#LoboConCaperuza: Revivir el juego
Pueden esgrimirse las causas y las razones que sean, cada vez hay menos niños en los parques, cada vez hay menos niños jugando entre ellos o con sus padres u otros adultos, ejerciendo su derecho a inventar las reglas del mundo que en ese momento están creando.
Los niños urbanos están siendo confinados a los interiores, a las reglas y a las rutinas. Basta con ojear una revista para padres de familia o páginas sobre qué hacer con el tiempo no destinado a la escuela para darse cuenta, con cierto azoro, de la cantidad de clases, cursos, talleres, terapias y actividades a las que se puede inscribir a los niños a fin de que se distraigan —con algo constructivo, claro— mientras sus padres y sus madres trabajan para pagar escuela, clases de natación, clases de música, clases de ballet, de yoga, de manualidades, de robótica, de matemáticas japonesas, de regularización para la escuela, de preparación para el examen de admisión al siguiente nivel escolar…
Los adultos tenemos miedo a que los niños tengan algún momento de ocio, a que los niños se aburran —que se abrumen, sí, pero que no se aburran—, miedo a que en algún momento sin hacer nada comiencen a pensar y nos comiencen a preguntar sobre la altura de los edificios, el destino del abuelo que no volvió del hospital, cómo comenzaron a crecer dentro del cuerpo de mamá o sobre por qué las hormigas son capaces de cargar objetos tan grandes en comparación de ellas.
Y para que eso no suceda, lo más fácil es llenarlos de rutinas, copiarles nuestras ansiedades y necesidades e insertarlos en la dinámica adulta —capitalista, obviamente— de hacer y producir. Vamos desterrando el juego y todo aquello que no tenga un fin pragmático de su vida.
Si los niños van a jugar, que sea para ganar o para aprender. Que se llenen de estrés tratando de ser los mejores en las competencias de canotaje; que se burlen del equipo contrario en la competencia de criquet, que se enojen si pierden en el boliche… Que sepan lo que es productividad, que sientan la frustración de no triunfar.
Que se vuelvan adultos lo más pronto posible.
Es tal nuestra obsesión por aniquilar los rasgos de infancia de los niños que, incluso los lugares que se destinan para su recreación, se están convirtiendo en réplicas del mundo adulto, en las que en realidad la imaginación ocupa un plano muy alejado.
Y es que no es necesario imaginar —quizá ni siquiera pensar— cuando uno llega a una mini cabina de control de aviación y repite las instrucciones que se le van dando para “jugar” a ser controlador aéreo, o para manejar un camión de bomberos u operar un supermercado.
Juegan los niños sin jugar, sin poder inventar las reglas que hacen gravitar al universo único que podría surgir en cada juego; sus juguetes son cada vez más detallados y parecidos a los instrumentos que en realidad se usan para manejar un robot o para ser un Jedi.
Y los libros para niños, con tristeza, siguen el mismo camino que las “ciudades de los niños”: menos polisemia más aprendizaje, menos poner en riesgo el lenguaje más reflexión sobre valores, menos posibilidades de platicar sobre los libros más lecciones del mundo adulto.
Tristes los tiempos que le exigen a los niños formarse para el mundo que los adultos no pudimos resolver. No nos haría mal, no sólo a los adultos que por algún motivo trabajamos con niños —especialmente a aquellos que escriben para ellos—, sino a todos los adultos que también tenemos derecho a jugar y a crear, echarle un ojo a La gramática de la fantasía de Gianni Rodari, un libro que enseña a jugar a quienes han perdido la fe en sí mismos porque han dejado de sorprenderse con los absurdos del lenguajes.
La gramática de la fantasía ofrece una serie de ejercicios para comenzar a jugar con el lenguaje, pero sobre todo, para jugar a secas. En un momento en el que todo tiene que tener un sentido pragmático y producir capital, reencontrar la posibilidad del juego en la vida cotidiana y sin mayores necesidades que una hoja de papel y un lápiz, es un lujo que todos podríamos darnos para llevarla más tranquila con las exigencias que le hacemos a las generaciones que vienen detrás nuestro, especialmente a los niños.
Gianni Rodari escribió La gramática de la fantasía tras la Segunda Guerra Mundial, recopilando las formas y estructuras con las que escribía las historias que les contaba a niños que se habían salvado del horror de las armas. Nosotros aún podemos salvarnos del terror de la rutina y la productividad a toda cuesta, aún podemos ponernos a escribir historias deschavetadas para nosotros y para quienes estén a nuestro alrededor, aunque no sean niños.