youtube pinterest twitter facebook

Prohibido asomarse: La enfermedad de la fe

Bruce Swansey | 01.08.2015
Prohibido asomarse: La enfermedad de la fe

En el principio

En el principio Dios fraguó un plan: crearía a los hombres para que se destrozaran unos a otros en su nombre, en el del monopolio del espíritu, en el de la verdad única y revelada, en el de los ancestros urgidos de venganza, en el de los descendientes que se anuncian mediante el agravamiento del rencor, en el de la tierra estéril y agrietada que reclamarán como patrimonio. Luego de crear al hombre, el buen Dios le dio un mazo y fuerza para usarlo sobre el cráneo de sus semejantes.

 

Desvelar

Hacer accesible cuanto era secreto trastorna a los hombres que después de atisbar el misterio se abandonan a la venganza en nombre de la justicia.

 

El rayo divino

Recorren el desierto encaramados en vehículos de doble tracción que han reemplazado a los camellos, cuyo avance ondulante y pausado impide la sorpresa. Estos combatientes necesitan moverse como el rayo divino que incendia el mundo para aplastarlo como una degradación. Se aferran a sus ametralladoras más eficaces que una plegaria y capaces de escupir certeramente la palabra mortífera del demonio del mediodía.

 

Acciones fundantes

Apenas tomaron el pueblo se apoderaron de las propiedades de quienes juzgaban infieles y procedieron a demoler sus templos. Luego obligaron a las mujeres a cubrirse también las manos consideradas sumamente peligrosas, aunque no tanto como la cabellera que los dejaba sin resuello. Transformaron las escuelas en centros de adoctrinamiento y de entrenamiento militar, donde la prueba consistía en aprisionar a los enemigos de Dios. La segunda exigía decapitarlos. La tercera volverse uno con el sable. Así endurecían sus corazones, ya envenenados por el terror.

 

La huida

Quienes lograron escapar porque pateándolos no se inmutaron o porque estaban cubiertos con la sangre del vecino y fueron capaces de controlar el pánico, cruzaron el desierto indiferentes a los escorpiones, atravesaron montañas y valles confiando en que las raíces que conservaban en sus morrales serían suficiente alimento hasta alcanzar su destino, tan remoto que parecía imaginario.

Cada uno abandonó la aldea y la tribu porque ya no había tales y se echó a caminar sonámbulo sin ver más que las puntas de sus pies avanzando lentamente sobre el polvo.

 

Voltear

Antes de perderla de vista volteó para ver su aldea por última vez. Lo que contempló fue una columna de humo que se desvanecía en el amanecer.

“Algo semejante debe ocurrir con la eternidad —pensó— ya que para ser eterno es necesario abandonar las ruinas que antes albergaron la existencia”.

De quienes hasta la tarde anterior laboraron para asegurar la sobrevivencia de la comunidad no quedaban sino vagos rastros que el polvo cubriría como si jamás hubiesen existido. La eternidad es enemiga de la vida, a la que desnuda de cuanto la hacía amable. Un vacío.

“No podemos imaginar la eternidad más que como ausencia que anula el ser, como privación de lo que alguna vez fue una ficción”. Esto pensó deteniéndose perplejo ante el humo que ya se disipaba bajo la luz implacable.

 

Transacción doméstica

Su padre la vendió a su tío a cambio de unas cabras. Por eso abandonó su hogar y emprendió el camino guardándose de los hombres a los que temía más que a las bestias. Su destreza, sin embargo, no le impidió sucumbir ante la persecución de quienes, apoderándose de ella, la obligaron a deshacer sus pasos. Ya en el centro de la aldea la sepultaron hasta el cuello y luego fue lapidada para quebrarle el cráneo en el que se alojaba el espíritu infernal de la desobediencia. Su cabeza rota se dobló como una flor segada sobre la tierra teñida un instante por su sangre inocente.

 

Orgullo

Quienes luchan en nombre de Dios escamotean sus auténticas razones mediante una jerga construida a fuerza de violencia. No tienen otras metas más que usar las armas que portan con orgullo infantil. Han proscrito la compasión y lo que se proponen está a la vista aunque las palabras con las que alaban al Dios de la ira lo nieguen. Desean el poder absoluto y lo que los precipita al horror es una obsesión incontrolable, anterior al horror.

 

Grito

El último grito de la víctima revela nuestra cercanía con el origen. Nada puede la palabra salvo distanciarnos de ese grito idéntico al inicial mediante el ensueño de que hemos nacido libres y hechos para el amor.

 

Justicia

Un arbusto es idéntico a otro como son semejantes las piedras entre sí y el polvo que se levanta a cada paso sobre la tierra cuarteada. La nube avanza en la lejanía hasta detenerse en un páramo. En la parte trasera de una camioneta pick-up yacen varios cuerpos arracimados. Aunque se saben perdidos, con el último aliento piden clemencia.

Los hombres se alejan, colocan un lanzagranadas sobre la tierra y con la camioneta en la mira disparan. El proyectil da en el blanco haciendo explotar el vehículo con su carga humana. Así entran las víctimas en el cómputo de la justicia, cuyo terror se expande de una aldea a otra aferrándolas entre las garras de una deidad insaciable.

 

Titilación

Todo lo que somos radica en la conciencia. Una vez abolida nos disolvemos en la nada. Entre el ser y su ausencia hay, sin embargo, grados en los que se producen las acciones más siniestras. La pantalla muestra hombres apretados contra los barrotes de una maciza jaula de hierro rodeada de milicianos que portan armas. El pánico separa a los infortunados de la impasibilidad, los rostros descubiertos en un gesto de pánico contrastan con los trapos fúnebres de los victimarios que ocultan su identidad.

Una grúa alza la jaula y la suspende sobre el agua suficiente tiempo para que el terror alcance el paroxismo y se vuelva ejemplar. Inmediatamente después la grúa libera su carga que se hunde bajo la superficie del lago.

Incapaces de escrutar el fondo en el que hunden a las víctimas, los guerrilleros de la fe prosiguen con la destrucción de cuanto los rodea. Titilación entre abismos, pero titilación perversa.

 

Convertir infieles

Nada más estimulante que las conversiones. ¡Qué alegría rescatar del error a los equivocados, cuánto entusiasmo provoca su abjuración, qué vitalidad en corregir las falacias del contumaz hasta exprimirle el alma y las entrañas mediante la confesión!

Los regenerados son los hijos pródigos que habrán de procurar la sangre sin saciar a la deidad en cuyo nombre degüellan a sus hermanos. Comparados con las víctimas incapaces de ejercer la violencia con entrega fanática la alegría se reduce a cenizas pringosas, el entusiasmo se vuelve sombra; la vitalidad, el imperio de la muerte.

 

Diferir el terror

Confinados en una barraca de adobe que de tan llena es arduo respirar, abrasados por el calor y agobiados por las moscas que ya no tienen energía ni espacio para espantar, los presos concentran su atención en cada minuto que les resta, maravillados ante lo inmediato. Así difieren el terror.

 

Apariencias

¿Qué lo ha traído hasta aquí? Se siente ajeno a sí mismo y sin embargo se reconoce en su miseria. ¿Será esto un sueño inconcebible, la pesadilla de un dios enfermo? Intuye que la vulnerabilidad de su existencia forma parte del encierro y cuanto la acunó volviéndola amable otra apariencia. Eso piensa mientras espera, libre ya de las cadenas mediante las cuales el terror lo clavara en la añoranza.

 

La enfermedad de la fe

La enfermedad es resultado de la independencia de una célula que tiraniza el cuerpo para perderlo y perderse. Algo semejante sucede con los fieles, dedicados frenéticamente a imponerse sobre cuanto los rodea, celebridades de Dios que afirman su abusiva preeminencia, proclaman obscenamente su ambición de dominio total e imponen sobre otros su rencor inextinguible. Todo en nombre de una fe intolerante y destructora. Tal es la fuerza de la religión.

 

Último deseo

“¿Cuál será mi último deseo?” —se pregunta al tiempo que lo arrojan de rodillas, las manos atadas a la espalda, los ojos vendados.

“Oír el mar” —se responde mientras escucha el zumbido del sable.

 

El verdugo

No importa lo que piensa el matarife. Su fanatismo lo envuelve. Incluso si antes fue el idiota del pueblo, la violencia es redentora. Lo único valioso es su odio contra los infieles y la intensidad de esta sensación sintetiza su ser en el impulso mortífero con que abate el sable. De manera semejante pueden estudiarse grados de conciencia entre las bestias de rapiña, atentas primordialmente al impulso ciego que las guía. Para el matarife nada tiene sentido salvo el instante que precede la ejecución.

 

A la deriva

A bordo de la lancha, ciegos ante el resplandor y con la lengua pegada al paladar, abrasados por la sal que el viento hinca sobre su piel, los viajeros flotan a la deriva. Si se les preguntase su nombre o el lugar del que proceden no sabrían responder. ¿Sudán? ¿Somalia? ¿Eritrea? ¿Túnez? ¿Siria?

Todavía hasta hace una semana tenían identidad pero ahora no son más que cuerpos consumiéndose a la intemperie.

Abandonada sobre la cubierta ha perdido la cuenta de los días que lleva sin probar alimento. A la ansiedad inicial ha sucedido el dolor que la invade expandiéndose desde el centro. Nada hay más que la abierta herida del cielo en el que quisiera precipitarse. Pero permanece tirada entre sogas húmedas con su hijo muerto en el regazo, los ojos vacíos, indiferente por fin al viaje.

En el mar abundan los peces pero ninguno es para ellos, que han perdido incluso la voluntad de escrutar el horizonte estremecido por dagas de plata.

 

A bordo

Si cada cual se detuviera a analizar la violencia que ejerce contra sus compañeros de infortunio se empeñaría en creer que lo hace en nombre de Dios o que obedece el mandato sagrado de los ancestros siempre ofendidos e inquietos entre las sombras de las que exigen ser liberados. O pensarían con mayor cinismo que el precio de su sobrevivencia es el exterminio de los otros. Pero, aunque desesperados, mientras arremeten entre sí saben que toda justificación es vana y que su naturaleza se precipita en el vértigo del acto homicida.

 

A fines de verano

A fines de verano Phillipe Benoit lee la prensa sentado en una banca del Jardín de Luxemburgo. La luz matutina dora las plantas y los senderos, intactos a pesar de las convulsiones del mundo. África queda lejos aunque la distancia amenaza colapsarse. Así lo indica la presencia de las sombras furtivas que se desplazan aleves, con miedo de ser detenidas y devueltas al horror.

A la misma hora Pierfrancesco Majorino bebe un expreso doble ante el malecón en Salerno y contempla el mar con inédita desconfianza. En algún punto una barca a la deriva puede ser destripada por las rocas que invisibles alzan sus cuchillas. Ajustándose las gafas, el ciudadano piensa que es necesario tomar medidas.

En Fuerteventura los turistas se tienden como focas al sol, las carnes enrojecidas y relucientes bajo la película de grasa que se untaron para dorarse. Quienes llevan allí más tiempo presumen su complexión de tocino rancio. Desparramados y ahítos calculan lo que devorarán durante el almuerzo y los más ambiciosos ya planean también la cena. Ninguno se percata del hombre que avanza sobre rodillas y manos mientras otros todavía se esfuerzan por alcanzar la playa pedregosa.

Al lado del río Salz, Johannes Bauer goza la brisa y el paisaje de la ciudadela que se alza sobre el monte al otro lado. Bajo la sombra de los almendros se está bien aunque quien se dirige a su trabajo se detenga un instante de pronto avergonzado al pensar que sin Gadafi Europa ha destruido el dique que antes contenía la migración deteniéndola en las cárceles y en las playas de Libia.

En Malta y Lampedusa, en Tenerife y Rodas, en Londres y Lisboa, en Madrid y Berlín, la gente disfruta el verano mientras parte de los tres mil doscientos que morirán este año ya han expirado.

 

El bien y el presente

El bien es lo que cuentan que pudo haber sido o que podrá ser pero nunca —salvo una aberración— lo que es. La bondad y el presente se repelen aunque excepcionalmente alguien decide humillar a Dios y abrirse a la compasión. Cuando esto ocurre se convierte en piedra de escándalo y termina siendo repudiado incluso por quienes han sido objeto de su bondad. Solo así puede explicarse que sean los primeros en ser destrozados por balas expansivas o en ahogarse habiendo sido arrojados fuera de borda por las próximas víctimas que así prolongan la agonía de sobrevivir.

El bien es un parásito del recuerdo o del porvenir, el aborto del presente en el que la historia se extravía.

______________________________

BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Es autor de relatos y crítico de teatro. Su publicación más reciente se titula Edificio La Princesa (UNAM, 2014).

Más de este autor