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Prohibido asomarseEl verano, una vez más

Bruce Swansey | 01.09.2017
Prohibido asomarse: El verano, una vez más

Recuento

Si los turcos hubieran tratado a los fundamentalistas musulmanes en Siria como combatieron a los armenios, el terror islamista se habría acabado. A Arabia Saudita tampoco le interesa combatirlos porque son enemigos de los chiitas y ya se sabe que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Y las condenas israelíes son hechas de cara a la galería porque, como Arabia Saudita, también consideran a los chiitas como enemigos acérrimos. Las potencias europeas y Estados Unidos —que acaba de pertrechar a Arabia Saudita— ven este escenario que en parte han provocado como una excelente oportunidad para promover sus industrias bélicas, aunque hipócritamente lamenten la muerte de miles de víctimas inocentes y el desplazamiento de millones que cada verano arriesgan su vida para huir del horror. Eritrea, Etiopía, Congo, Nigeria, Irán, Afganistán, Siria, Líbano… Son los nombres del infierno que resultó de la emancipación obligatoria encabezada por Estados Unidos, secundada por el Reino Unido y otros países que se reunieron para mantener la paz después de derribar a los respectivos dictadores. Pero temibles como son la auténtica amenaza no reside en los guerrilleros inmersos en su violencia espectacular sino en las democracias occidentales y la lógica de un sistema de producción global fuera de control.

 

Las 5 de la tarde

Aunque no sepa la hora a la que entraron al pueblo, los recuerdo con toda claridad. Debe ser por el miedo que jamás olvidaré. Eran jóvenes y llevaban banderas negras. Conducían prisioneros a los que ejecutaban brutalmente, y luego reían y danzaban un momento alrededor de las víctimas. Ahora que lo cuento puede ser que fuera a eso de las 5 de la tarde porque las sombras se tendían de lado, de arriba abajo, segmentando el camino de tierra que conducía a la aldea. Y me acuerdo que pensé que aunque lo peor era que sin alimentos ni agua me desesperaba que mis hijos pudieran morir de hambre, el cielo estaba muy, pero muy alto.

 

Cuerpos de paz

Esas mujeres van cubiertas de la cabeza a los pies de negro. Avanzan como sombras y lo único que puede advertirse de su humanidad son los ojos. El espejo del alma. Pero esos ojos ni siquiera me miran. Se clavan en el suelo. Y pienso, ¿qué seguridad podemos tener con las enfundadas que van de aquí para allá, quizás armadas y dispuestas a volarnos en pedazos? ¿Existe alguna posibilidad de intercambiar un saludo sin ofenderlas?

Uno preferiría confiar. Pero es difícil contener los prejuicios que afloran con cada golpe, las fobias que se renuevan y sobre todo la creciente conciencia de que esencialmente hemos fallado y es muy tarde para dar marcha atrás. Es triste pensar que lo único posible es armarse, sobre todo cuando uno creyó que la historia es maestra del futuro. No es así. Jamás lo ha sido.

 

Masacre

Creímos que matarían a algunos. Siempre estuvimos preparados para eso. Algunos. Pero jamás me atreví a imaginar que se proponían matarnos a todos. No exagero. Su error fue pensar que tirado entre los cadáveres fuese uno más entre los muertos. Pero ya lo ve: soy el testigo incómodo que sobrevivió para contar sus crímenes. Después de un tiempo acordé y dudé si estaba al otro lado del río de la vida, pero el dolor era aviso de que seguía vivo. Si sobreviví fue porque las balas que me atravesaban o que se alojaban en mí dolían. De otra forma habría seguido durmiendo hasta morir. O habría despertado en una de esas fosas comunes donde tiraron a miles de víctimas anónimas.

 

Visión estelar

Cuando la guerra se calcula desde arriba nadie piensa en las vidas que transcurren abajo. Es una cuestión de precisión. Los soldados enfocan un pueblo y se acercan desde el cielo y desde esa visión estelar advierten una casa y dentro de esa casa un cuarto y dentro de ese cuarto detectan algo que es sospechoso, una energía que debe ser exterminada. Y entonces ajustan en la computadora el objetivo y desde muy lejos oprimen un botón. Segundos después hay un estallido y lo que antes fuera una casa es ahora un montón de polvo. Todo en nombre de la democracia.

¿Cuál es mi mensaje? Por favor, si vienen a redimirnos porque somos tribales y desquician el precario equilibrio que garantiza el encono asumido a lo largo de años, destruyen cuanto habíamos penosamente conservado y en nombre de la civilización nos reducen a polvo, tienen que adoptarnos. Es muy fácil vender y probar armas donde la vida no vale nada. Mírenos. Somos menos que espectros. Aquí no hay más que ruinas dilapidadas. Nada que nadie pueda reconocer: piedras y polvo. Pero no para nosotros. Para nosotros estas vidas, incluso en harapos y desconcertadas como se ven desde la estratósfera como si fueran un nido de hormigas, son nuestras y tienen nombres e historia y valen más que el universo.

 

Falsa esperanza

Pensamos que el personal de Naciones Unidas venía a protegernos, pero pronto nos dimos cuenta de que había llegado sólo para presenciar nuestra tragedia. Nadie hizo absolutamente nada para defendernos. Acordonada, la gente pedía clemencia. Mujeres y niños, ancianos. Nadie escuchó sus lamentos ni tampoco los gritos de quienes eran torturados al lado. Los zapatos se pegaban al suelo. La sangre es pringosa.

 

Eco

Escuchamos las ráfagas con las que rociaban los muros de las casas alineadas a los lados de la calle. Luego el eco entre las montañas. ¿Lo ve? Aquí están las señas. Todas las paredes cacarizas. No tenía sentido lo que hacían porque todos nos habíamos escondido en las cuevas menos accesibles. Pero querían estar seguros de que reconocíamos su virulencia alucinada. Sus siniestras carcajadas eran peores que las de las hienas.

 

Los anfitriones

Es difícil resistirse al agobio moral. Uno ha crecido en otro tiempo y siendo cristiano está obligado a imaginarse usando los zapatos de los otros. Sin embargo, cada día llegan a nuestras costas cientos de refugiados y nosotros tenemos escasamente lo necesario para sobrevivir. No tenemos recursos para alojarlos. Es muy fácil acusarnos de inhumanidad, sobre todo desde el norte. Pero todas estas personas no llegan a Londres ni a Estocolmo. Primero
llegan acá. O a Sicilia. Nadie en Bruselas ha resuelto el problema. Les basta saber que Berlín es caritativo y que aparte de los cien mil refugiados que ha aceptado, donó seis billones de euros para que
Erdog˘ an reemplazara a Gadafi.

 

Refugio

Cada verano los desesperados abordan embarcaciones precarias que aun sin sobrepeso están destinadas a naufragar y que una vez cruzadas las aguas territoriales son abandonadas a la deriva. Los traficantes saben que habrá un barco que los rescate y los conduzca a Europa. El comercio de seres humanos no alentaría sin el horror de un continente convulsionado, el dinero que los pasajeros consiguen cueste lo que cueste y la limitada hospitalidad de Grecia, donde, a pesar de la crisis y la austeridad impuesta por las instituciones financieras internacionales, se han habilitado centros de acogida.

Sentada en la playa cubierta de guijarros, una mujer deja que las olas refresquen sus pies. Si no se supiera qué sucede podría tomársela por una imagen clásica que expresa la armonía entre el ser humano y el mundo. Pero ella es indiferente al ocaso y del mar conserva amargos recuerdos. No tiene esperanza. La ha abandonado en ese campo frente al cual el mar es una cinta de seda.

 

La mala conciencia

La mala conciencia impide pensar. Las víctimas, porque lo son de la violencia y el hambre, tienden una red de chantaje sobre nosotros. ¿Qué mérito tenemos sólo por haber nacido a este lado de la cuenca mediterránea? Un accidente geográfico. Este putrefacto sentimiento de culpabilidad nos impide hacer lo que deberíamos. En lugar de eso los condenamos a campos de concentración. Y rezamos porque sea lo mejor para esas personas entre las cuales alienta el vengador que se considere vehículo de la ira divina y nos ajuste las cuentas.

 

Armas

A esto ya ni siquiera puede llamársele guerra. Una guerra comienza, se pelea y finaliza con la derrota de uno de los contendientes. No aquí. Aquí llevamos años sin que haya el menor indicio de que algún día esta pesadilla terminará. Hemos perdido la esperanza. Aquí la noticia sería que un día no sucediera nada violento. Y lo peor es que no es posible escapar de esta trampa porque las fronteras están cerradas y ya no hay siquiera túneles por donde traer comida ni medicinas. Mírenos. No queda nada. Habría que preguntarse de dónde sacan el armamento. Porque esto implica un infame comercio multibillonario. ¿Y quiénes fabrican las armas? No me dirá que nosotros, que ni siquiera tenemos qué llevarnos a la boca. Si a los países europeos les interesa limitar el terrorismo, lo primero que tienen que hacer es controlar la venta de armas. Y son los franceses y los ingleses primordialmente, aunque también los alemanes, a los que de pronto les revienta un petardo ante la consternación mundial. Pero vea lo que sucede aquí incesantemente y a nadie le importa un cacahuate. Nosotros mismos nos hemos acostumbrado al sonido de las bombas, a la metralla y a la muerte como si no pasara nada. Es monstruoso.

Eso dice el hombre sentado en una silla de plástico fuera de una bodega vacía, la puerta abierta como si se tratara de un animal que exhala el último suspiro.

 

Por amor

Estaban por llegar. Calculé que sería cosa de días pero comencé a trabajar inmediatamente, con la premura de quien sabe que lo peor está a punto de ocurrir. Debía estar lista para enfrentar la desgracia. Así que cavé un hoyo lo más grande y profundo que pude para sepultar allí a Hassana Isa, mi hija de doce años que era demasiado joven para conocer hombre y lo suficientemente mayor para que me la quitaran. Me dio tiempo para disponer comida que no se pudriera y botellas de agua y tapar el agujero con una lámina corrugada y un trapo con tierra encima para ocultarlo. Luego me desnudé y recorrí la aldea ante la mirada avergonzada de mis vecinos. Me exhibí desnuda ante todos. Luego, cuando me aseguré de que todos me habían mirado, me revolqué
en un hormiguero.

Sabía que eso no sería suficiente.

Por eso recogí heces de perros y con ellas me embarré. Caminé entre las casas seguida por un aluvión de moscas. No había otra cosa que hacer contra los asesinos. El hedor era espantoso pero era lo de menos a cambio de la vida de mi hija mayor. Las más pequeñas me seguían preguntándome a gritos qué pasaba. Y aunque sintiera que el corazón se me partiría a cada paso, en lugar de explicarles lo que pasaba por mi cabeza, defecaba y orinaba frente a ellas, transformada en una bestia.

Cuando llegaron, todos lo sabían: Zainabeu se había vuelto loca. Los miré a los ojos y reconocí su espanto. Una loca trae mala suerte. Su maldición puede hacerlos perder la guerra. O peor: volverlos impotentes. Así seguí hasta que abandonaron la aldea.

Me cago en sus muertos.  ~

 

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BRUCE SWANSEY cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

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