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#LoboConCaperuza: La extrañeza de la fábula

Luis Téllez-Tejeda | 18.12.2017
#LoboConCaperuza: La extrañeza de la fábula
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Soy de los que cree que la posibilidad de la polisemia en una obra literaria es mucho más divertida y útil que un mensaje unívoco y lineal. Así lo considero en los libros para niños, especialmente en los literarios, estoy harto de los estantes llenos de historias para convencer a los lectores para comportarse de tal o cual forma, mostrarles la importancia de cuidar el medio ambiente o presentarles los diferentes tipos de familia.

Generalmente, dichos libros terminan en disparates dramáticos para ajustar la trama a la lección que ha de impartirse, el mundo se vuelve perfecto y el defecto que se quiere señalar se limpia con la facilidad con que se limpia una jeringa estéril recién desempacada. No hay tensión, no hay movimiento, no hay problema, sólo hay una instrucción moral disfrazada de cuento, novela y a veces, incluso, de poema (sí, también de obra de teatro, pero no suelen publicarse ni se comercializarse como libros).

En clases, talleres y conferencias siempre adopto la postura más recalcitrante posible en contra de los intentos de padres de familia, maestros y bien intencionados adultos para utilizar los “cuentos” —para esta categoría de personas todos los libros para niños son cuentos— con un fin pedagógico, para transmitirles todo lo que aquellos no quieren explicarles sobre el comportamiento humano o, más bien, sobre la forma en que esperan que se comporten ellos y comprendan a la sociedad.

Habitualmente me resultaba sencillo mantener la posición y hacer que los buenos libros para niños sean mucho más que un letrero de “prohibido estacionarse”, pero un buen día apareció en mis manos un ejemplar de un libro de texto gratuito de mi época de primaria, se trataba del de Lecturas correspondiente al tercer grado. Después de hojearlo un rato me detuve en un par de páginas dedicadas a las fábulas de La Fontaine; recordaba con exactitud la imagen de una zorra timando a un cuervo para quedarse con el queso de éste.

Si la función de la fábula es, precisamente, transmitir una lección moral al lector, ¿qué había en este texto que me resultaba fascinante varias décadas después de haberlo leído por primera vez y siendo el lector amargado de literatura infantil que soy ahora?

No tengo una respuesta clara, pero me parece que hay en la extrañeza en las fábulas, un poder que cautiva al lector. En primer lugar, la mayoría de los protagonistas son animales y actúan guiados por sus más ambiciosos instintos y no por la virtud, al contrario de aquellos libros en los que es justamente la virtud lo que se resalta y se encomia.

El mundo de las fábulas es un espacio en el que los niños identifican su propio mundo: un espacio en el que se aprende a punta de dolores y pérdidas, en el que aprender a ser astuto y cuidarse de quienes son más astutos que uno es lo más importante. Las fábulas no ponen a la bondad como el valor que debe imperar, sino al sentido común y, en cada una de ellas, éste funciona de forma distinta, por lo que no hay una lección que a rajatabla todos los lectores deban comprender. Las fábulas nos enseñan a ser desconfiados, a sacar provecho de las ventajas que la naturaleza le proveyó a cada uno y, a diferencia de los cuentos en los que todo se resuelve tornándose bueno, la malicia a veces vence sin que necesariamente triunfe el mal.

Para refrescar una tradición que se puede rastrear desde antes de Esopo, que avivaron La Fontaine, Iriarte y Samaniego, y que llega hasta nuestros días en ediciones magníficas o mediocres de estos autores, recién se publicó en Bogotá, bajo el sello de Cataplum, León y el ratón, con texto de Jairo Buitrago e ilustraciones de Rafael Yockteng. Se trata de una versión muy simpática de la fábula de Esopo en la que un león aprende que no hay amigo pequeño. La remasterización del clásico pone énfasis en la amistad, pero no en abstracto, sino en aquella que es producto de conocer a una persona en las buenas y en las malas, aquella que es producto de la generosidad de ayudar y de la humildad de dejarse ayudar. Las ilustraciones recrean con solemnidad el carácter altivo del león y dan al ratón su talante vivaracho y perspicaz, mostrando la madurez técnica y creativa del autor. El texto, aunque breve, sigue la senda de la fábula en la que no se sale bien librado por ser bueno, sino por ser inteligente, con un epílogo que aventura una continuación a una historia muy conocida.

 

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