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Tradiciones culturales, élites convencionales y estética pública en el área andina

H. C. F. Mansilla | 01.08.2015
Tradiciones culturales, élites convencionales y estética pública en el área andina
En tiempos modernos, la idea de desarrollo se basa en la explotación desmedida de los recursos naturales, sin un interés genuino por la conservación de los ecosistemas. El autor analiza la preocupante ausencia de una ética del cuidado del medio ambiente y la decadencia de la estética pública.

Aunque puedo equivocarme fácilmente, sostengo que consideraciones estéticas y preocupaciones éticas van a menudo juntas. Es imposible dedicarse a mejorar el mundo o consagrarse a la celebración de la belleza artística si uno no tiene un mínimo de respeto por la vida, el medio ambiente y el ornato público. En la época clásica grecorromana, el goce estético de la naturaleza presuponía la admiración frente a la armonía del cosmos y, al mismo tiempo, una vocación de servicio a la comunidad. La constelación contemporánea, signada por la explotación acelerada de todos los rincones del planeta y la devastación exhaustiva de sus recursos, exige (o debería exigir) un genuino y sostenido cuidado de los ecosistemas.

En América Latina, los grandes usuarios y depredadores del medio ambiente —desde los exitosos empresarios de la madera hasta los humildes campesinos que expanden la frontera agraria, pasando por la prospección minera tropical— no practican una ética de este tipo ni se imaginan que podría existir. Una moral ecologista tiene poco que ver con ideologías de izquierda. Una actitud conservadora puede ser interpretada también como favorable para la preservación del medio ambiente y de los ecosistemas naturales. Esta actitud es relativamente desconocida en el área andina, pese a la simultánea expansión de doctrinas indianistas que proclaman la defensa y el amor a la Madre Tierra.

Esta problemática está vinculada directamente con los valores de orientación de las élites dirigentes contemporáneas y con las normativas de actuación que se han desarrollado históricamente. Y aquí tenemos un fenómeno muy interesante: las clases altas en la zona andina han ido modificando de modo considerable sus ideas rectoras en torno al tratamiento de la naturaleza y, sobre todo, acerca de su propia posición en el ámbito laboral. Aunque nos encontramos con un tema altamente complejo, cuyo tratamiento diferenciado puede despertar la impresión de un argumento esquizofrénico, es indispensable analizar las tradiciones culturales de esta región y percibir simultáneamente sus aspectos positivos y sus lados negativos.

 

La falta de estética pública tiene que ver directamente con una imitación apresurada de una modernidad de segunda clase

 

En contraposición a la época actual, durante la era premoderna (hasta mediados del siglo XIX) la clase alta en la península Ibérica y en las colonias poseía un cierto interés por el ornato público, por un estilo de vida propio y diferenciado y por el desarrollo de un arte y una literatura congruentes con su esfuerzo por sobresalir dentro de su medio. Las clases dominantes de la actualidad son, como se sabe, un conglomerado híbrido que no puede ni quiere disimular su origen plebeyo. Sus parámetros de orientación están influidos decisivamente por los medios masivos de comunicación, es decir, por la chabacanería contemporánea. No han sabido crear una cultura propia y específica y han adoptado más bien las pautas de comportamiento, las preferencias y los gustos de las clases medias norteamericanas de corte provinciano. Es verdad que la aristocracia tradicional tuvo siglos para constituir su modo de vida y sus criterios depurados sin tener que sufrir ni la crítica ni la competencia de otros grupos sociales organizados. Pero también es cierto que los estratos privilegiados del presente disponen de medios financieros en una magnitud tal que la antigua nobleza nunca hubiera imaginado como posible, además de contar con oportunidades de viaje, educación y diversidad de ofertas que son seguramente excepcionales en el decurso de la historia universal. Es entonces sorprendente que el aporte cultural de las clases altas a la sociedad contemporánea sea tan terriblemente modesto.

En la región andina, la percepción instrumentalista de la modernidad ha contribuido a reprimir modos de comportamiento y organización, a los que ahora se atribuye el carácter de lo anticuado y superado por el rumbo pretendidamente inevitable del progreso material e histórico, y que, sin embargo, han simbolizado y encarnan todavía hoy —en la literatura y en la memoria colectiva— diversos fragmentos aún válidos de una vida más plena y humana, de una cosmología más sabia y de una convivencia más sana que los principios comparables derivados de la cultura de la modernidad.

Se puede describir esta constelación actual de la siguiente manera: lo realmente grave reside en el hecho de que todas las capas sociales están exentas de consideraciones éticas y estéticas de largo alcance; los grupos privilegiados han renunciado a toda función de guía y ejemplo racional, y los estratos inferiores solo quieren adquirir el nivel de vida y consumo al que creen tener un derecho moral e histórico. Por ello se puede afirmar, con peligro de equivocación, que hay un curioso paralelismo entre el campo de la estética y la esfera de la ética. La colectividad de nuestro tiempo premia el acomodo fácil y la integración al modo de vida prevaleciente, y rechaza al disidente, al que piensa y obra de modo autónomo, al que se desvía del grupo y al que exhibe espíritu crítico. En el campo del ornato público está mal visto que alguien desapruebe el ruido de las calles, las alarmas desbocadas de los vehículos y la fealdad de los medios de transporte. Quien censura los cables eléctricos y telefónicos por encima de las calles, el desportillado aspecto exterior de las construcciones y las aceras, el poco amor por el detalle y los acabados en cualquier trabajo, resulta un extraño, un extranjero, un desadaptado. Y esta es claramente la actitud de las clases dirigentes, de los grupos medios y de los estratos bajos. Las élites plutocráticas contemporáneas y los llamados movimientos sociales son por igual responsables de la declinación conjunta de la ética y la estética públicas.

Esta temática no concita la atención de los segmentos intelectuales y universitarios de las naciones andinas. No creo que varíe mucho en las próximas generaciones, aunque la mejor educación, la apertura al mundo exterior y la obra de los azares históricos pueden alterar las pautas de comportamiento y los valores de orientación criticados en este texto. La falta de estética pública tiene que ver directamente con una imitación apresurada de una modernidad de segunda clase, que la mayoría de los latinoamericanos considera como la obtención exitosa de los más notables modelos del progreso universal y hasta como una adaptación transformadora de los mismos con rasgos originales. Sobre todo en el área andina los estratos elitarios —empezando por los círculos gubernamentales populistas en Bolivia, Ecuador y Venezuela— han resultado ser pueblerinos y provincianos; no tienen hoy una conciencia específica de clase, no cultivan una concepción plausible de su propia valía histórica, de sus tradiciones y gestas, y no conciben una política de largo alcance para resguardar precisamente sus prerrogativas y logros, o por lo menos para mantener el recuerdo de su existencia en la memoria histórica de la nación respectiva. Su desinterés por la moral y la estética es proverbial. Solo les interesa la ganancia rápida, generalmente a costa del erario nacional, y el placer barato y circunstancial. Estas afirmaciones pueden parecer demasiado generales y muy injustas, sobre todo si se aplican a los grupos dirigentes actuales en los países recién nombrados, grupos que hacen gala de una ideología izquierdista y de una notable dedicación a los principios ecologistas de las comunidades indígenas de sus distintas tierras. Pero la realidad siempre es más compleja y más decepcionante de lo que nos imaginamos.

©iStockphoto.com/Ann_Mei

En la realidad cotidiana —la que importa a largo plazo—, los miembros de los sectores dirigentes actuales en Bolivia, Ecuador y Venezuela promueven un modelo extractivista de desarrollo basado en la explotación acelerada y convencional de los recursos naturales mineros y energéticos. Han dejado a un lado toda preocupación seria por la conservación de la Madre Tierra y, con una energía digna de mejores causas, se han consagrado a los juegos usuales de la astucia política convencional: la edificación de una fortuna personal y la preservación del poder. Empero, ninguna sociedad puede vivir razonablemente sin una concepción de moral que englobe el conjunto de la misma, sin un paradigma de desarrollo de largo aliento (por más modesto que este resulte) y sin una praxis de la responsabilidad individual frente a la colectividad y la naturaleza, lo que significa considerar seriamente los principios de ética y estética. También los populistas e izquierdistas están impacientes por adquirir el último cachivache técnico que viene del odiado y envidiado Norte. Ante esta tecnofilia generalizada muy poco se puede hacer. Los apologistas de los regímenes progresistas prefieren extender sobre esta temática el cómodo manto del olvido y el silencio.

Algunos detalles de este asunto se pueden aclarar mencionando fenómenos recurrentes en la región andina. Al lado de la grandiosidad del paisaje de las altas montañas se halla la chatura de la obra humana: la majestuosa cordillera como telón de fondo y la basura plástica anunciando la proximidad de los asentamientos urbanos. Lo más grave reside en el hecho de que nadie es consciente de este reino de la fealdad: ni los movimientos sociales, ni los partidos políticos (y menos los contestatarios), ni los intelectuales progresistas. Una labor importante de los medios de comunicación consistiría en llamar la atención acerca de la carencia de estética y ornato públicos en las ciudades y aldeas de la zona andina. Después de todo, la vida es breve y no deberíamos dejarla transcurrir en un ambiente grosero, sórdido y deprimente.

Casi todos los grupos sociales contribuyen, a veces sin sospecharlo, a una verdadera catástrofe medioambiental. Todos tratan de ensanchar la frontera agrícola incendiando los bosques tropicales, lo que significa llevar el progreso a la selva. Prósperos empresarios y trabajadores modestos son por igual responsables de este desastre. ¿Desastre? En el fondo todos están contentos —salvo algunos cultivadores marginales afectados directamente por el incendio—, pues ahora el terreno puede ser utilizado de manera mucho más rentable y fácil. También en el Brasil una superficie que se ha quedado sin bosques por el fuego es económicamente mucho más valiosa que una cubierta por la incómoda selva.

Parece existir una conciencia conservacionista solo entre algunas tribus indígenas de los bosques tropicales, pero hasta esto es dudoso. Las civilizaciones precolombinas del área andina poseían un conocimiento admirable del modesto potencial de los suelos montañosos y los protegían aplicando un criterio ecologista, pero los sectores indígenas del presente dedicados a la agricultura y la ganadería (y a la producción de coca destinada mayoritariamente a la elaboración de cocaína) son responsables de fenómenos muy extendidos de sobrepastoreo, tala de bosques y erosión de suelos. En la esfera del medio ambiente casi todos los sectores sociales andinos se destacan más bien por prácticas muy modernas de saqueo y destrucción de la naturaleza sin comprender los peligros inherentes a estos hábitos. El resultado estético se acerca a una catástrofe de magnitud histórica: bosques incendiados, superficies taladas, terrenos erosionados. En una palabra: la muerte de la naturaleza rondando a cada paso. 

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H. C. F. MANSILLA es maestro en Ciencia Política y doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Miembro numerario de las academias Boliviana de la Lengua y de Ciencias de Bolivia, ha sido profesor visitante en las universidades de Zurich, Queensland y Complutense de Madrid. Es autor de numerosos libros sobre teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Entre los más recientes están Problemas de la democracia y avances del populismo (El País, Santa Cruz, 2011) y Las flores del mal en la política: Autoritarismo, populismo y totalitarismo (El País, Santa Cruz, 2012).

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