Travesías: Viajes azarosos
Ingmar Bergman (1918-2007) fue uno de los principales realizadores cinematográficos del siglo XX. Su trabajo, de alta categoría intelectual, lo mantuvo como uno de los directores inaccesibles al gran público, que ahora puede ver sus películas sin el menor problema. Tuvo que convertirse en un exiliado debido a los altísimos impuestos que le cobraba su país: Suecia. Entonces emigró para aceptar la propuesta que le hacía el productor Dino de Laurentis para filmar El huevo de la serpiente (1976). En su libro Imágenes (Tusquets, 2001), narra que:
Todavía me había afectado la manifestación de falta de normas que implicó el asunto de los impuestos. Pero las líneas sobre el derrumbe alemán estimulaban mi creatividad. El equilibrio entre caos y orden, tal difícilmente manejable, siempre me ha fascinado. La tensión de los últimos dramas de Shakespeare radica, entre otras cosas, precisamente ahí, en la ruptura entre un mundo de orden, con sus leyes y normas sociales, y el derrumbe total. Un caos irresistible que de pronto irrumpe en la realidad regulada y la destruye. Pero, sin saberlo, llevo ya el fracaso en el equipaje.
Mientras que en su autobiografía Linterna mágica, el mismo Bergman anota:
Si hubiera representado la ciudad de mi sueño (Berlín), la ciudad que no existe y que sin embargo se manifiesta con precisión, olor, ruido, si hubiera dado forma a esa ciudad, por un lado me habría movido con libertad absoluta y una flamante carta de vecindad, y, por otro y más importante, habría introducido a los espectadores en un mundo extraño pero secretamente conocido. En El huevo de la serpiente me metí en un Berlín que nadie reconocía, ni siquiera yo mismo.
Imaginar una ciudad es un problema que ocurre todo el tiempo. Así existen quienes rechazan la idea de una Venecia, que pensaban iba a ser el colmo de todo, y que, aún así, era tan difícil de resolver porque implicaba caminatas y más caminatas hasta encontrar un hotel digno. Esto pasa también en París, en Berlín o en donde quiera que sea. Lo mejor es dejar que las urbes admitan lo que son ahora, y que luego de verlas y admirarlas revelen su verdadero sentido a los viajeros. Esto es lo que nunca pasará a los turistas que se conforman con observar, aunque en postales, aquello que les ha vendido la agencia de viajes. En fin, El huevo de la serpiente es un filme fallido dentro de las pocas producciones que tiene este sello bajo la responsabilidad de Bergman. Él salió de Suecia con el afán de buscar otros confines donde pudiera desarrollar sus ideas cinematográficas, y se encontró con un mundo abierto en De Laurentis, solo que le pareció abominable el aspecto de un Berlín dividido y maltrecho, con el lamentable muro que dividía en dos esa otrora capital prodigiosa. En la actualidad es una urbe fuera de serie que goza de sus prestigios con una vida cotidiana en verdad magnífica, para aquellos que tengan la posibilidad de disfrutarla.
El cineasta conocía Alemania, solo que esto sucedió antes, cuando el nazismo era parte de la existencia de la mayoría de los habitantes de esa nación. Llegó hasta la casa de un pastor en Thüringen, que era un pueblo más llamado Haina, el cual estaba entre Weimar y Eisenach. Bergman describe así la villa:
El pueblo estaba en un valle, rodeado de una próspera comarca. Por entre las casas serpenteaba un riachuelo, perezoso y turbio. En el pueblo había una iglesia demasiado grande, una plaza con un monumento a los caídos en campaña y una estación de autobuses […]. Le pregunté al pastor si debía levantar la mano y decir “Heil Hitler” como todos los demás. Él contestó: “Mi querido Ingmar, todos lo considerarán como algo más que un gesto de cortesía”. Empecé a saludar brazo en alto y a decir “Heil Hitler”. Me producía un efecto raro.
Ingmar asiste a la escuela y se sorprende de que, en la clase de Religión, el libro que estaba entreabierto en los pupitres era Mi lucha de Adolf Hitler. Mientras que el profesor se solazaba con el periódico Der Stürner, diario que leía en voz alta, en espera de que alguno de los muchachos se le acercara para pedirle algo más. El maestro dijo varias veces: “Envenenando a los judíos”.
Otro momento que recuerda fue durante una misa de doctrina protestante, donde el cura dejaba a un lado todo lo que estimulaba la fe y se comprometía a realizar sus oficios religiosos, solo que en lugar de asentar su sermón en algunas páginas biblícas, lo hacía con el mismo texto antes mencionado. Todo esto era parte de lo que transcurría en la vida cotidiana de un pueblillo.
La familia del pastor se dirigió a Weimar con el objeto de estar presente durante una ceremonia a la cual iría el Führer, y el grupo estaba orgulloso de tener boletos en las cercanías donde estaría el payaso Hitler. Mientras esperaban la llegada del hombre fuerte, comieron unos bocadillos preparados por la esposa del pastor y bebieron cerveza. La llegada de Hitler a la tribuna fue inesperada y el discurso breve y lleno de aspavientos. A Bergman poco le importaba esa presencia tan cargada de ridiculez y tan aclamada por los germanos. El día del cumpleaños del futuro cineasta, le obsequiaron una fotografía de Hitler. La imagen la colocó uno de los hijos del pastor frente a la cama de su invitado.
En Suecia, el hermano de Ingmar Bergman fue uno de los fundadores del partido nacionalsocialista y su padre votó en varias ocasiones por los nazis. Este fue el mundo que vivió quien tiempo más tarde entendería los momentos que embargaban a su país y a la espantosa Alemania de ese momento.
En este aspecto la realidad familiar se infiltró en la conciencia de un adolescente que veía todo con la naturalidad que da la inmadurez. Pasados los años, y con las fotografías de los campos de concentración, el cineasta reconoció que su hermano y su padre estaban totalmente equivocados al soslayar a Hitler y sus huestes asesinas.
Ese viaje a Alemania fue tan pleno de equívocos que pasó como una flecha en la mente de Bergman. Lo recordó en Linterna mágica con verdadero horror y vergüenza, con ironía y con espíritu decadente. Él, quien se convertiría en un hombre pacifista, por aquellos tiempos de Hitler sintió que era parte de las bravuconadas de esos personajes que eran lamentables pastores y toda una derecha que se había manifestado sin más ante un fenómeno que los ubicaba como parte de una realidad que apenas si los tocaba, y que luego terminó por arrasarlos. En El huevo de la serpiente aparecen algunas circunstancias que llevaron al pueblo alemán a sentir una especie de heroicidad ante el nazismo, que pronto se convertiría en una herramienta bélica que fue capaz de convertirlos en parte de un genocidio, del que apenas se dieron cuenta. Así, Alemania fue uno de los sitios lamentables del siglo XX. ¿Qué podría decirse de este turismo que solo le provocó náuseas al gran director sueco?
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004); Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011), y su última publicación: Los rituales del deseo (Ediciones B, 2013).