 95 y Omagh en el 98, cuando ya se abrigaba la esperanza de solucionar la violencia. Tres mil quinientos muertos. Y no ha acabado. ¡Qué va! Si la semana pasada alguien murió asesinado en Carrickfergus. A veces creo que lo mejor es aceptar que esto no tiene remedio. Así se aprende a vivir sin ilusiones.
Milagro
Esta región es un milagro económico. Desde tiempo inmemorial el dinero fluye. Al Reino Unido le cuesta nueve billones anuales. Por eso no es necesario pensar en proyectos razonables. Eso ha producido administradores extraordinarios. La última, una señora que no percibe que los tiempos han cambiado y que el electorado es cada vez más consciente de que sus impuestos serán incinerados —literalmente— al servicio de su promoción política. Cerca de medio millón de libras esterlinas hechas ceniza. A falta de ideas, la señora tiene convicciones.
Profusión
Como en todo territorio convulsionado, los electores acuden a las urnas pero ninguno sabe por qué votar. En parte se debe a que los esfuerzos por la paz han producido una proliferación indescifrable de partidos cuyas cifras nadie entiende y pocos recuerdan. Antes había monárquicos y republicanos, mientras que ahora hay un flujo pringado de adherencias ideológicas que afirman diferencias donde sólo hay confusión. ¡Y la basura electoral! Ni siquiera les preocupa a los verdes. Son como las gallinas, que se picotean por el espacio donde echarse. Pero éstos ni siquiera ponen huevos.
Tres veranos
El fin del verano es notable por una ausencia. Y recuerda que es el tercero en el que no ha habido trifulcas, lo cual es extraordinario para los de mi generación. ¡Dos mil quinientos desfiles pacíficos! Es para pensar. Y antes, ¡cuánta violencia por unos malditos estandartes! Total, ¿qué importancia tiene que la gente marche vestida en un carnaval involuntario? Mírelos con sus bombines que en este contexto recuerdan más a los sombreros de las indígenas paraguayas que a los de los empleados bancarios victorianos, cuya mezquindad han heredado. Tiene algo fundamentalmente chusco, ¿no le parece? Y los otros, igual. Ahora les ha dado por exigir respeto. Pero aguarde: sin gobierno, ¿a quién se lo exigirán? ¿Al lobo imperialista que deberá asumirlo como quien sostiene en las manos una papa ardiente? Da lo mismo. Lo único diferente es el espectro cromático: anaranjado o verde en tonos chatos. Pero como desde hace tres veranos nada ocurre, para publicar algo la prensa se concentra en las hogueras que los jóvenes encienden con llantas. Son pobres e ignorantes y algunos asesinos por hastío. ¿A qué debemos el cambio?, se preguntará. Yo creo que a eso: al hastío.
La guerra y la paz
Inescrutable, el héroe no esquiva el acercamiento de la lente ni escatima su rostro visto de frente. Los ojos son azules, aunque podrían ser grises, brillantes como el acero pulido. Lo que llama la atención es la intensidad de la mirada, que afirma la determinación de quien fue responsable de mil ochocientos muertos y otros tantos heridos. Pero esta cifra, que le ganó de parte de sus enemigos y víctimas el apodo de “El niño carnicero” porque fue aprendiz de ese oficio, contrasta con una conversión para lograr la paz que lo transforma como a Pablo camino de Damasco. Para serlo, los héroes deben contaminarse con un halo de santidad. A diferencia de quien fue utilizado como involuntario conductor suicida en un atentado, de quienes murieron víctimas de bombas hábilmente plantadas o de los informantes ejecutados, el héroe murió rodeado de los suyos llevándose a la tumba el colapso del gobierno y sobre todo los secretos que son el ingrediente fundamental de su leyenda. También los héroes son producto de un relato. ~
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BRUCE SWANSEY cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).