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Por la nueva arquitectura mexicana  

Antonio Calera-Grobet | 01.10.2017
Por la nueva arquitectura mexicana  

En memoria de los fallecidos en los sismos

 

El golpe seco, el tremendo tajo, la herida que sangrará por nuestros temblores en el territorio nacional deberán ser vistos como un refrendo y una ultimación. Lo que hay que ultimar: el estado de las cosas en el “gobierno”. Porque aquí ya habrá voluntades, inteligencias y tiempo de documentarlo con ciencia, en las circunstancias más aciagas (aunque muchos hayan preferido no meter las manos y hayan subrayado su ausencia poniendo el ejemplo, y hayan desdeñado sus dádivas), ante los presentes en la plaza pública y en estado de trauma, se ha propinado a sí mismo la puntilla. No hubo, para eso que solemos asimilar como nuestro pueblo, la posibilidad de guarecerse en alguna maternidad real o simbólica. No hubo Matria. La clase política, hemofílica, esquizoide, falsamente delirante, abandonó de nuevo a su polis, y los que la conforman pudieron comprobar, por enésima vez, que en este país que amamos aún con el nombre de México, los funcionarios no funcionan, los educadores no educan, los legisladores no legislan más que por sus cetros, sus arcas, sus imperios. Se malvive, se sobrevive entre narcoguerras, feminicidios, las atrocidades de un hampa ingente, cínica y rampante, rehogados todos en un caldo de desigualdades e injusticias por el capitalismo más salvaje. Y en donde hoy, la miasma de la mafia constructora, la asquerosidad de la mentira inmobiliaria que destazó a la ciudad y acabó con la vida de cientos de personas, representa a la muerte y su guadaña. Tenemos muerte y no casa. Ésa es la impresión que queda en el pecho: la de una huella de abandono, que no hay cabeza y el cuerpo social, desmembrado y famélico de ser, da tumbos en la realidad más astillada y cruel.

Ésta es la realidad nuestra. La real y concreta y no la imaginaria y sobrepolitizada, mediatizada, tergiversada. La de la inclusión abstracta y la exclusión concreta. La que acumula medio siglo con olor a sangre, azufre y no “fondos desviados”, sino, eufemismos aparte, dineros robados al país, con toda calma. Bastará repasar la historia de las últimas cinco décadas para ver el cúmulo de laceraciones y costuras que carga nuestra memoria. Nuestra historia de las mentalidades es en verdad una historia de las debacles. La realidad que nos regala día con día el periodismo legítimo (no el de la “pre” o “posverdad”, no el de las fake news, sino el de médula, perseguido y asesinado), en todos los ámbitos de la federación, da cuenta de que el ánimo arredra, la ansiedad refriega y, sí la hay, la vida cotidiana se vive despojada de toda ensoñación de bienestar futuro. Eso es lo que se vive a diario. No hay forma ya de ocultarlo: negligencia, delincuencia, corrupción, violencia perpetrada o permitida por los mismos aparatos del Estado y sus artífices. Y sobre todos esos cánceres, una cobertura gruesa de pura impunidad, maquillada y ocultada en el lenguaje cifrado, en las letras pequeñas de la macroeconomía, oculta o maquillada por empresarios, medios de “incomunicación” y publicistas, y a la cual nos hemos, a punta de ignorancias, acostumbrado. No más. Al cabo de tanto, por fin dirían tantos que buscan tocar fondo, se ha escindido la clase política de su población, se ha descoyuntado el cuerpo social. La clase política no nos representa y ello se piensa, se siente, se dice y hasta se grita. Se escucha así, en todas las latitudes, el hazmerreír. La gran noche mexicana.

La gran noche mexicana no para el pueblo sino para el gobierno. Porque, en situaciones de desastre, de suspensión grave de la cotidianidad, en que se propina un tajo a la latencia natural en la vida de una sociedad, los ciudadanos a tope de espíritu se agrupan para cohesionarla, evitar su desmoronamiento. Porque luego del sufrimiento de algún cataclismo, de alguna guerra, por pequeña que sea, renacen millones de líneas de vida, de auxilio y hasta supervivencia para evitar el resquebrajamiento de lo que reconocemos como fundamental para el desarrollo de la existencia: los otros. Y en donde acaso no se trate de una lucha como un rescate romántico del concepto de patria o de nación, sino meramente del rescate de los iguales, los naturales, los mortales que, justo como ellos (identificables a ellos en sus señas de identidad y deseos), van por la vida en busca de un sentido para vivirla de la mejor manera. Los otros dentro del nosotros que fueron abruptamente heridos y se hallan en situación de alerta, en estado de trauma por la búsqueda de sus seres queridos en peligro de muerte y también de otros, desgraciadamente, fallecidos. Y fue justo eso lo que no se tuvo del gobierno.

Y lo que hay que refrendar: la pulsión de vida, la otra cara de la moneda. El sol que ilumina. Porque esos que gritan y se cuentan por millones se han dejado ver. Han medido sus fuerzas de acuerdo con sus propios pesos y medidas, sus más puras equivalencias: las de la humanidad simple. Y resultó que, bajo los pesos muertos de lo contingente, liberadas de los inanes adjetivos del neoliberalismo y su cartera de oportunidades, sus fuerzas no habían muerto, ni tampoco llevaban tanto tiempo adormecidas: latían, acometían.

Ese reconocimiento de lo que pueden hacer millones de desmentidos, con los ojos abiertos, al saberse cortados (serán siempre un todo brioso pero con cuarenta y tres menos. O como con cientos de miles menos), olvidados, traicionados, les dio licencia para no más que resistir. Para exigir. Para reclamar. Arrebatar lo que les es suyo: su rostro, su identidad. Así es. Si México está aún de pie, si puede mostrar aún la articulación de su más alta poesía, se debe a los ciudadanos sin matrícula. No a los hombres y mujeres en su acepción de burócratas, clientes o empleados, hordas de lampareados. No. Meros ciudadanos que logran, cada día, de subida, no ser asesinados y llevar a sus hijos a esa escuela que casi no enseña en el transporte público más desvencijado al filo de los barrancos. Los que día con día manejan por esas carreteras que ya ni son nuestras y que por milagro no fueron secuestrados, los que por suerte no fueron baleados, los que no cayeron en ese hospital que en verdad no existe, esos del salario mínimo, la vida mínima y sufrida por el riesgo máximo.

No sabremos pronto si el gran poema abierto en la realidad mexicana por la mano de sus hombres y mujeres se calcifique, florezca en algo más que una hermosa crisálida iridiscente en la noche de la patria. Sabemos qué es lo que pesamos. A lo largo de estos días, a todas horas, desde que abría el día y hasta altas horas de la noche más oscura, incluso bajo la lluvia, a la par de las pantallas anunciando mentiras, del silencio de los gobernantes, decenas de miles de ciudadanos de todas las edades tendieron la mano a los necesitados, a todos los que vimos, pendía su destino de un hilo. La empatía en el deseo de no perder la vida, de reconocerse en la posibilidad latente de, pese a todos los errores, construir otra, en el anhelo de encontrarla sumida en despojos y en el peligro latente de perder la que aún se conserva, hizo que compartiéramos lamentos y deseos. El pueblo allegó herramientas, medicamentos, alimentos. Fue majestuoso, divino, extático, lo mismo que demoledor, mortecino, trágico.

Y esa comida hecha desde la urgencia y muchas veces desde la carencia (no sabremos cuántas veces fue quitada de una boca para alimentar a otra) no tuvo nada que ver con la noción de alimento. O fue infinitamente más allá de eso. Se alimentó el concepto de humanidad, de dignidad humana, de fraternidad entre los hombres. Y más allá. El hecho de que este símbolo se haya servido caliente o frío, haya sido abundante o exiguo, sazonado o desabrido, constituye una circunstancia menor, accesoria en el gran caldo que se levantó detrás, ligado directamente con una cosa ulterior, mítica, cósmica. No se trató de un mero alimento para el cuerpo sino de una suerte de nutrición espiritual, de una alimentación de la identidad fuera de la demagogia. Ante la suerte suprema que es la vida, el gobierno quedó reconocido en su totalidad: quedó al fin estático, anonadado y cobarde, pesado, hierático, seco.

Así, el verdadero centro del mundo nuestro yace intacto. Lo único que se vino abajo fue el monumento que la infamia política levantó a su memoria: el gran demonio de la avaricia y la miseria humanas. Y eso no nos representa. Nunca más, de ninguna manera. Vaya un homenaje a los que hicieron esto posible. A todos los mineros, los veladores, celadores de la vida, porque pusieron el resto y además sus manos. A quienes manejaron los tableros haciendo notar lo que faltaba, había y se necesitaba, nos dijeron el dónde y el cómo para hacer que llegara. Gracias. Los amamos. A los que compraron, elaboraron, empaquetaron, transportaron alimento: quedarán ahí las imágenes de lo que puede hacer un pueblo cuando se lo permite, cuando se quiere a sí mismo y, sobre todo, cuando los aparatos ideológicos, las instituciones fallidas, las artimañas de la corrupción lo dejan correr libre. A todos aquellos que llevaron aliento al necesitado, gracias. A los que dieron de comer a brigadistas, militares, policías, voluntarios de todo tipo en albergues, centros de acopio, hospitales, gente en dolor, gracias. Gracias por darnos de comer semejante pan de praxis, pan, si no de paz, de verdad. Por hacernos ver, de nuevo, que este gobierno no se merece a su pueblo, y hay que dar muerte a todo mal gobierno, pero más caro aún: que el poder reside en el pueblo.

Por fin se vinieron abajo la inacción, el miedo. Nos hemos dado cuenta de que para construir un nuevo mundo había que destruir el viejo orden, y para eso se necesitaban dos cosas. No una pala y un pico, sino la mancuerna organizada de un “tú” y un gran hermano desconocido. Y el noble esfuerzo extranjero y hasta perros. Porque la noción del otro sacó la mano de los escombros. Nos dimos cuenta de que la palabra casa viene del “todos” que significa ‘comunidad’, que mi casa es tu casa y tu derrumbe mi derrumbe, que la palabra ciudad viene del fondo del alma y que eso significa un ‘río brioso’. Vendrá una nueva arquitectura mexicana, vendrá la reconstrucción, la reencarnación, la resurrección, el renacimiento. Y esta nueva arquitectura mexicana tendrá que saber escuchar. Superar la tristeza, el hastío. Guardar silencio y aprender. Acordonar el ego, el sólo yo, la soberbia, la insidia y la discordia, y crecer. Ladrillo por ladrillo.  ~

 

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ANTONIO CALERA-GROBET es escritor y promotor cultural. También es director de La Chula. Foro Móvil, un proyecto para el tráfico de ideas por la ciudad, editor de Mantarraya Ediciones y propietario del Centro Cultural Hostería La Bota.

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