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Correo de Europa: En el nombre de Dios

Julio César Herrero | 01.08.2017
Correo de Europa: En el nombre de Dios

A principios del mes de junio, Dinamarca aprobó —con la excepción del Partido Socialdemócrata— la derogación del delito de blasfemia. La ley que permitía sancionar a quienes fueran declarados culpables de insultar a las religiones estaba en vigor desde hacía tres siglos.

¿Debe un Estado castigar a quien ofenda a una religión? El primer problema es determinar qué supone una afrenta y qué el legítimo derecho a la libertad de expresión. Bien es cierto que el juez es quien tiene la última palabra y es el responsable de establecer ese límite, igual que cuando debe pronunciarse sobre un atentado contra el honor de una persona. Ahora bien, en el caso del honor, es una persona física quien reclama la protección; en el caso de la blasfemia no es una religión la que reclama, sino que serían potencialmente aquellos que la profesan, y que pueden sentir ofendidos sus sentimientos religiosos. En este punto, ¿cómo saber si la comunidad de creyentes se siente agraviada y hasta qué punto?

Supongamos que es posible determinar que una afirmación, una canción, una viñeta o una fotografía afrentan los sentimientos de una comunidad religiosa. ¿Por qué quienes profesan una religión deben tener una protección que no tienen los ateos o de la que no disfrutan quienes son partidarios de una ideología política? Aquí es donde radica la cuestión. Quienes mantienen que la religión no es como cualquier otra creencia porque afecta a lo más profundo, condiciona la manera de mirar el mundo y de dirigirse en la vida asumen implícitamente que no ocurre lo mismo con otras creencias. Y eso en caso de que hagamos una interpretación caritativa partiendo de la idea de que también consideran interesantes esas cuestiones aquellos que no profesan una religión pero sí cualquier otra idea. No hacerlo, implicaría que sólo a ellos les importa, lo que supondría una especulación difícilmente sostenible. Pero imaginemos que sólo los creyentes se preocupan por el sentido de la vida, cómo afrontarla, y les inquieta qué hay después de la muerte. O supongamos que sólo quienes profesan una religión pueden hacerlo porque otro tipo de creencias no reparan en estas cuestiones de hondo calado moral. ¿Por qué la ley debe proteger esas inquietudes y no aquellas que llevan a miles de personas a dejarlo todo y dedicarse a ayudar en la erradicación del hambre, por poner un ejemplo? Se podrá alegar que la trascendencia no es la misma. Pero la trascendencia de las cosas de la vida tiene que ver con las prioridades de cada uno y, desde luego, ésas no pueden ser establecidas por la ley.

No es lo mismo injuriar a una persona que insultar una idea que profesa, sea ésta religiosa o política. Las ideas o las creencias no son sujetos que disfruten de una protección jurídica. La protección la tienen las personas. Y la ley debe proteger a los individuos, no aquello en lo que crean o dejen de creer. La ley debe preocuparse porque nadie sea discriminado por lo que piensa o siente, pero eso es distinto. Una persona puede sentir que se agravian sus sentimientos religiosos igual que otra puede tener la misma sensación respecto a sus principios políticos. La historia de las ideas está repleta de descalificaciones y de desaires.

Hoy, ocho países de la Unión Europea siguen contemplando aún en sus legislaciones este delito: Austria, Alemania, Grecia, Irlanda, Italia, Malta, Países Bajos y Polonia. En España, el artículo 525 del Código Penal prevé pena de multa a quienes hagan escarnio públicamente de los “dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen” para ofender los sentimientos de quienes profesan o practican una religión.

Dejando claro que agraviar a una religión no es lo mismo que incitar al odio y a la violencia contra quienes la practican —y que, indudablemente, debe estar perseguido y penado—, ¿es necesario ofender a una creencia y, quizá por tanto, a los sentimientos de quienes la profesan, de forma gratuita o con el fin de cuestionarla? Bajo ningún concepto. Sólo la crítica es legítima e, incluso, necesaria. Está protegida por la libertad de expresión, que también ampara las afirmaciones poco afortunadas, obscenas, desagradables. Pero el mal gusto no es un delito; es, quizá, la constatación de la falta de otros recursos. La mejor manera de arremeter contra una idea es rompiéndola, evidenciando las debilidades, constatando la falta de razones sólidas que la sostengan. La descalificación de una idea o de un sentimiento no aporta nada a su cuestionamiento; igual que burlarse de una persona resulta inútil para refutar lo que sostiene. EstePaís

 

Ilustración de María José Ramírez

 

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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario, periodista y director del Centro de Estudios Superiores de Comunicación y Marketing Político.

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