#LoboConCaperuza: La utilidad de lo inútil
Estoy en la fila del banco. En realidad no es una fila, el servicio bancario se ha vuelto tan cínico que saben que los clientes tendrán que esperar prolongados periodos antes de llegar a la caja a ser atendidos y han colocado sillas para aliviar el cansancio de aguardar de pie y estoy sentado. A mi derecha, una mujer no para de chatear o de jugar o no sé qué, pero desde su teléfono celular, a sus plantas, un niño de unos tres años ha agotado sus posibilidades de entretenimiento: el pequeño tigre de peluche que lo acompañaba yace unas sillas más allá, el diálogo con la adulta que lo lleva se terminó hace dos monosílabos —la mujer sólo contestaba “sí” a las afirmaciones que, sobre el entorno, hacía el infante. Los puños del niño, entonces, golpean las losetas del piso, su mirada comienza a perderse, y la mujer comienza a reír de lo que sucede en la pantalla de su teléfono.
Yo sólo quiero que pase mi turno para hacer un depósito; el loop de la pantalla del banco ya pasó tres veces el horóscopo, una receta de tornillo con atún que no necesita receta y dos consejos financieros. El niño comienza a parpadear, pero le enoja tener sueño y estar en el suelo, jala la falda de la mujer que lo llevó al banco y ella le grita: “¡Te voy a pegar!”, por fin algo más que un “sí”. Pero ni le pega, ni lo levanta del suelo… ni lo voltea a ver. Los gritos comienzan a propagarse por el banco y las miradas, primero de sorpresa, luego de desaprobación, se dirigen a la mujer. Segundos después, la indiferencia y la prisa vuelven a reinar en el establecimiento.
Noto que llevo un rato repitiendo esos versitos que comienzan con: “Aquel caracol que va por el sol...” la revelación me lleva a los años del jardín de niños y al infinito inventario de coplas, poemas, canciones, trabalenguas y demás insignificancias verbales con las que las educadoras nos salvaban en cualquier momento de caer en la espiral de la ira.
Es asombroso cómo una, en apariencia, simple repetición de palabras logra tranquilizarnos o emocionarnos por la cantidad de relaciones que la mente comienza a realizar. De pronto ya no estaba en el banco: me encontraba de nuevo en el jardín de niños, mirando los colorines que rodean al teatro Julio Castillo y pensando en la fuerza de la inutilidad. Hice mi pago y salí de aquel purgatorio, la señora y el niño parecían condenados a permanecer en el banco hasta las cuatro de la tarde, al menos —no todas las eternidades son infinitas.
¿Por qué justo aquellos versos y no la tabla periódica de los elementos que también aprendí de memoria para no aburrirme en las clases de historia de la secundaria? No sé, lo cierto es que hay textos a los que recurro para lograr la paciencia y son justo aquellos juegos con los que, en la escuela, las educadoras y en casa mis padres, nos llevaban a otros sitios o activaban el placer del juego sin necesidad, siquiera, de levantarnos de una pelota.
Así, el caminar por la calle se convertía en el viaje de las hojas de los árboles a las cuales el viento de otoño recoge y las lleva a bailar o a saltar o a correr; escondíamos un gusanito imaginario entre nuestras manos y, empáticamente, pedíamos que no lo mataran; o nos conmovíamos de la historia de la rata que por planchar perdía la cola.
En un mundo tan hostil con los niños, el lenguaje puede ser un espacio para la tranquilidad, para estructurar el pensamiento con calma y claridad. Algunos dirán que no hay tiempo para ello o que el juego es improductivo. ¿Qué tal aprenderse tres trabalenguas en el trayecto de la casa a la escuela? ¿Qué tal comenzar las clases con un haiku o con una copla? Las palabras están ahí, dispuestas a ser pronunciadas, aunque no se hacen cargo de las consecuencias: niños más atentos y más preguntones. Porque cuando los niños descubren el poder de las palabras, comienzan a utilizarlas para lo que son y para lo que pueden ser. Se apropian del lenguaje y, si se les estimula (nada difícil, cosa de seguir diciendo adivinanzas o leyendo un breve poema antes de comer) hasta pueden hacer del lenguaje una herramienta para volver más habitable el mundo.
La filología tiene caminos insospechados y una de las rama de investigación en distintos centros de estudio de consiste en recopilar y analizar el tipo de textos que he mencionado, bajo el nombre de “lírica popular infantil”. Si después de leer esto, usted lectora o lector, quiere correr a repetir rimas con el niño más próximo a usted y no sabe por dónde empezar, El Colegio de México reedita periódicamente Naranja dulce, limón partido. Antología de la lírica infantil mexicana, un divertido —y profundo e interesante— trabajo de Mercedes Díaz Roig y María Teresa Miaja ilustrado por Iliana Fuentes que glosa un montón de juegos, coplas, rondas, trabalenguas, adivinanzas y otros tipos de textos que juegan con el lenguaje y, por tanto, no son útiles más que para sabernos humanos y disfrutar de la inutilidad.