PARATEXTOS: Tras los pasos del gólem
Los mitos constituyeron las primeras ficciones que se convertirían en cuentos populares, cuentos de hadas y narraciones fantásticas, y en la actualidad continúan permeando las páginas de la narrativa de un sinnúmero de autores modernos y contemporáneos. Algunas veces, los autores incorporan a su obra de manera consciente una serie de elementos o personajes mitológicos que remiten al lector a un mito específico, como ocurre en numerosos poemas del barroco español, en el Ulises, de Joyce, en ciertas obras de Alfonso Reyes o en “La casa de Asterión”, de Borges. El mito de Fausto, por ejemplo, ha sido retomado por Goethe, Marlowe y Thomas Mann, entre otros escritores, además de músicos y artistas plásticos. Igualmente, Polifemo, Prometeo, Edipo y Narciso abundan en diversas narraciones, además de representaciones pictóricas, musicales y dramáticas. Sin embargo, en otras ocasiones los relatos recuperan símbolos y arquetipos que forman parte del imaginario de la humanidad y que, en cierto sentido, marcan una pauta de su comportamiento desde hace milenios.
Además de los dioses y héroes de la mitología griega, una de las figuras míticas más recurrentes en la literatura occidental es el gólem, proveniente del judaísmo. Se trata de una figura de arcilla “animada” por su creador, de forma similar a la manera en que Dios insufló la vida a los hombres. Por ello se le relaciona con Adán, y su existencia constituye una competencia del poder creador del ser humano y de Dios. No obstante, también representa un Adán en estado primitivo, aún no afectado por el soplo divino. Para Kenneth Gross, esta criatura representa más un escándalo que una bendición, y constituye una amenaza para la metafísica y para las definiciones de vida, muerte, humanidad y magia. Su creación incluso puede considerarse como una blasfemia o un acto de idolatría, y representa un peligro tanto físico como espiritual para su autor. En una de las leyendas más famosas sobre este ser, la de Rabí Lew de Praga, del siglo xvi, el rabino creó un gólem que le ayudaba con sus labores todos los días de la semana, salvo el sábado, cuando todos descansaban, día en que le quitaba de la frente la palabra divina. Pero un día el rabino olvidó hacerlo, por lo que el gólem, enfurecido, sacudió las casas y comenzó a destruirlo todo, hasta que su creador pudo arrancarle la palabra. Después de ello no volvió a inspirar vida a la criatura y enterró sus restos en una antigua sinagoga.
Borges inmortalizó esta leyenda mediante el poema “El gólem”, que concluye con la siguiente estrofa:
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Gólem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
El motivo de la estatua que cobra vida también está presente en la mitología griega, mediante la figura de Pigmalión. Ovidio refiere en Las metamorfosis que un rey chipriota esculpió en marfil el cuerpo de una mujer. Venus, testigo del amor que Pigmalión profesaba a la estatua, decidió darle vida a su compañera, Galatea. Este mito, llevado al teatro por Bernard Shaw en 1913 —como una adaptación libre—, ha sido retomado por numerosos autores: William Shakespeare (Cuento de invierno), Carlo Collodi (Pinocchio) y Prosper Mérimée (La Vénus d’Ille), entre otros.
Otro mito relacionado con la creación es el de Prometeo, uno de los titanes que se enfrenta a Zeus. Existe la versión de que el creador de los hombres es Prometeo, no Zeus; es decir, un ente con forma humana, un androide. Para ayudar a los hombres, les entrega el fuego, por lo que Zeus lo castiga. Lo encadena a una roca y lo condena a que un águila le coma el hígado cada noche. Este mito muestra el deseo del hombre de experimentar su propia capacidad creadora, incluso si ello implica que se rebele ante los dioses.
En la literatura clásica encontramos diversas referencias a entes animados, entre ellos el coloso de Talos, defensor de Creta, figura antropomorfa hecha de bronce. En El viaje de los argonautas, de Apolonio de Rodas, el gigante arroja rocas a los viajeros una vez que han conseguido el vellocino de oro, y sólo pueden derrotarlo con la ayuda de Medea. El coloso, al igual que el gólem, muestra inclemente violencia contra sus atacantes.
Como apunta Gershom Scholem —uno de los máximos estudiosos de la Cábala—, en 1808 Jakob Grimm realizó una descripción de la leyenda del gólem, según la cual los judíos polacos modelan con arcilla la figura de un hombre y, tras pronunciar el nombre divino, éste cobra vida. Aunque no puede hablar, entiende lo que se le dice y ordena. Se trata de una especie de empleado doméstico que no debe salir nunca de casa y va creciendo cada día. Lleva escrita en la frente la palabra emet (‘verdad’) y se deshace al borrarle la primera letra, lo que es necesario cuando comienza a constituir una amenaza para su creador. Scholem afirma que la creación golémica encierra peligros, incluso un peligro de muerte como toda creación magna, pero estos peligros no proceden del gólem, o de las fuerzas que de él derivan, sino más bien del hombre mismo.
En el siglo xx, la figura del gólem se hizo famosa gracias a la novela del escritor austriaco Gustav Meyrink titulada, precisamente, El Golem (1915). En ésta se recrea la atmósfera urbana de Praga y, en particular, la de Josefov, el barrio judío que fuera saneado y parcialmente demolido a comienzos de la centuria. Cinco años después de su publicación, el libro de Meyrink había vendido más de ciento cincuenta mil ejemplares, en buena medida gracias a la edición de bolsillo destinada a los soldados que combatieron durante la Primera Guerra Mundial. La historia que se leyó con tanta avidez en el frente, sin embargo, no era la de un hombre de barro que cobra vida a través de La Palabra y se convierte en fiel servidor de su amo, como cuenta la tradición judía, sino la de Athanasius Pernath, un hombre cuya personalidad se duplica y se ve incesantemente influida por la figura del gólem —su propio yo esclavizado— y las leyendas gestadas en una atmósfera opresiva entre sueños y delirios.
Scholem fue uno de los principales críticos de Meyrink —a quien conoció personalmente—, puesto que para él las fuentes del escritor no tenían relación con la tradición de la mística judía. Efectivamente, la obra del austriaco asocia el gólem con el motivo del doble y con una figura que impulsa la redención de uno mismo. En este caso, el mito sirve a la ficción desde una perspectiva más espiritual que narrativa. Según la novela, el gólem se aparece cada treinta y tres años; sin embargo, la figura de arcilla emerge de un sueño y aterroriza a la población. Lo que en realidad ocurre es que una vez transcurrido este periodo, la temporalidad se trastoca y los personajes que tienen una relación onírica o espiritual con el gólem padecen trastornos inexplicables e incluso cambian de identidad. La obra de Meyrink retoma la parte mística de la leyenda y la convierte en un símbolo de la dualidad del individuo en un ambiente ocultista y esotérico. A pesar de que tuvo un gran número de imitadores, todos ellos fracasaron en su intento, consagrando El Golem como una novela única en el género.
Otra de las interpretaciones que la figura del gólem ha tenido en la historia es la de símbolo de automatismo del ser humano, en un sentido tecnófobo. Tanto es así que los británicos Harry Collins y Trevor Pinch la utilizaron para titular su libro The Golem at Large: What You Should Know About Technology (1998). En éste, se relaciona la amenaza que constituye la figurilla judía con los peligros latentes del desarrollo de la ciencia y la tecnología, mediante ejemplos tales como el sistema de misiles de la guerra del Golfo, la explosión del transbordador espacial Challenger y el desastre nuclear de Chernóbil, entre otros.
El universo literario también se ha servido del sentido mecanicista del gólem. Los androides que pueblan las páginas de los relatos de ciencia ficción tienen como padre a esta figura de forma implícita o explícita. Un ser creado por el hombre, generalmente imperfecto e incapaz de sentir. La voz de la que antiguamente carecieron se les ha otorgado en las versiones modernas, y su inteligencia, antes inexistente, ha llegado a superar a la del ser humano.
Aunque en la mayoría de las obras literarias los androides y robots no se relacionan explícitamente con el gólem, el autor español Juan Jacinto Muñoz Rengel se ha encargado de recordarnos su sentido originario. En su libro de cuentos De mecánica y alquimia (2009), el escritor malagueño recupera esta figura en varios de sus relatos. En “El sueño del monstruo”, un escritor del siglo xix le dirige una carta a Mary Shelley —autora de una de las novelas de autómatas más famosas de todos los tiempos, Frankenstein o el moderno Prometeo— mientras sus pequeños gólems clasifican los documentos de su escritorio, humedecen la pluma en el tintero y le sirven agua. En la misiva, el personaje hace una crítica del trabajo de Shelley mientras investiga, a su vez, a su propio monstruo: “una criatura de barro a la que se infunde vida mediante el procedimiento alquímico, en las catacumbas de las sinagogas”. En el cuento “Res cogitans”, tres androides conversan sobre la comunicación entre cuerpo y materia durante un viaje en tren. Sus nombres son Desné-le-Grand —que representa el pensamiento de Descartes y Malebranche—, Trachtenberg —Kant, Fichte y Hegel— y Baruch Scholem —Spinoza—. Mediante un diálogo lleno de elocuencia, los tres argumentan sus posturas con respecto a la existencia de la intervención divina como un puente entre la realidad física y la realidad consciente. Por último, el cuento “Te inventé y me mataste” recrea un mundo en donde los habitantes pueden mandar hacer un gólem, hombre o mujer, para usarlo ya sea como sirviente o como pareja. El protagonista compra una mujer, hecha de barro, a la que un rabí insufla vida escribiendo su nombre junto con la palabra secreta de la Cábala en un papel que introduce en su boca. Tres años más tarde, el hombre se harta de ella, la mata y la tira en un basurero. Al final del relato, el personaje se entera de que también existe un gólem que lleva su nombre.
Estas narraciones de Muñoz Rengel recuperan el tema golémico no sólo en su sentido simbólico, sino que retoman elementos específicos de la tradición judía: la importancia de la palabra en el misticismo hebraico depositándola en un papel dentro de la boca de tierra —así como en el Muro de los Lamentos se introducen hasta la fecha papeles con plegarias en los pliegos de los ladrillos—; la problemática de la separación entre cuerpo y materia, que es una de las cuestiones que han ocupado a los teóricos de la literatura fantástica, y la carencia del alma de los autómatas, lo que permite desecharlos sin miramientos.
Los autómatas y androides de la literatura moderna, también herederos del gólem, han planteado una serie de cuestiones éticas y filosóficas que se han tornado más y más complejas. Basta con echar un vistazo a la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick, a las leyes de la robótica de Isaac Asimov, o recordar que la palabra “robot” proviene del checo y significa ‘servidumbre’. Sin embargo, estos seres artificiales han comenzado a rebelarse. Además de los famosos personajes de Dick, llevados a la pantalla por Ridley Scott en Blade Runner, a quienes vemos huir durante toda la película, en una novela reciente de la escritora estadounidense Helene Wecker, Los viajeros de la noche (2014), una gólem de Praga escapa del dominio de su amo y se va a vivir a Nueva York, en donde conoce a un genio, con quien se enfrenta a una serie de vicisitudes.
La huida recurrente de estos seres se debe a que el hombre, después de crearlos, tiende a destruirlos cuando son percibidos como una amenaza. Los androides producen temor en el ser humano por varios motivos: su creación constituye una afrenta a Dios, el auténtico creador; pueden resultar más fuertes e inteligentes que ellos mismos, y, a diferencia de los hombres, no mueren naturalmente, lo que los acerca aún más a la divinidad. Por ello, si usted se encuentra un gólem por la calle, no tema; sus días están contados. Son parte de la obsolescencia programada universal. O en todo caso, la maldición no durará más de treinta y tres años. EP
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Claudia Cabrera Espinosa ha trabajado como editora en McGraw-Hill Interamericana de España (Madrid) y Condé Nast de México, entre otros. Es autora de libros para niños como El cuaderno de Ana y Una historia de aventis. Actualmente estudia el doctorado en Letras Españolas en la UNAM.