#CuotaDeGénero: Domingo
Odio los domingos. Antes los amaba. Porque sin preguntarme qué iba a hacer en la semana, sabía exactamente qué ocurriría ese día. Siempre.
A las tres de la tarde llegábamos a casa de mi abuela. Comíamos comida casera. Pollo al chipotle. Soufflé. Sopa de poro y papa. Crema de verduras. Espagueti con jitomate y queso. Tarta de manzana. Nieve de vainilla. Se dice helado. Para mi abuela siempre fue nieve. Vino. Cerveza. Coca cola. Sidral. Calimocho para mi hermano. Calimochotequi cuando quería hacer enojar más a mi papá por desperdiciar la buena bebida. Café hecho en la olla más maltrecha del mundo. Tal vez por eso sabía tan bien. Tenía el sabor de toda la vida de mi abuela. Amaretto. Amaretto con vodka. Todo al mismo tiempo. Mole. Frijoles de la olla. Frijoles refritos. Queso y galletas. Paté. Bolillo. Baguette. Pan caliente. Entradas antes de empezar a comer entre un nacimiento con un espejo como lago y heno de verdad. Eso en Navidad. Libros de pintura bajo la mesa de centro que siempre cambiaban y ojeaba al ritmo de un perenne disco de jazz o de bossa nova. Un olor a flores frescas que mi abuela se compraba para sí. Mi abuela tocando el piano cuando empezaba a oscurecer hasta que se hacía de noche, muy noche a veces, y no quedaba más que irnos. A esperar toda la semana que volviera a ser domingo.
Todo fue tan fresco una vez. En ese tiempo. Éramos tantos y tan juntos siempre. Peleas y risas. Pláticas de política en una familia que no tenía otra religión más que ésa, invocando a un Dios padre que era su mismo padre de sangre y que todos extrañaban tanto que en el fondo nadie sabía él qué habría opinado de nada. Todos tenían la razón en extrañarlo. Nadie en lo que habría dicho, porque todos fallábamos en ver que ya no estaba. Sólo quedábamos nosotros. Peleas para extrañarlo menos. Y también maratones de chistes cuando parecía que no quedaba nada más que decir. Listas de punch-lines que ya en sí mismos hacían soltar carcajadas, como quien enuncia una oración, un refrán o el estribillo de una canción que todos cantábamos a coro con nuestras risas.
Cada domingo era Navidad.
Cada final de la comida, luego de una larga sobremesa, mi abuela ofrecía café y, de postre, bolillo con frijoles. Quién iba a querer bolillo con frijoles. Eso no es un postre, nos reíamos. Éramos nosotros y ella. Ella siempre era alguien aparte. Y cuando al fin se sentaba a comer, todos la veíamos darle una mordida a su mollete sin queso y un largo trago al café.
Sonriente.
Satisfecha.
Mirando hacia la nada y entrecerrando los ojos.
Feliz.
Tal vez ahora odio los domingos porque ese día ya no existe. Igual que se esfuma con los años el sabor a Navidad y la casa de la infancia. Pero no esos sabores. Ésos quedan para siempre en el paladar.
Ahora cada domingo tengo que inventarlo de cero. Cuando alguna vez fue el único día prefabricado y feliz.
Primero mi abuela dejó de hacer comidas en su casa. Por cansancio. Por las peleas. O porque todo lo bueno se acaba. Luego ya nadie quería ir a comer al restaurante de siempre. O nadie se ponía de acuerdo de a dónde ir.
A veces nos juntamos. Pero ya es cada quien sabe cuándo. El ritual se acabó y ahora odio los domingos.
Odio todos los domingos excepto aquellos donde ocurre algo inesperado. Entre más sutil, mejor. La felicidad de ser adulto habita en lo que casi no se ve. En lo apenas perceptible. Sólo quedan pequeñas felicidades.
Ahora me conformo con un domingo donde pueda despertar sin prisas y que justo pase el del gas. Porque en este edificio hay que cachar al señor del gas. Hay que cachar al de la basura. Y los días en que eso ocurre son los más felices. Quién diría que el señor del gas y el camión de la basura pasarían en domingo, el día más triste.
Hoy fue un domingo así. Y por algo este domingo no se sentía triste como siempre. No sentí la urgencia de irme corriendo a hacer ejercicio. A dar vueltas como pez beta en una alberca mínima para dejar de pensar o para pensar con orden o para respirar con ese compás que devuelve la paz del mundo al alma de un cuerpo que duele de tanto nadar y sentir y pensar entre semana.
Un domingo sin andar en bici por la ciudad, sorteando niños en patines y gente con perros. Malditas personas felices. Evitando sus sonrisas y el sol en la cara, aunque de todos modos me terminaran quemando. Un domingo en que no viera que ambos me dejaron marcas ya en la noche, cuando me desvisto sola en mi cuarto.
Un domingo sin querer escapar ni estar con nadie. Leer en mi cama y desayunar a mediodía. No bañarme, no abrir la cortina, lavar los trastes acumulados mientras escucho una playlist agridulce.
Un domingo para ver el día soleado por la ventana sin ganas de salir, con ganas en cambio de comer harinas y enlatados. Todos sabemos que la comida de mi abuela nunca volverá. Hay que aceptarlo. Un domingo para ser testigo de historias ajenas en películas y canciones y libros.
Un domingo con una trompeta a lo lejos en la banqueta de enfrente, que me despierta de ese ensueño de las cuatro de la tarde, de una siesta de la que me incorporo en forma de fiebre al despertar. Una confusión de la tarde que no me deja claro si aún es el mismo día o volvió a amanecer otra vez en domingo sobre domingo sobre domingo.
En verano el sol nunca se mete.
Un domingo que avanza y termina lentamente. Donde el futuro no importa porque el día fue casi tan perfecto como un jueves. Los jueves en que todavía es posible algo, no como un domingo que es el fin de todo.
Un domingo cuyo atardecer me ahorra toda su náusea a pesar de que lo sigo viendo de frente, igual que a la comida de mi refri, que me llena pero no me alimenta, igual que ver Rick & Morty por quinta vez o escuchar Home en un loop infinito.
Porque qué es un domingo si no un loop infinito. Que hoy no me molesta. Que hoy no me doy cuenta de que sigue sonando.
Alto.
Silencio.
Me hacía falta un domingo así.
Café de domingo, Estelí Meza